En El cerco rojo de la luna, la escritora y psicoanalista Silvia López ambienta la novela en un castillo fuera del tiempo donde las intrigas se asemejan a juegos de sombras y los acontecimientos parecen carecer de la gravedad de las que están embarazados.
El libro, publicado por la casa Paradiso, es una engañosa novela de trama; bajo esa coartada se agitan, como dice Daniel Guebel en la contratapa, una miríada de sombras prefreudianas, encadenadas con el implacable rigor de la lógica narrativa.
López es miembro de la Escuela de Orientación Lacaniana (EOL) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Vivió en España y Francia y es autora, en la misma editorial, de Cálculo y presentimiento.
Esta es la conversación que sostuvo con Télam.
T : ¿Qué fue primero, la literatura o el psicoanálisis?
L : Primero, la literatura; empecé a leer temprano, era mi entretenimiento favorito. Abría un libro nuevo con emoción, si la historia me atrapaba, era capaz de quedarme en casa sin salir a jugar para leer hasta el final. Soñaba que algún día iba a poder escribir una novela inolvidable. Todavía lo sueño. Empecé a escribir ni bien supe escribir, lo que en la escuela llamaban: composición. No me importaba qué tema me pedían, me gustaba inventar una historia, crear un personaje. Después escribí mi primer cuento, tenía varias hojas, creo que ocho o diez, las cocí a mano y les puse una tapa de cartón y la pinté. Se llamaba El misterio de las uvas. Y cometí mi primer grave error como escritora: no hice copia. Lo puse en una caja, junto con un sobre de espirales para los mosquitos, hebillas para el pelo, un peine, cucharitas de café que saqué del cajón de los cubiertos, y salí a vender a la avenida. Me lo compraron enseguida, por unas monedas con las que a su vez compré mi caja de Sugus confitados.
Mi madre se puso furiosa, no sé si alguna vez la volví a ver tan furiosa. ¿Cómo que lo vendiste? ¿No tenés una copia del librito? Nunca más lo vas a recuperar. Voy a escribir otros, le dije. Y ella me contestó: Pero no será el primero. Mi madre me impulsó a leer y a escribir. Probablemente Letras hubiera sido mi elección natural de carrera, pero en el camino, en cuarto año del colegio, me dieron a leer una parte de La interpretación de los sueños, de Sigmund Freud, y dije: es esto. Voy a estudiar psicología y también voy a seguir escribiendo. Y fue así. Creo que la temporalidad nos determina, a lo mejor estamos preparados para hacer más de una profesión y no nos damos cuenta, porque es inquietante asumir otra tarea pensando que el tiempo no alcanza. A veces me digo, qué tarde publiqué. Pero no tuve tiempo, el psicoanálisis me atrapó de la mejor manera. Y aunque me sigue atrapando, decidí darle lugar a la escritura, mi otro deseo, mi compromiso postergado. Hay gente que tiene un solo oficio, un solo país, ama una ciudad y ninguna otra, tuvo un solo amor toda la vida, una única manera de vivir y con eso vive. A mí no me pasa. Para bien o para mal, no me pasa.
T : Muchísimas mujeres practican el psicoanálisis, muchas menos escriben (ficción aún menos). ¿Encontrás alguna razón particular para que eso ocurra?
L : Es cierto, muchísimas mujeres practican el psicoanálisis. Me pregunté mil veces, dando clases en la universidad, por qué había tantas mujeres estudiando psicología y luego formándose en psicoanálisis. Quizá por su propio misterio, la pregunta no contestada sobre lo femenino. ¿Qué quiere una mujer? Nadie contesta. A lo mejor suponen que el psicoanálisis es una vía de acceso al saber. Con ese criterio, son pocos los varones que elijen ser psicoanalistas y se preguntan y quieren investigar qué quiere una mujer.
