En Pendiente, la escritora y traductora Mariana Dimópulos pone bajo su lupa las relaciones sociales más cercanas –maternidad, amor, amistad- para disecarlas en sus partículas elementales sin perder de vista la exigencia de atarlas a una historia que por muy fragmentaria que sea, no se abandona exclusivamente a la conjetura o al hermetismo.
El libro, publicado por la casa Adriana Hidalgo, es otra muestra de cómo dar otra vuelta de tuerca formal sobre una temática explorada, rara vez con la pericia de la que hace gala esta joven.
Nacida en Buenos Aires en 1974; licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA), es traductora del alemán y del inglés. Publicó las novelasAnís y Cada despedida.
Esta es la conversación que sostuvo con Télam.
T : Pendiente, ¿de qué pendiente se trata?
D : Es un título de intención ambigua, por supuesto. La pendiente de un camino y lo pendiente en una vida, para decirlo con algo de gravedad. Y algo que pende, incierto, eso también. Son los lujos de la polisemia.
T : La extrañeza del hijo propio, no creo, pero no sé, no creo que sea universal. Esa extrañeza, ¿tiene algo que ver con vos? Si fuera así, ¿cómo la trabajás después de la escritura de esta novela?
D : Esa extrañeza existe en algunos pocos casos pero de ningún modo es universal, por suerte. Mi condición personal, no haber tenido hijos ni deseo de tenerlos, me sirvió para abordar el tema con una libertad, creo, que quizá no hubiera sentido alguien que sí los tiene. Todo el trabajo con este tema de la maternidad fallida, de las imágenes que las mujeres traen de sí mismas, ocurrió antes y durante el libro y ahora ya no tengo que trabajarlo más. Pero me llevó mucho tiempo encontrarle la vuelta, escribí varias versiones: traté de pensar hasta el fondo un pensamiento que en cierto sentido me aterraba y traté de convertirlo en un relato, anudado a un problema formal. Esta vez fue un desafío, para mí, enorme.
T : Supongo habrás visto o leído Tenemos que hablar de Kevin. ¿Cómo afecta, si es que lo hace, el cine a tu narrativa?
D : Sí, la vi pero más tarde. Es una película audaz, aunque no estoy de acuerdo en la unión entre la extrañeza de una madre frente a su hijo y el devenir de ese hijo, que termina siendo un criminal. Eso supera por completo lo que yo quería plantearme y no me parece una articulación lograda. Mi problema era distinto: cuánto hay de natural en la maternidad de hoy en día, hasta dónde funciona la voluntad en el amor y cómo surge, cómo se anuda un sentimiento. Pero el cine en general sí juega un papel en lo que trato de escribir; la forma fragmentaria tiene que ver, quizá a mi pesar, con el montaje cinematográfico. Creo que la narración decimonónica, por más que la idea no me guste, es asunto cerrado.
T : Al texto lo sobrevuela una ironía menos melancólica que en tus novelas anteriores, según creo. ¿Es así? La ironía ¿es una distancia, es un recurso antes que retórico, existencial?
D : Difícil decirlo. La ironía sería en este caso más bien un recurso último, un manotazo. Pienso que pertenezco a esa clase de gente que es irónica a pesar de sí; en ese sentido, es posible que esta ironía tenga algo de existencial. Confío en la exploración de las verdades y en este punto la ironía es mi enemiga, pero siempre se me cuela por la ventana. A veces puede resultar un buen atajo para no ser demasiado cruel como narrador.
T : Efectivamente, las relaciones humanas son peligrosas. Las relaciones sociales son peligrosas. ¿Por qué son peligrosas?
D : Es una interpretación muy sensible de Esther Cross, que escribió la contratapa del libro. Las relaciones son peligrosas y sin las relaciones, moriríamos en el desierto. Es nuestra condición, relacionarnos. Me importaba en este caso lo peligroso de la amistad y sobre todo del amor, la apertura que exige, el misterio de la incondicionalidad entre dos personas pero fuera del marco de la pasión amorosa más clásica. Quise explorar eso, las contradicciones, las dificultades. Es un tema demasiado grande, pero vale intentar atarlo una vez más a una historia, un poco extrema, y mirarlo de cerca en el portaobjetos de un microscopio.
T : Como traductora, ¿la escritura cambia, el mundo cambia, la mirada cambia?
D : La traducción cambia la mirada y las horas de sueño, porque es tarea muy laboriosa. A algunos los hace más pacientes. Pero para traducir no se necesita la máquina de vacío que se necesita para escribir, esa sustracción, ese momento injustificable de pura artificiosidad. Traduciendo, uno pisa lo conocido. No pasa eso cuando escribimos. Pero la traducción nos cambia en más de un sentido, seguramente; quizá porque nos acostumbramos a redactar a través de otra lengua. Ese pasaje, en mi caso por el alemán y su sintaxis, no puede dejarte intocado.
Todos los derechos reservados Copyright 2007
Terminos y usos del sitio
Directorio Web de Argentina
Secciones
Portada del diario | Ediciones Anteriores | Deportes | Economia | Opinion|Policiales
Contactos
Publicidad en el diario | Redacción | Cartas al director| Staff