Lo primero que habría que decir en este comentario del útil y excelente libro de Ricardo Feierstein (Alberto Gerchunoff. El argentino más judío, el judío más argentino, Buenos Aires, Capital intelectual, 2013), aunque parezca obvio o redundante, es que Alberto Gerchunoff es un escritor argentino.
Profunda y auténticamente argentino, subrayaría. Y que sus textos se inscriben, por su vuelo descriptivo, por la elaboración y vigencia de sus personajes, por su síntesis poética y por su lenguaje, en la mejor línea realista de la tradición literaria de nuestra literatura.
Por eso, se ha leído hasta hoy el libro fundamental de Gerchunoff, Los gauchos judíos, como toda narración realista, cual un texto (en verdad, más bien veintiséis textos o, como modernamente podrían llamarse, microrrelatos) que reflejaba lo cierto de la inmigración judía en la Argentina, sus problemas, sus logros, el proceso de integración (creo yo que exitoso a pesar de las dificultades y de las oposiciones) de judíos europeos, asiáticos y africanos en la vida y la sociedad argentinas.
En la bíblica tierra prometida que el autor y sus padres traían ya en su cabeza desde la expulsora Rusia zarista. Se lo ha leído, así, más bien como un libro sociológico, quizás antropológico, histórico, filosófico y hasta político, pero poco, a mi parecer, como un material predominantemente literario, en el que, como tal, hay bastante más de creación y de invención que lo que se piensa, más de fantasía y de invención y de mitificación que de representación de la llamada realidad. Basta empezar, me parece, por el título mismo y por el término primero de esa dupla casi en oxímoron (la figura de la paradoja aparente) que asienta. ¿Qué univocidad, qué realidad tiene ese “gaucho” así enunciado en un título? ¿Qué realidad fuera de la literaria?
Vasto emblema que recorre la literatura argentina desde las afirmaciones perentorias e incontestables de su omnipresencia hasta la boutade de Macedonio Fernández según la cual el personaje, el gaucho, no sería más que “un invento de los poetas para entretener a los caballos de las estancias”. Por otra parte, la historia del país se ha encargado de desdibujar la figura: si bien es cierto que la palabra gaucho consta en dos comunicados del Libertador José de San Martín cuando se refiere a las fuerzas bajo su mando, también lo es que la Gaceta oficial la tradujo por “patriotas campesinos”, atestiguando desde los inicios de la vida nacional independiente la resistencia de las élites gobernantes para admitir un vocablo de connotaciones bárbaras, o quizás la prevención ante las acechanzas de la rebeldía. Es plausible pensar que, antes de promediar el siglo, y a juzgar por el tratamiento que la oligarquía daba a la peonada, entre unitarios y federales se lanzaran el término como crítica metafórica, bastante suave de todos modos a tenor de otras caricias de la época. El hecho es que, a mediados de los ’80 del siglo XIX, Vicente Fidel López en su Historia de la República Argentina adujo que el gaucho “no existe ya: es hoy para nosotros una Leyenda de ahora setenta años”.
Con tales antecedentes, no es raro que las letras se hayan sentido más libres para describirlo. Más libres para inventar y más contradictorias. El resero que, para Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes (1926), es honestísimo, dócil, hábil y trabajador, sin abandonar esos méritos, recorta en El inglés de los güesos, de Benito Lynch (1924) otras características, como las de ser primitivo, taimado o vulgar, y si en Los gauchos judíos, de Alberto Gerchunoff (1910), por explicables y explicadas tendencias del autor a la integración, reviste nobleza y valentía, generosidad y hospitalidad, en los cuentos de Fray Mocho, de tiempo antes, el campesino, mudado al Litoral, adonde su innato nomadismo lo ha llevado, puede transformarse en gente de avería, cuatrero y contrabandista (sea dicho no tan de paso, como el que mató al padre del pequeño Gerchunoff recién llegado a la colonia de Moses Ville).