También es cierto que hay muchas psicoanalistas y pocas que escriban ficción. La mayoría escribe psicoanálisis, quizá porque es lo que la institución invita a escribir. Pero te aseguro, es algo que he observado, a ninguna de mis colegas le falta talento de escritora. Cuando relatan un caso, saben entrar en la historia, saben componerla, aunque se ocupen de un síntoma, un sueño, una alucinación, un encuentro fallido, mis colegas se animan a narrar. Ahí hay una historia además de un caso. Cuando estoy en un congreso, no me cuesta separar las cosas, un síntoma es un síntoma, entendido como condición de goce del sujeto puede ser el centro que pivotea la clínica. Pero también puede ser el tema de un cuento. Escucho el caso, saco conclusiones, pero si lo leo más tarde, ya publicado, si lo leo en casa, puedo encontrar el cuento. Cuando escribía psicoanálisis ponía títulos de novela a los artículos, por ejemplo: El ángel sobre Berlín. Pero nunca estuve concentrada en la literatura al escribir psicoanálisis, no se mezclan.
La literatura se entrometía a la hora de encontrar un título. Pero eso puede pasar con cualquier narración, un artículo del diario, o de una revista, también puede convertirse en un cuento. Hace poco leí que la restauración mal hecha de una pintura religiosa terminó siendo un hit global; se trata un Cristo pintado en otro siglo, que fue transfigurado por la restauradora; ocurrió en Borja, Zaragoza. Es un lugar de pocos habitantes que vive del campo y de una fábrica de pasto artificial. Allí, el cuidador del santuario, el santero, escucha al restaurador decir:No hay vuelta atrás. La imagen del Cristo estaba arruinada. El santuario de la Misericordia, que en el año 1400 era una ermita, guardaba la imagen escondida de una Virgen, enterrada antes del avance de los moros, y esa Virgen también fue retocada y completamente desfigurada por los restauradores. No hay figura religiosa que pueda descansar en paz en el santuario de la Misericordia. Es una historia preciosa y verdadera, escrita por un periodista, que bien merecería hacer con ella su novela.
T : El psicoanálisis nace con las histéricas. Y Lacan esa muchos textos de mujeres a lo largo de su enseñanza. No sólo las místicas sino a Marguerite Duras, a la amante de Picasso, Victoria Ocampo, etcétera. ¿Qué pensás encuentra él en esos textos?
L : No es extraño que el doctor Lacan haya recurrido a las novelas escritas por mujeres para investigar asuntos complejos como el goce femenino. La literatura no es un manual, es lo particular, es el caso único. No hay dos como Lol V. Stein, hay algo que aprender de ella y su arrebato. Lol ve pasar a Michael Richardson con Anne-Marie Stretter, los sigue con la mirada a través de los jardines. Cuando deja de divisarlos, cae al suelo, desvanecida. Y permanece en su habitación, sin salir en absoluto, durante algunas semanas. Su postración, dicen, revela señales de sufrimiento. Lol no volverá a ser la misma. ¿Por qué? ¿Se trata de un sufrimiento sin motivo? La que verdaderamente sabe algo, si es que lo sabe, sobre el arrebato de Lol V. Stein, es su creadora: Marguerite Duras. Pero ella sólo escribe la historia y se la entrega al lector, no necesita extraer de esa historia un saber. En cambio al psicoanalista, sobre todo a un psicoanalista como Lacan, con estrecha relación al saber, le parece irresistible ir a buscarlo.
Después de todo él enseña que el saber está en el Otro. A todos nos atrapa la extraña locura de Lol, que comienza en la sala de baile del casino municipal, donde su prometido sucumbe al hechizo de otra mujer. La otra mujer, es un tema central en la histeria y estamos acostumbrados a trabajar clínicamente con sus efectos; los psicoanalistas estamos preparados para evitar que esos efectos sean devastadores y puedan incluso convertirse en una pregunta sobre el goce y no en un padecimiento subjetivo. Lol presenta una particularidad, su rara locura, su arrebato. ¿Por qué no interrogarla? Hay casos reales, fuera del papel impreso, que son más floridos que Lol. Pero Lol tiene la ventaja de estar escrita. Y Lacan la estudia. No es extraño. Lo que sí resulta extraño es que no haya hablado de Lolita, Nabokov no figura en los Escritos ni en los Seminarios. Quizá me equivoco. Ojalá. Hace poco volví a leer Lolita y pensé: ¿cómo puede ser que Lacan no haya hablado de esta novela? Cuántas conclusiones y cuántas preguntas hubiera podido obtener.
