Como izadas por una ráfaga de aire las palabras en tumulto sigiloso se elevan desde el salón de lectura hasta llegar a los anaqueles superiores de la biblioteca Alberdi. Un temblor apenas perceptible. En los libros y maderas. En los estantes y hojas.
Afuera, por la calle calurosa, pasan los manifestantes. Regresan de la Plaza Independencia a sus lugares de trabajo; los acompaña el ulular de ambulancia que alguien deja escapar de un megáfono. Las voces desordenadas y enhebradas al clamor junto al ruido de los pasos siguen colándose por las ventanas de la biblioteca; dejando atrás la receptoría se inmiscuyen por entre las bisagras de los cerramientos de vidrio, sobrevuelan los mesones verdes y los escritorios alineados en el salón de lectura. La correntada de sonidos ininteligibles inquieta a los lectores que han levantado las miradas de sus libros. Pero no ven nada extraño. Sólo se encuentran con el rostro de Juan Bautista Alberdi que desde su retrato, enorme, preside esa reunión de insaciables buscadores.
Un viejo olor se expande por el recinto y alguien carraspea, otro tose y más allá se escucha un estornudo sorpresivo. El suave crujido sobre el entarimado de madera distrae nuevamente a los lectores. Los desplazamientos cortos y rápidos de algunos empleados les alerta. También el taconeo mal disimulado de un inspector de policía.
Antes, temprano, los mismos manifestantes habían marchado a la concentración de protesta con el grito fuerte y las voces uniformes en consigna. Ahora, el regreso es un largo animal cansado, aullante.
Adentro, acodados a la mesa, los lectores pasan la mirada sobre las páginas de sus libros mientras la memoria les funciona como repetidora de imágenes: titulares de diarios y periódicos; polémicas, noticiosos televisivos, entrevistas. Cuando releen tienen la impresión de que ha cambiado el sentido de las frases.
Una empleada pasa sigilosa frente al retrato de Juan Bautista Alberdi y lo mira de soslayo, “al menos la expresión de su rostro, sereno, se mantiene inmutable. Aunque su mirada… ¡Bueno sería que también él!... ¿Habría imaginado este caos en la biblioteca? Tal vez en estos días, o meses, tan convulsionados sería preferible cerrar las puertas. Porque los libros, produce horror pensarlo, pero los libros...”
La empleada, que parece consumida por una enfermedad del cuerpo o tal vez por pensamientos, llega a la receptoría. Se acerca al grupo de empleados que rodea al inspector de policía que se ha presentado de traje oscuro y corbata blanca y escucha que uno de sus compañeros le dice: No es la primera vez que ocurre. Se produce a partir de los meses de febrero o marzo, cuando arrecian las manifestaciones, las huelgas, los bocinazos, las bombas de estruendo.
Un directivo de la biblioteca le presenta al inspector y le pide a ella que informe.
— Bien, con mucho gusto, dice.
La mujer mira al inspector, le mira el traje algo estrecho pero impecable, los zapatos lustrosos. Algo incómoda y nerviosa, se arregla su falda reprimida y el cabello triste. Y luego empieza el informe largamente meditado.
— A veces, sin que el director lo perciba, señor inspector, nosotros, los empleados, hemos subido a la galería superior y hemos consultado algunos libros. Cómo explicarle… Hemos consultado los libros que consideramos más... inquietos. Y qué quiere que le diga, yo... yo tengo buena memoria. Y estoy segura que... bueno, habían cambiado. Como si las ideas estuviesen, cómo le diría... eso, renovadas. Sí, claro, suena un tanto loco. Pensé mucho en esto. Pero sígame usted también. Ellos están, digamos, expuestos. Pero como bien usted sabrá, las palabras, son, diría…, el alimento.
— De los lectores, dice usted.
— No, no, de los libros.
— Ah, los libros…Pero, ¿Los ha identificado? ¿A cuáles se refiere? Dice, impaciente, el inspector.
— Algunos... ¿Cuáles dice? Bueno, sobre todo esos que la crítica llama vigentes. He pensado, y me digo, con estas ideas de algunos autores, acerca de que el personaje es el que vive, toma cuerpo y construye la historia. Qué le parece, no sé si me entiende.