Y hasta el mismo Gerchunoff, en texto de los años ‘20, que cita oportunamente Feierstein, escribe: “Cuando los nacionalistas hablan del gaucho y del indio se deslizan por las superficies imprecisas de la poesía. Se valen de las dos individualidades desaparecidas en el tumulto del progreso argentino como ornamento retórico”
La vida, pues, parece haber ido confundiéndose con la literatura, tanto como para que ciertos personajes reales se hicieran literarios, y ciertos literarios adornaran la realidad de sobremesas, fiestas, carnavales, reuniones en clubes y círculos criollos. Puede suponerse, empero, que de los primeros poetas criollos, de Juan Moreira, de muchas y definitivas páginas delMartín Fierro, y de personajes ya algo caricaturizados, como Hormiga Negra, o varias veces recompuestos como Santos Vega, surgía una clase de hombres perseguidos, manoseados por la autoridad, golpeados por la injusticia o por la adversidad, y a quienes esas situaciones llevaron a la rebeldía, a la deserción de los ejércitos o al enfrentamiento de las instituciones y de sus postulados más elementales. Hombres en quienes las huellas del pasado, vividas como estigmas, mantenían frescas y aún permeables las pieles a las afirmaciones de Ezequiel Martínez Estrada, quien, definiendo al hijo de la Conquista en nuestras tierras, escribió: “El padre pertenecía a los invasores, se iría; la madre a los vencidos, moriría; pero él era el pueblo que iba a quedar”.
Esta falta de una definición unívoca, algo más racional, científica, no hace más que demostrar la preeminencia de lo literario, de lo mítico, en la conformación de la conciencia nacional de un pueblo. ¿De cuál de todos estos gauchos nos habla Gerchunoff? ¿De esa conformación caleidoscópica a la cual ayudó, también y mucho, el mismo Alberto Gerchunoff? Explica muy bien Ricardo Feierstein esa paradoja que viene desde el título. Que para él es una paradoja doble, porque no solo opone dos términos aparentemente excluyentes sino que se agudiza en su interior, ya que el aporte judío viene en aras de una agricultura estable y sedentaria, y el gaucho, si algo representa en la simbología popular, es la andanza, el nomadismo, el traslado permanente, la no atadura al solar pequeño del cultivo sino al inmenso de la pampa y de la hacienda. Y también traza bien el arco que va en las ideas del autor desde la inicial de integración, sostenida a lo largo de las primeras décadas del siglo pasado, a la idea de una defensa más amurallada ante el antisemitismo creciente con el fascismo y el nazismo, hasta la adhesión a la solución sionista del problema judío y el establecimiento del Estado de Israel, “donde su actuación personal y literaria modificó, completó y hasta en algún aspecto negó ese libro inicial”.
También este libro, no menos literario, de Ricardo Feierstein, y me parece importante destacarlo, subraya los aportes de los judíos a la agricultura, a la vida nacional y, en el campo de entonces, señala algo muy interesante sobre el carácter de los pobladores y los trabajadores, la idea que campea en la obra de Gerchunoff de la soledad del hombre de campo argentino contrapuesta a la del comunitarismo judío.
Por otra parte, con las diferencias que hay en cada vida y, claro, con la profunda creencia de que las vidas no son comparables (cada una es propia de la Creación, diría algunos de los innumerables personajes de Gerchunoff), la colorida descripción de la vida de Alberto Gerchunoff en este libro me trajo de manera espontánea y reveladora el ingreso de otro escritor memorable en nuestra vida social y literaria, de otro grandísimo en literatura, Roberto Arlt, sus inicios en la vida activa y en los trabajos manuales, su pasión por saber, su absorción de los saberes populares, la cultura del pobre, del inmigrante, en estas tierras: “De noche, estudia (escribe Ricardo Feierstein sobre Gerchunoff). Un amigo le enseña gramática, historia, ciencias. Un compañero de trabajo le presta una vieja edición del Quijote y, junto al perfeccionamiento del idioma, crecen sus ansias culturales. Sueña hacer metódicos sus estudios, dar examen en el Colegio Nacional, acceder a un posible doctorado. ¿Por qué no? Es rápido para aprender, le encanta la lectura, tiene inquietudes, audacia, facilidad de palabra, coraje”. Y en una feliz síntesis de su pensamiento sobre el biografiado, afirma: “A la figura del gaucho, respondió con la del gaucho judío. Al arquetipo de la herencia hispánica, con la lengua del Siglo de Oro español, el legado de las raíces judías sefaradíes y las novelas cervantinas, tronco de toda la cultura española. Y se forjó, además, como un maestro del idioma hablado en la Argentina, incluso por encima de los filólogos nativos más eminentes” (p. 51).
También, como se ve, Feierstein acude a sus dotes de creador y de inventor para armar esta biografía que, como todas, tiene mucho de investigación, de cuidado documental, y algo de ficticia. Y que, sobre todo, hace de la figura de Gerchunoff que ha quedado para la historia y las escuelas una vida y un pensamiento mucho más complejos que aquélla, con sus idas y venidas ideológicas y políticas, con sus contradicciones, como si para siempre el escritor hubiera estado repitiendo en sus acciones y en su pensamiento lo paradójico del título que lo llevó a la fama.
Mario Goloboff
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