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25/06/2010 - Libros

"Las dos muertes de Oliverio Puebla", tercera entrega de la novela de Montilla Santillán

Un policial inteligente que no da respiro. II Media hora más tarde el comisario inspector Basilio Dubinet descendía de un carruaje de alquiler acompañado de dos oficiales. El jefe llegaba por fin a la escena del crimen...

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El Descubrimiento

(Tercera entrega)

II

Media hora más tarde el comisario inspector Basilio Dubinet descendía de un carruaje de alquiler acompañado de dos oficiales.

El jefe llegaba por fin a la escena del crimen.

- ¿La señora Ferrás? -le preguntó al grueso oficial que cuidaba la puerta con la dedicación de un granadero.

- En su casa, jefe, aquí al lado.

- ¿Alguien más sabe de esto?

- No, jefe.

Basilio Dubinet era un hombre mayor de mirada parca y cuerpo estrecho. Tenía una barba blanca cuadrangular perfectamente recortada, enmarcando unos labios gruesos que se apretaban uno contra otro para dibujar una expresión seria, áspera. Vestía a la antigua: una levita marrón, un plastrón de seda alrededor de su cuello, camisa blanca almidonada, pantalones anchos y un par de zapatos que parecían haber caminado muchas calles. Se quitó un sombrero de copa y se lo entregó al oficial en la puerta.

- Luz. -dijo y no necesitó decir más. Hernández encendió una lámpara al momento.

Era hombre de pocas palabras; si una sílaba bastaba para hacerse entender, sin una sola mueca comunicaba sus deseos, entonces eso era todo lo que ofrecía. A pesar de que esos sonidos escasos, esas señas escuetas le valieran un reducido reconocimiento por parte de sus pares y particularmente de sus superiores, aún así él se conducía siempre del mismo modo. En la búsqueda de la verdad -sostenía- el protocolo y los buenos modales eran superfluos, inútiles, sin otra función que distraer. ¿Qué importaba si eso había confabulado para ganar más adversarios que acólitos? Era un sabueso solitario cuyo único placer estribaba en desentrañar lo que estaba oculto, en encontrar la verdad donde fuera que estuviese y en esa tarea, en esa vocación sublime y exquisita, él era el mejor, aunque sus superiores le volcaran abiertamente su desagrado, aunque intrigaran en las alturas, aunque maldijeran su nombre. Él, Basilio Dubinet, seguía siendo el mejor.

- Entremos. -ordenó.

Para ese entonces sus ojos ya habían dado con la puerta derribada en el piso entorpeciendo el avance, las dos vueltas de llave todavía dadas y la madera del marco herida en astillas por donde habían hecho ceder la traba. Tomó la lámpara y se adentró seguido a distancia por Hernández. Sorteó la hoja de roble, observó el polvillo sobre los muebles y el piso, indiferente al olor nauseabundo que mantenía a los otros turbados.

- La puerta, Hernández.

De nuevo la orden ceñida, la economía de palabras. Con el farol en la mano esperaba paciente que los otros se convirtieran en las manos y los brazos de sus pensamientos. Levantaron la puerta.

- Cerrada por dentro. -hablaba en voz alta pero no para los otros.

Debajo de la puerta estaba la llave a cierta distancia de la cerradura.

- Debe haber caído cuando intentamos derribarla. -se atrevió a teorizar Hernández- Por eso la distancia. Debe haber sido así, jefe.

El viejo no dijo nada.

Iba a seguir su recorrido cuando algo le llamó la atención. Un pequeño trozo de tela negra rectangular, no más grande que su dedo meñique atravesado en uno de sus extremos por un alfiler. Lo levantó con cuidado, lo observó de un lado y del otro, lo olfateó como lo hubiera hecho un sabueso, sacudió la cabeza, lo miró de nuevo.

- ¿Qué hace esto aquí? -preguntó.

- Bueno… -intentó decir Hernández.

- No hables. -expresó firme, pero cortés.