— No demasiado. Explíquese con más detalles.La mujer restriega sus manos huesudas que palidecen en los nudillos; se alisa la falda azul como si pretendiese plancharla o tal vez comprobar si sus piernas están presentes. — Para mí, señor, hay una realidad innegable: ellos están, lo que se dice, publicados.
La mujer abre más los ojos como si la última palabra dicha no expresara todo su pensamiento.
— Sí. Concuerdo. Dice el inspector entrecerrando los ojos.
— Pero, imagine usted por un momento a esos libros rebeldes, de finales abiertos, de personajes torturados, lenguaje un tanto revolucionario…
_ Sí, lo capto. Bien, continúe.
_ ¿No le parece que el contacto con el lenguaje de la calle, en estos días, meses diría, más bien años, es decir…, no le parece que los expone al peligro?
— ¿A los libros?
— Sí, claro. Yo he pensado que deberían permanecer en armarios.— ¿Encerrados?
— Sí, encerrados, me refiero. En realidad, hasta ahora sólo se ha pensado en retirarlos de circulación para que la juventud, usted sabe. Pero a mí, más que la juventud, me preocupan ellos: los libros.
— ¡Ah! ¡Los libros! ¡Otra vez los libros!
— Son en verdad los que corren un riesgo innecesario. Son ellos los que realmente pueden ser modificados. Por ejemplo, siga usted mi pensamiento. Si en vacaciones leyera un buen libro, con el alma apacible, sin sobresaltos, encontraría determinadas frases a las que les otorgaría un sentido. Ahora, si cometiera el error de entrar a sus páginas cuando la ciudad está convulsionada, o si retornara de una manifestación o mientras estudiase acerca de los ideales de una revolución. ¿Se da cuenta? Imagine que esta misma transformación que ocurre a una inteligencia pudiera verificarse en el interior de un libro.
— Claro, en un libro… Entiendo. Dice el inspector pasando una mano por su mentón y llevándola hacia la cabeza.
— Es decir, volvamos. Otro caso: si un libro, desde el estante de una biblioteca popular en un pueblito solitario y perdido logra alimentar el devenir en un individuo que a su vez influirá sobre otros hombres y mujeres… imagine, si un libro es capaz de tamaña hazaña, entonces, cómo no figurarse que un libro mantenga otra serie de relaciones inimaginables para nosotros. Un libro es... cómo decirle para que nos entendamos. Un detonante. Un libro es un detonante.
— Siga, siga usted. Ahora me interesa.
— Sí, gracias. Además, he observado que, con el paso del tiempo, los libros van desplegando sus ideas. Nosotros les atribuimos, con nuestra propia creatividad, una serie de virtudes y leyendas que la mayoría de las veces no están en ellos. Porque los humanos somos, ante todo, fábula. No sólo fabuladores, somos fábula. Vertiginosos. Inmanejables. Y si usted me dispensa…pongamos ahora un libro como ejemplo. ¿Usted cree que La Biblia hubiese derivado prácticamente a entidad sino hubiese sido influida por las razas, por los panes y los peces, por las épocas, el poder y la palabra, por las luchas, por los padres y matronas, por los hijos desvariados, por...?
— Bien, pero La Biblia es otro caso. Saquemos a La Biblia de este asunto. Dice el inspector con un rictus de contrariedad en sus cejas y algo enrojecido.— Pero, ¿no ha notado usted que cada vez que se indaga en ella... allí se ha inscripto ya una nueva respuesta?
— Uhm, interesante. No puedo negarlo. Pero le ruego que volvamos a estos libros.
— Sí, muy bien. Y ya que usted, señor inspector, me ha permitido explayarme, lo cual agradezco, le invito a seguirme. Venga usted al primer piso.
En las galerías del piso superior, se acalla el bisbiseo de los empleados.
— Acérquese, permanezca en silencio. -Le dice la empleada susurrando mientras lo mira desde sus ojos hundidos- Acalle, si es posible, hasta el pensamiento.
El inspector la observa de cerca y en la semipenumbra reconoce mejor las huellas de insomnio en el rostro de quien lo guía y que ahora se inclina hacia los estantes de los libros como si escuchara.
— ¿Ha percibido usted? Trate por favor de entenderlos. Yo he aceptado estas ideas porque bueno, son los años que camino entre ellos, los consulto, los hojeo.
— Comparto, comparto. Ahora entiendo a aquellos visionarios. Es posible… ¡Hacia dónde podrían derivar!