T : Cálculo y presentimiento suena a conjunción entre razón e intuición.
L : Cálculo y presentimiento es un binomio que bien podría haber sido intuición y razón. También es un buen título: Intuición y razón. Esa novela se trata de una niña que presiente, se llama Esmeralda. Entre otras cosas, presiente la muerte de su padre. Detrás de esa aparente intuición, Esmeralda razona, calcula con precisión, deduce a través de las cartas de su abuelo y de las conversaciones que escucha secretamente en el teléfono, y descubre, antes que su propia madre, la verdadera trama familiar. Descubre quién fue su padre, que muere en el primer capítulo. Esa muerte, a Esmeralda le parece sospechosa, demasiado repentina. Es testigo de lo que pasa y observa en silencio. La escena transcurre en un taller donde reparan muñecas de colección. La empleada de su padre se llama Margarita, es la rubia peligrosa con cara de ingenua. Antes de caer, su padre la mira como si quisiera alcanzarla, toma el café de un sorbo y le da un beso de amor. Esmeralda está escondida detrás de una vitrina, mira la escena: su padre termina el café y cae. En ese instante Margarita se seca la boca con el puño del delantal y se aleja, casi no camina, se pierde como una araña por un corredor oscuro. Y Esmeralda piensa: lo envenenó.
T : Como sea, ¿elementos de qué tradición literaria usás, y cómo hacés para eludir esa supuesta deformación profesional: ilustrar con las novelas algún caso clínico?
L : ¿Tradición literaria? Fui bastante metódica con la lectura, primero los clásicos. Mi madre se ocupó de guiarme. El colegio también tuvo influencia. A mí me gustaba leer novelas de amor y de aventuras, casi todas mis amigas leían libros de la colección Robin Hood. Yo los tenía que leer a escondidas, porque cuando mamá me encontró leyendo Mujercitas, me dijo: dejá eso. Como si fuera un pecado. Y me regaló un ejemplar de Anna Karenina.
Y así empecé. Primero lo primero: las novelas de amor del siglo XIX. Cuando agoté las de amor, empecé con las góticas: Frankenstein, de Mary Shelley; Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Aunque mí preferido siempre fue Poe. No por los sótanos, crímenes y telas de araña, me gusta su misterio, su modo de dar sorpresas y su lengua. Después llegó el boom latinoamericano, y ahí me quedé por largo tiempo. Fue buena suerte, que a la edad de la curiosidad estuvieran de moda esos autores: Juan Carlos Onetti, García Márquez. Mi preferido era Alejo Carpentier. Y también (José) Donoso. También admiro a Borges, tanto que me inhibe. O leo Borges o escribo. Pero es agradable esa disyuntiva.
T : El cerco… también se ambienta en escenas fantasmales, juegos de sombras, identidades mutantes, el amor, siempre contrariado... ¿qué marca de feminidad (o falta de eso) hay en tus textos?
L : No puedo hablar libremente de El cerco… ; todavía estoy demasiado ligada a ese libro. Salió hace poco y me cuesta dejarlo. Escribí otra novela en el camino, pero El cerco… es especial, se parece bastante a la novela inolvidable que soñaba escribir. Y no la puedo abandonar. Creo que cuando un autor habla de su novela es porque la dejó ir. Pero yo sigo todavía dando vueltas por el campo de flores, pensando en Catherine, si no fui demasiado lejos cuando la hice desaparecer siendo tan joven. Sigo en el hospicio de Buas, donde el módico privilegio de la internación es resolver el encierro a través de un espejismo. Sigo cerca de Alexandra y de Ivone, pienso en Marilú y en sus suicidios fallidos. ¿Qué será de ellos? ¿Qué pensará el lector? Ese libro lo presentaron Silvia Hopenhayn y Miguel Vitagliano. A Silvia se la entregué personalmente, a Miguel se la hice llegar a través de una mensajería. Y le escribí a su celular: Miguel, ya salieron para allá, no sé como llegarán, no son de acá, no conocen la Argentina, son un poco débiles, no sé cómo les puede ir en el viaje. Y al rato Miguel me contestó: llegaron bien, un poco mareados por la moto, pero están bien.
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