El próximo 9 de julio se cumplen 29 años de un asesinato que conmocionó a los argentinos. La pareja entre la maestra de inglés Aurelia Catalina “Oriel” Briant y el docente de lengua Federico Antonio Pippo no terminó bien: al poco tiempo de la separación, la mujer apareció asesinada brutalmente en 1984. Las ineficiencias policiales en la investigación y el encubrimiento al acusado generaron que el crimen quedara impune.
Las secuelas de este paradigmático caso tuvieron sus repercusiones en la ciudad de las diagonales. Los hijos del matrimonio debieron seguir sus vidas con la historia de sus padres a cuestas. Dos de ellos, Julián y Christopher, estuvieron detenidos en septiembre de 2009 acusados de haber robado dinero y alimentos en un supermercado chino de City Bell.
En los últimos años la violencia de género se transformó en un tema central en la sociedad nacional, que hasta entonces estaba invisibilizado. A pesar de que la Argentina ha avanzado en materia legislativa con la sanción de la Ley 26485, que es la norma de Protección Integral para Prevenir, Sancionar, y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales, la situación no ha disminuido. El Caso Oriel Briant fue sinónimo de este problema.
Violencia de género: un antecedente en la pareja
Los niños dormían cuando Federico Antonio Pippo llegó a la casa de City Bell a altas horas de la noche. Caminó sigilosamente hasta su habitación y despertó a Aurelia Catalina “Oriel” Briant, su mujer, que dormía plácidamente en la cama de dos plazas. La sujetó del brazo y la llevó violentamente afuera.
-Vení, tenemos que hablar. –le dijo el hombre con los ojos más abiertos de lo común.
-¿Ahora? ¿No ves que estoy durmiendo?
-¡Callate! Vamos a caminar para allá, no quiero que los nenes se levanten.
Vestida con un pijama largo, no alcanzó a calzarse. Mientras caminaba al lado de su esposo, frotaba sus ojos y tiritaba de frío. Las primeras gotas de una tormenta que amenazaba hace horas comenzaron a caer.
-Me estás engañando. –acusó él.
-¿Qué decís Federico? Dejate de joder, hace frío.
-No me tomes de pelotudo.
-¿Te volviste loco?
-No sé con quién, pero ya me voy a enterar…
Le mostró un cuchillo y la amenazó. Briant, acostumbrada al sometimiento, se quedó en silencio, asustada. Pippo era severo con ella, quería preservarla como un objeto: su hermosura captaba la atención de cualquiera. Tenía cabello ondulado y rubio, ojos celestes como el cielo y una sonrisa perfecta. La exigía a usar vestidos amplios, nada de jeans o pantalones ajustados. Debía ser fina en todas sus actividades, hasta le exigía fumar con boquillas doradas.
Crisis de pareja
Ese 7 de julio de 1983 no fue una pelea más. Cuando amaneció, Briant había analizado la situación vivida con su esposo y no estaba dispuesta a aceptar ningún atropello más. Tomó algunas de sus cosas y se fue con sus cuatro hijos a vivir a lo de su madre, en el centro platense, sobre la Avenida 7. El matrimonio había llegado a su ápice.
La historia de la pareja había surgido en un boliche conocido como Federico V. Allí, Pippo, de 29 años, sedujo a una bella mujer que estaba estudiando el Profesorado de Inglés. La joven de 22 años era “Oriel” Briant, una rubia anglosajona, que quedó flechada por las condiciones físicas y el humor de un muchacho culto.
La diferencia de clase social no impidió para que la pareja se formalice: ella pertenecía a una familia de dinero, y él era un humilde estudiante de Filosofía y Letras, lo único que poseía era un gran poderío de cultura literaria, nada más que eso. Al poco tiempo se recibieron y a los dos años se casaron.
En 1971 comenzaron a convivir: alquilaron un pequeño departamento en el centro de La Plata. Él comenzó a trabajar en el profesorado "Roque Saenz Peña" de la Capital Federal, en dos colegios platenses y dando cátedra en la Escuela de Policía Bonaerense Juan Vucetich; ella agarró una cátedra de Lengua Inglesa en la Facultad de Humanidades de La Plata. No estuvieron mucho tiempo allí; gracias a un aporte familiar y al ahorro que le propiciaron los nuevos ingresos, compraron un chalet en City Bell, en la calle Cantilo entre 22 y 23.
La pareja no sufrió sobresaltos en los primeros años; la familia se agrandó con el nacimiento de cuatro hijos: Martina Magalí, Tomás Augusto, Julián Lautaro y Christopher Beltrán. Pero la relación comenzó a deteriorarse debido a los celos del esposo y sus ausencias reiteradas.
Ya era habitual que Pippo se quedase a dormir en Capital Federal; había entablado una estrecha relación de amistad con un alumno, un discípulo para él, con quien compartía muchos gustos, se llamaba Carlos Davis, alias "Charlie". El matrimonio estaba tan debilitado, que Pippo se fue un mes de viaje a Europa y Egipto con Davis, en 1982. Con este panorama, Briant comenzaba a verse con un vidriero, vecino de City Bell: Alberto José Mensi.
Tras la pelea del 7 de julio de 1983, en la que él la amenazó con un chuchillo luego de estar ausente unos días, la pareja terminó de quebrarse. El divorcio fue conflictivo, él no lo aceptaba y buscaba a su ex mujer.
Desaparición y hallazgo: ¿torpeza policial o acción deliberada?
Después de un tiempo, Briant hizo pública su relación con el vidriero. El 9 de julio de 1984, Oriel pasó todo el día con Cristopher (su hijo menor) y su pareja. Éste se retiró a la noche y habló con ella por última vez por teléfono, cerca de las 22:00 horas.