— Tal vez a los armarios. Aislados. Le responde ella insinuando con humildad una solución.
— Comprendo, comprendo. Y agradezco su relato. Pero a mí, entienda usted, me cabe la responsabilidad estratégica que mi cargo me confiere. La misma que han sabido detentar tantos visionarios.
— Sí, entiendo, señor inspector. Pero, tal vez con el encierro baste.
— No, no es suficiente. Y como inspirado, contagiado por la seriedad de la empleada, inicia una especie de discurso.
— Ellos, los que escriben, preveían seguramente que si un texto comenzaba citando, por ejemplo, la palabra humanidad, mañana evolucionaría a humanidad ultrajada. Si dijera valores, o éticamente hablando... en unos años mudarían hacia valores violentados o éticamente actuando, ¿me entiende usted? Entonces, ¿de qué hubiese servido exterminar a los revolucionarios, a los resistentes, a los opositores, a sus familiares? Era necesario conocer el germen, el origen de sus ideas. ¿Sabe usted cuánto se ha tortur…? Bien, bien, dejemos esto. Concluyamos: la salida es la fogata. El exterminio. El holocausto.
— ¡No! Perdón…, si me permite…, sería una pérdida terrible. Dice ella palideciendo más aún.
— ¡No hay modo de frenarlos! Las palabras se filtran. Ya ve usted en este recinto sagrado.— ¿Y cómo elegirá usted? A cuáles…
— Mañana seleccionaremos el material adecuado. Designaré, para esta noche, un guardia en el salón.
Cuando llegó la noche ninguna estrella brilló en la biblioteca. La calle sólo aportaba silbidos extraviados y algún ronco motor melancólico.
El guardia arrastró uno de los mesones verdes hacia el costado de la sala tal vez para sentirse más abrigado, extendió una manta que había traído, se acostó y se preparó para dormir. Antes de cerrar los ojos su mirada recorrió las estanterías cubiertas de libros que parecían unirse con las del piso superior y le pareció muy extraño dormir en un lugar como ese. Se imaginó en el fondo de un acantilado tapizado de libros. Se preguntó qué custodiaba. Se levantó y con su linterna hizo un recorrido alumbrando aquí y allá sobre los libros ordenados; subió las escaleras angostas, caminó entre las estanterías y no pudo evitar el recuerdo del inspector, serio y preocupado, cuando le encargara la misión. No obstante, todo estaba sereno. Lo que allí había eran palabras estampadas en esas páginas unidas y encerradas entre dos tapas, que como dos lápidas las aprisionaban.Eran palabras, sólo palabras. Qué podía temer. Volvió al salón de lectura y se recostó más tranquilo sobre el mesón.
Pronto, su sueño fue un monótono discurrir. No escuchó, por cierto, el susurrar en los estantes; tampoco el movimiento sigiloso de las palabras impresas, de los espacios en blanco, ni de las páginas; el intercambio incesante de los temas, la búsqueda entre los iguales, la consulta de aquellos libros que se sabían hijos de otros libros. No pudo, en consecuencia, protegerse de la monstruosa avalancha de libros que desde la galería del piso superior lo sepultó hasta la mañana siguiente.
Es temprano en la ciudad cuando el inspector es notificado del destino de su guardia. Ordena, con un rugido, que los libros seleccionados serán los de la avalancha.
Por la calle reiteran su marcha los manifestantes. Las consignas, en el aire, son una voz grave que pasa frente a la biblioteca Alberdi, ahora clausurada.Los lectores, ante la puerta cancelada, bajan a la calle y acompañan a los manifestantes.
Atrás, en el patio posterior a la sala de lectura, inspectores y funcionarios, de impecables trajes oscuros, rodean la hoguera de libros. Sólo la empleada, iluminada por las llamas, advierte que en el crepitar se elevan retorcidos fragmentos de páginas en blanco.
Una sonrisa se insinúa en la comisura de sus labios y se le escapa un profundo suspiro. El inspector, a su lado, más impecable que nunca, carraspea y se arregla el nudo de la corbata.
* Cuento integrante del libro “Aquí en la tierra”
Primer Premio Nacional Iniciación “Imaginación en Prosa” de la Secretaría de Cultura de la Nación, Producción 1996.
** Escritora tucumana residente en España.
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