- Como diga, jefe.

Lo envolvió en su pañuelo y se lo guardó en el bolsillo interno de la levita. Se volvió a la ventana hacia la derecha de la puerta. A unos metros esperaba el cadáver tendido boca arriba sobre la alfombra, a unos pasos La Muerte aguardaba que el Jefe le otorgara su atención, que le volviera sus ojos aunque más no fuera un instante. Ella que les impregnaba los sentidos y esperaba en la forma de un joven recortado contra la penumbra, con los brazos abiertos, inerte, mudo, solo. Pero el Jefe la saltó con la mirada, buscó la ventana, la iluminó con el farol, abrió las cortinas, se cercioró que estaba cerrada, cerrada dos veces, con dos pasadores.

- Cerrada. -repitió ahora en voz alta.

Lentamente corrió los pasadores, abrió la ventana, habló:

- Lleva tiempo así.

La luz plomiza de la calle se coló en la casa, el vacío negro se volvió gris.

- ¿Cuándo fue la última vez que la vecina vio al muchacho?

- El catorce a la mañana.

- Seis días. -dijo Dubinet mientras sus ojos registraban la ventana con precisión milimétrica- Hay una empleada ¿no es así?

- Teresa -respondió Hernández satisfecho de ser útil.

- Que averigüen dónde está. Me gustaría hablar con ella.

- Está hecho, jefe.

Vuelto de espaldas al cuerpo, cualquiera hubiera asegurado que Dubinet se hacía esperar, que demoraba el encuentro con la víctima en un acto de teatralidad.

- ¿Nadie ha estado aquí desde que descubrieron el cuerpo?

- Nadie, señor.

- Y tú tiraste la puerta abajo.

- Luego de cerciorarme de que estaba cerrada por dentro con llave.

- ¿Y cómo llegaste a esa conclusión?

- Porque miré por el ojo de la cerradura y estaba tapado.

- Estaba oscuro adentro, hubiera dado lo mismo que la llave estuviera puesta en la cerradura o no.

- Hay una luz que viene de la otra habitación. Tendría que haber visto eso, jefe.

Dubinet asintió satisfecho.

Cuando se volvió para dirigirse al cuerpo todos dejaron escapar un suspiro. Caminó acentuando los pasos, todavía sosteniendo el farol a pesar de que la luz del día lo iluminaba todo.

Desde lo alto, sus ojos buscaron los ojos inmóviles del muchacho muerto un metro setenta y ocho centímetros abajo y por un instante pareció que ambas miradas se hubieran encontrado para decirse algo. Pero eso fue solo un instante fugaz, un parpadeo, luego pasó. Allí en lo alto, Dubinet observó los labios finos, la nariz aguileña, la piel tersa una vez blanca, ahora azulina, el cabello castaño derramándose hasta los hombros y el orificio en la frente: un abismo oscuro y una lágrima de sangre seca.

- Pobre muchacho. -lo dijo sin ninguna inflexión de voz, pero se quedó observándolo un momento.

- La vecina lo ha identificado como Oliverio Puebla. -le informó Hernández.

- ¿Lo has verificado?

- Nadie ha entrado en la casa hasta que usted llegó, jefe. Tampoco interrogamos a los vecinos. No quise que se supiera. Pensé que sería mejor guardar el secreto hasta que llegase usted.

- Pensaste bien.

- El doctor está aquí. -informó Gonzáles deshaciéndose del cigarrillo.

Dubinet asintió.

- Y el Fiscal está en camino.

Hernández miró a su jefe con el secreto afán de descubrir un solo gesto que revelara lo que esa noticia le había producido. No encontró ninguno.

- Habrá que darse prisa. -expresó Dubinet con tono monocorde y con una agilidad que nadie hubiera creído en él, saltó el cuerpo de Oliverio y se perdió detrás de la segunda puerta.

Bienvenido Hernández se encogió primero de hombros, luego lo siguió.

 


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