Cuarta parte del diario de un hombre cincuentón que atraviesa los senderos de la vida como puede. El primer texto se publicó en la edición del 30 de junio. Esta vez reflexiona sobre la muerte, la televisión, la Pachamama.
Cuento completo
3 de agosto
Raro día. El invierno está llegando a su fin. No hizo frío, pero tampoco hubo sol. La luna redonda viene mostrándose desde hace dos días. Inmensa al terminar la tarde, plateada por la noche. Como es tradición, para mi, desde hace unas décadas, homenajeé a la Pachamama. Siempre le agradezco por lo que nos da. No pude cenar junto a la deidad el 1 de agosto pero lo hice al días siguiente. Preparé un pollo con papas doradas, al horno, con un poco de cebollas y ajo. Quedó delicioso. Me serví un plato y otro para Ella. Antes le había cavado una boca. El vino era bueno, lo elegí cuidadosamente. Conversamos hasta el crepúsculo, lo hice en mi lengua madre, el español, aunque no deje de pronunciar “kusilla, kusilla”. Se mostró muy agradecida de la coca que le ofrecí. No hizo falta luz artificial. El satélite pintaba de pálido blanco aquél momento.
Hace días que vengo pensando en la muerte. En la finitud, en eso a lo que nunca podremos escapar. Imagino que su rostro es como el mármol, sus ojos apaciguados, su voz tranquila, apacible. “La mayoría de los hombres no piensan en la muerte ni en la nada”, esa frase me quedó rondando desde que vi El séptimo sello. No sabría qué decirle cuando la tenga en frente. Aceptaría su voluntad con dignidad, con la certeza de que estoy ante la nada, como aqué escudero. No hay lugar para arrepentimientos obscenos, ni para rezos sin sentido. Por eso, disfruto cada momento como si fuera el último. No importa si llega ahora, o lo hace dentro de veintidós años.
Mi yerno no piensa de igual modo. Los domingos reza en la iglesia y se confiesa con el padre por lo menos una vez al mes. Es tan religioso como inteligente. Ayer nos sentamos en un bar frente a la plaza más céntrica. Conversamos distendidamente, mientras tomábamos un café, tan negro como los sones de Guillén. Necesitábamos despabilarnos. La televisión proyectaba sus banales imágenes. Yo casi no miro ese cajón de pocas neuronas, no me causa placer, excepto algunos dibujos animados como Los Simpson o alguna película. Mateo tampoco, aunque por mi hija, inevitablemente, debe comerse unas horas de pantalla. Contemplábamos atónitos tanta mediocridad, tanta chatura intelectual. Ambos coincidíamos en que nuestra sociedad atraviesa un estado de mediocridad reinante.
Pareciera, me dijo, que leer ya pasó de moda, todo es imagen, para colmo imágenes sin contenido, sin calidad. Sin intensiones de que el espectador imagine. Entiendo, respondí, quienes están ante las cámaras se creen pequeños dioses, hermosos, inteligentes, sabios, dueños de verdades, autoautorizados a opinar de cuanto tema se presente sin tener la más mínima noción de lo que dicen. Siento bronca e indignación. Yo también, asintió. Un buen culo, una linda cara, un par de tetas firmes o una figura delgada, vende más que un cerebro inteligente. Rara vez se conjugan esos tres factores, el problema es que ser inteligente o tener cultura no significa mucho para los encargados de generar contenido. No significa nada para nuestra sociedad. No vende.
Me despedí con un beso, como acostumbramos. Caminata solitaria con las manos en los bolsillos del pantalón, pensando en lo absurdo de todo esto. Estaba tranquilo.
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