En Proust, el escritor irlandés Samuel Beckett arma en 1931 un ensayo corto, compacto que es una pieza maestra de ironía y serenidad alcanzada después de mucho pensar y descartar cualquier forma de identificación con su objeto de estudio, que nunca es Proust sino el texto de Proust.
En este libro, reeditado porTusquets, Beckett aparece no sólo como un políglota sino como un joven con una lucidez algo extraviada que le permitía leer "En busca del tiempo perdido" no como una celebración autobiográfica de su colega francés sino como un camino que tuvo que recorrer para acertar a dar con una voz propia.
Y como una manera de que ese polizón de las letras europeas despuntara su visión de las cosas después de cambiar de idioma, tomar distancia de su país, su familia y amigos de juventud.
La inteligencia de Beckett nunca pierde de vista que no se trata de él sino de ese escritor al que André Gide devolvió un manuscrito que probablemente jamás haya leído.
Beckett nace en Dublin en 1906 y muere en París en 1989; estudia en la Portora Royal School y el Trinity, y posteriormente es profesor de la Ecole Normale Supériore de París. En esta ciudad participa en la resistencia francesa durante la segunda guerra mundial y en 1945 se instala definitivamente en ese país.
Premio Nobel de Literatura en 1969, Beckett es autor de obras de teatro comoEsperando a Godot, Fin de partida y Eleutheria. Y de una trilogía de novelas excelentes: Molloy, El innombrable y Malone muere.
Este texto, escrito porque sí, por amor a Proust, lo redactó de un tirón y es posterior a su primer viaje a París (cuando conoció a James Joyce) y su vuelta a Irlanda, para dar clases en el Trinity College. Jamás pudo hacerlo. Jamás soportó las camarillas. Explotó y terminó en el diván de Wilfred Bion.
Luego de dos años, dijo adiós al psicoanálisis, se dedicó a viajar, a las mujeres y al alcohol. Se cansó. Se quedó en Francia. Sabía dos cosas: tenía que cambiar de idioma y escribir.
Había escrito Proust y una serie de poemas. De Proust supo detectar la tensión entre la memoria voluntaria e involuntaria, entre la el aburrimiento, el tedio, la costumbre y la impostura. Y cómo la interrupción de esa serie es causa de una epifanía o sorpresa, el acontecimiento que años después teorizará el filósofo de ultraizquierda Alain Badiou.
De Proust, Beckett aprendió que la soledad no es una cárcel sino una condición, y que mejor escuchar ese silencio porque es atronador cuando el ruido se convierte en obsesión y contra la obsesión no hay narcótico o anestesia que valga. En la cárcel de paredes abiertas, dirá el irlandés, lo único que consuela es esperar a Godot.
Porque "puede que la costumbre no esté muerta (o, lo que es lo mismo, condenada a morir), sino dormida. Esta experiencia, más efímera, puede estar o no exenta de dolor. No inaugura un período de transición", apunta.
"Pero la primera y más importante de estas formas es inseparable del dolor y de la angustia, del dolor del moribundo y de la angustia celosa del excluido -prosigue-. El viejo ego es difícil de matar. Estando como estaba al servicio del tedio, hacía también las veces de un agente de seguridad".
En Proust, Beckett intuye la función de la mediocridad, el despecho y la envidia como válvulas de seguridad contra lo ignoto, lo desconocido, lo infinito, lo que no se sabe, lo que jamás podrá saberse. Para enfrentar a esas hidras ni la risa ni el resentimiento. Acaso la indiferencia que permita salir en busca del tiempo perdido.
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