Esa misma noche, cerca de las 23.30 horas, tocaron timbre en la casa de su madre. Atendió Oriel, era alguien que conocía, por lo que accedió a abrir. El cielo estaba nublado y los truenos retumbaban cada vez más seguidos. Las primeras gotas comenzaron a caer cuando la mujer abrió la puerta.
Una situación similar a la vivida un año atrás: Briant, luego de atender la puerta, fue secuestrada. La sacaron de su casa en camisón y un par de medias de color celeste que pasaban por sobre sus rodillas.
Cuatro días después de la desaparición, encontraron a Briant sin vida: el cadáver apareció en las adyacencias del Parque Pereyra Iraola, en una pequeña arboleda al costado de la ruta 2, a la altura del kilómetro 75 de Etcheverry.
El cuerpo sólo se encontraba con las medias celestes que llevaba en el momento de su desaparición. Presentaba 23 puñaladas, la mayoría de ellas en la zona genital (incluso algunos provocados cuando ya había fallecido) y dos tiros de arma de fuego, uno en el glúteo derecho y el otro en la cara.
Las heridas reflejaban la saña a la hora de matar, tenía todas las características de un crimen pasional. La cuota de violencia, el tipo y la zona de las heridas, eran sinónimo de venganza.
La negligencia policial destruyó la escena del crimen: el sitio había sido pisoteado y las pruebas manipuladas incorrectamente. Cuando Bruno Casteller, el fiscal que llevó la causa a juicio, se hizo cargo dos semanas después de la investigación, las constancias probatorias no tenían utilidad judicial.
¿Había sido torpeza por parte de los efectivos o era un acto deliberado? En el derecho penal, cuando un proceso queda nulo debido a un incompetente tratamiento de las pruebas, se configura la llamada “teoría de los frutos del árbol envenenado”. Si el procedimiento está viciado, las pruebas que se obtengan no sirven.
El primer manotazo para esclarecer el crimen fue detener a Alberto José Mensi, el vidriero y vecino con quien Briant mantenía una relación hacía meses. Pero al poco tiempo quedó en libertad por falta de méritos, no existía nada que lo comprometiera.
La repercusión mediática fue muy grande y comenzaron a aflorar todo tipo de hipótesis fantasiosas, tales como que había sido víctima de una secta de homosexuales o que fue raptada por un grupo de pornógrafos.
Pruebas comprometedoras y viraje en la investigación
El siguiente indicio apuntaba al seno familiar. El 25 de agosto de 1984, el juez que siguió el caso fue Julio Desiderio Burlando, padre del mediático abogado penalista Fernando Burlando, allanó un stud en el Barrio Pin de Lobos. En dicho lugar vivía Néstor Romano, quien tenía un taller de plomería. Un geólogo de la Policía tomó muestras de tierra, pasto y polvo de hierro del lugar: las partículas eran idénticas a las halladas adheridas a las medias celestes de Oriel.
Los investigadores interrogaron a Romano, quien confesó que la noche del crimen vio a Federico Pippo, junto a su hermano Esteban Ramón y a su madre Angélica Rosa Romano de Pippo. El hombre, con temor a quedar pegado en algo que no tenía que ver, delató a sus primos y a su tía: “Ellos trajeron a una mujer rubia, la tenían atada y drogada”.
“El Clan Pippo”, como se apodó al trío, estuvo preso un poco más de un año en el Penal de Olmos, bajo el cargo de secuestro seguido de muerte. Otra prueba que comprometió al ex esposo de la víctima: Carlos Davis, amigo intimo de Pippo, aseguró en su declaración: “Federico me dijo que estaba decidido a eliminar a Oriel. Fue hace dos meses, una tarde que caminábamos por avenida Santa Fe. Estaba el juicio de divorcio de por medio y el tema de la tenencia de
los chicos. Y él no lo soportaba. No era la primera vez que me hablaba del tema, pero esa tarde me aseguró que ya le había pagado la mitad de una suma de dinero a cierta gente para que se encargara de ella”.
Del día a la noche, el viento sopló hacia un mismo lugar: las cosas comenzaron a cambiar.
Por un lado la defensa de los acusados apeló. Romano, el primo, volvió a declarar y dijo que había “fabulado”, presionado por la Policía, sobre la presencia de sus familiares aquella noche en el stud. Por el otro, el comisario que redactó las actuaciones en la ruta 2 se olvidó de anotar (entre otras cosas) lo más importante: la mujer vestía unas medias celestes, donde aparecieron las principales pruebas de cargo: la tierra, el pasto y el polvo de hierro, compatibles con las halladas en Lobos. Y si no figuraban en el expediente, esas pruebas eran nulas.
Ante la falta de pruebas, los fiscales no pudieron acusar a los detenidos: tras un año en prisión, todos fueron liberados y se les dictó el sobreseimiento definitivo. La familia Pippo y la familia Briant nunca más hablaron del caso, a pesar de la intriga de los periodistas y el pueblo. Nunca hubo flores en la tumba de la mujer, y tampoco se pagaron los impuestos por la sepultura en el cementerio de La Plata, por lo que en el año 1991, sus restos fueron llevados a una fosa común.
El 5 de junio de 2009, a pocos días de cumplirse 25 años del resonante crimen, Pippo, el ex profesor en la escuela de policías Juan Vucetich, murió en su casa de City Bell, a los 68 años: protagonista central de un caso que quedó sepultado bajo un manto de impunidad.
Fuente agencia NOva
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