Un antiguo poblador de La Florida que fue detenido por el Ejército en 1976, habló por primera vez públicamente sobre el tormento que recibió y las atrocidades que presenció en la Escuelita de Famaillá. Otros obreros rurales que habían sufrido la misma suerte se atrevieron a contarlo gracias a un censo de la Asociación de Ex Presos Políticos
Por Ricardo Reinoso, especial para TELAM
A los 79 años, Roberto Tabera todavía es un hombre fuerte. Si tuviera luz en los ojos que oculta detrás de gafas negras, el paso de su cuerpo alto y moreno sería menos vacilante. En 1994 la punta de un tronco le golpeó la cara y lo dejó ciego. No pudo seguir haciendo changas para apuntalar su
magra jubilación de obrero estatal. Sin embargo, no vive con amargura. Quienes lo visitan en su modesta casa de Sargento Moya lo notan contento. Nos recibe con gesto plácido de patriarca. Mueve en ademanes amplios las manos curtidas al contestar con lujo de detalles todo lo que le pregunto, mientras la familia grande que lo rodea (mujer, hijos, nueras, yernos, nietos) no deja de obsequiarnos mates y tartas caseras.
"Hace unos años yo estaba en el hospital de Concepción esperando que me operen de la próstata y se me acerca una pareja. Yo escucho que el hombre decía: 'A este chango lo conozco'. Pero no sabía si se refería a mí o a otra persona. Después, al día siguiente estaba yo en la cama después de que me operaron, y escucho que él también estaba en otra cama, al lado de la mía. 'Eh, viejo, -me dice- ¿Te acordás de mí?' No sé quién sos, le digo ¿Quién sos? Y él comienza a reírse '¿Te acordás -dice- cuando yo ti pelao las uñas de los pies?' Y después me pregunta por el Mudito, el otro muchacho que había sido torturado junto conmigo. Le digo: cómo quisiera estar bien. Me levantaría y te sacaría los ojos a vos".
Con un improvisado bastoncito de madera en las manos, Tabera lamenta que aquel día en el hospital no averiguó el nombre del individuo que lo desafiaba a recordar esos días de febrero de 1976, cuando el Ejército espulgaba los montes del sur tucumano en busca de guerrilleros. "A toda costa nos querían hacer decir que nosotros sabíamos algo, pero no sabíamos nada. Y nos pegaban. A mí me han arrancado a pisotones todas las uñas de los pies", dice Tabera. Cuenta cómo volvió descalzo y con los pies sangrantes a su casa. Sin uñas, con los dedos fracturados. Habla sentado en la galería, al amparo de un sol que en el polvoriento setiembre -al pie del cerro- anticipa el caldero hirviente del próximo verano. Los dedos deformados no se ven, dentro de sus zapatillas. Pero sí el gran chichón (un sobrehueso) que sobresale en su frente, en recuerdo del martirio. “Cada vez que me veía en el espejo me acordaba de lo que he sufrido esos días”.
Por encima de la venda
Aquel verano del 76 se lo habían llevado en un camión militar cuando volvía del vivero La Florida donde trabajaba, junto a su amigo el "Mudito" Avelino Mansilla. Culatazos, empujones, golpes en la cara. Con las manos atadas a la espalda con un cable, los ojos vendados, recibía trompadas en el interrogatorio. "Aquí vas a hablar. Yo a vos te he visto en Trelew", le gritaba un militar y lo golpeaba. "Yo le decía que a Trelew no lo conozco ni en el mapa. Nunca he manejado un arma. Yo trabajo aquí, soy empleado de la provincia y vivo en mi casa". Ahí empezaron a darle pisotones en los pies. Más tarde lo encerraron en una pieza, desde donde escuchaba alaridos de otros torturados. “A la par había un hombre que gritaba. Yo me agachaba y podía ver un poco por encima de la venda. Le estaban aplicando picana en los testículos. Viera cómo gritaba, pobrecito, y clamaba que no le hagan eso”.
Después de que lo liberaron, días más tarde, Tabera se enteró de que había estado en la célebre Escuelita de Famaillá, uno de los centros clandestinos más tenebrosos del sur tucumano, que hoy va camino de convertirse al fin en museo de la memoria.
Al “Mudito” Mansilla, un sordomudo que hoy vive con su familia en la misma manzana de Tabera, lo tuvieron un tiempo más, convencidos de que mediante la tortura lo harían hablar. Mansilla se expresa con señas y corrobora la versión. Su casa es muy parecida a las demás y tiene un pequeño jardín adelante. El aire está perfumado de flores pero no mucho todavía. Pronto vendrán las primeras lluvias y la naturaleza del piedemonte habrá de resurgir en un aluvión de verdes. El pueblo, como otros (Teniente Berdina, Soldado Maldonado, Capitán Cáceres) que construyó el gobierno militar en tierras confiscadas a los ingenios o a los agricultores, está lejos de las rutas principales y tiene un colectivo que llega dos veces al día.
En las redadas del Ejército, en 1976, cayeron también otros jornaleros, como Alberto Lino Molina (58), que cuenta su historia con mucho esfuerzo a causa de la emoción que le produce. Todavía hoy, al relatar cómo le pegaban y le ponían una pistola en la cabeza, se le llenan los ojos de lágrimas. Y se quiebra cuando cuenta que lo amenazaban con traer a su hermano pequeño y torturarlo delante suyo. “Ellos querían que yo responda cosas que no sabía. Me han llevado del trabajo en un camión, con las manos atadas atrás, tirado en el piso. Iba un soldado sentado encima mío. El calor no se aguantaba. Nos han dejado en pleno sol varias horas. Yo estaba de botas y me salieron ampollas en los pies por el calor. Después nos interrogaron. Uno adelante preguntaba y otro, detrás, nos golpeaba y nos tiraba al piso cuando no contestábamos lo que ellos querían. Me amenazaban con traer a mi hermano más chico, que yo iba a escuchar lo que le hacían”. Se quiebra y llora. “Me han amargado la vida con eso, a mí. Yo creía que no iba a volver, como le ha pasado a mucha gente de esta zona, que la han llevado y no ha vuelto nunca más”.
A otros los mataron delante de testigos, sin ninguna razón aparente. Y eran personas incapaces de hacer ninguna maldad, dice Tabera, como en el caso de un joven de apellido Orellana. “Pobrecito. Flaquito era. Eran dos hermanos. Vivían con el padre, que estaba siempre enfermo, en cama. Ellos tenían una finquita y en una esquina de la plantación de caña tenían la casa. Una vez este chico, jugando al naipe, la gana plata a otro, que ha quedado enojado y quería que le devuelva. No le ha devuelto. A la noche han ido los milicos. Contaba la gente que lo han sacado a la calle, le han ordenado que corra y lo han acribillado a balazos. El hermano se ha salvado porque no estaba en el rancho esa noche”. Tabera inclina la cabeza agobiado por el peso de la memoria. Ahora que no hay miedo ni explosiones y el aire trae solamente el perfume de las flores, el recuerdo de las víctimas camina en silencio detrás de la venda eterna de sus ojos.
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