Décima parte del diario íntimo de un hombre cincuentón que atraviesa los senderos de la vida como puede. El primer texto se publicó en la edición del 30 de junio. En esta oportunidad a nuestro personaje lo sorprende: un suicidio exquisito, otro infame. Una desaparición que termina.
13 de septiembre
Esta semana asistí a tres velorios. Pocas ceremonias me producen tanto rechazo, a pesar de eso, acompañé el dolor de la gente querida. El viernes se quitó la vida una muchacha joven, de 25 años. Recibida hacía poco y casada un año atrás. La noticia nos causó especial conmoción porque era muy amiga de mi hija. Se habían recibido juntas. Prepararon la última materia y luego festejaron. Ese día las salpicamos de una sustancia mohosa con un sinfín de ingredientes putrefactos, como se suele hacer con quienes terminan la universidad. Luego no volví a saber de ella más que por alguna anécdota que me contaba Natalia, aunque ella tampoco la veía con demasiada frecuencia. Estuve para su casamiento. Fue el año pasado en un salón hermoso, lleno de luces y color. Bailamos toda la noche, además de embriagarnos. Parecían una pareja enormemente feliz. Dichosos.
Mucha juventud con caras largas observé aquella noche que parecía interminable. No me quedé demasiado. El tiempo necesario para abrazarla fuerte a mi hija, contenerla. Hasta que llegó mi yerno. Entonces continué rumbo por la noche tucumana. Me senté en un bar reflexionando qué pasa por la cabeza de alguien que se quita la vida. ¿Será acaso un autoasesinato en un instante de locura en la cual la persona no sabe lo que hace? ¿Estará premeditado como forma de vengarse y generar culpa en los otros? Al tomar esta decisión se actúa de forma ¿cobarde o valiente?
Dos días después una nueva muerte sacude mi paz. Un compañero de trabajo, cuarenta años, tres hijos chicos se quitó la vida en el baño de su casa, mientras los niños jugaban en la vereda y la mujer dormía la siesta. A diferencia de la mujer, no dejó nada escrito, sin embargo, sabíamos que no la estaba pasando mal. Había sufrido angustias y depresiones muy fuertes en los últimos años. Fue adicto pero logró dejar el juego. Con su mujer no se llevaban de la mejor manera. Era una relación pasional y descabellada donde el factor tensión los movilizaba.
- Habíamos discutido mucho ese día. Dijo que se iba a matar. No le creí. Esto es un infierno. Es un hijo de puta. Dijo su mujer.
Carlita, la amiga de mi hija, en cambio, dejó un escrito:
Queridos míos:
La relación con Carlos me tiene muy mal. Siento que no me deja ser feliz. Me atosiga pidiéndome un hijo. No deja que salga con nadie. Me cela con cualquiera y considera que soy inferior a su llana y mediocre inteligencia. A pesar de que me esfuerzo por superarme, por ser la mejor mujer, amiga y compañera, él no me tolera. Varias veces me contó que debe acostarse con otras mujeres porque yo no soy suficiente para él. Yo creo que es perfecto imbécil con un ego sombrío. Mi líbido no tiene límites.
Me voy. El bello suicidio marcará el fin de mi padecer y el inicio de su infierno. Los quiero.
Ayer velaron los restos de un dirigente ferroviario. Un hombre comprometido con su patria. Un militante peronista que luchó por sus ideas. En 1976 lo secuestraron de su casa junto con su mujer. Sus dos hijos vieron todo el episodio escondidos, al otro lado de la tapia del fondo de la casa. Cuando sus padres escucharon ruidos extraños, pusieron el plan de salvataje que tanto habían practicado. Los milicos no los vieron. Los padres desaparecieron. Recientemente los restos fueron encontrados en una fosa común que había en el Pozo de Vargas. Ayer velaron al padre y uno, quizá un gran amigo, conversó largamente, durante horas frente al pequeño cofre con la foto del compañero. Despidiéndose.
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