Sin cacerías ni batallas, la épica de Arturo Pérez-Reverte reaparece en El tango de la Guardia Vieja, una historia en la que el tango irrumpe de varias maneras, desde las referencias literales y la elección de una estructura que reproduce la métrica del género hasta la circulación de personajes y una trama que parece extraída de la imaginería arrabalera.
El disparador de la historia tuvo lugar hace casi 30 años, pero el escritor decidió someterla a una lenta maceración que tal vez no haya sido fortuita: para una novela que da cuenta de las transformaciones que produce el paso del tiempo, la experiencia autorreferencial del envejecimiento le ha permitido visibilizar en una dimensión precisa aquello que ahora testimonia bajo la mirada indulgente de la ficción.
Azarosa en cambio resulta la historia de Max Costa y Mecha Inzunza —él bailarín y cazador de fortunas ajenas, ella hermosa y sin contratiempos económicos—, que se vuelven a reencontrar en tres momentos distintos de sus vidas y reproducen la lógica de aproximación y distanciamiento que dibujan lascivamente los bailarines de tango sobre la pista.
"Hay secuelas que sólo la vida te puede mostrar. A los 45 años yo todavía no era capaz de ver algunos estragos que produce el tiempo. Mi perspectiva ha cambiado ahora que por delante veo más pasado que futuro y que la gente que conocía desde hace mucho empieza a desaparecer", desliza afable Pérez-Reverte en una entrevista con Télam que tiene escenario una señorial sala del hotel Alvear.
"En este caso, quería saber cómo impactan estos estragos naturales de la vida sobre dos personas que se han amado mucho. Contar cómo se miran cuando ya hay arrugas y la belleza ha desaparecido, cuando quedan más nostalgia que futuro y más incertidumbres que certezas", explica.
El tango de la Guardia Vieja, la obra editada por Alfaguara que Pérez-Reverte presentará por estos días en la Feria del Libro, plantea un diálogo entre épocas —la Buenos Aires de 1928, la Niza contigua a la guerra civil española y la Sorrento de 1966— y una tensión entre planos distintos que vinculan el sexo frenético, el ajedrez, el baile, el espionaje y el juego, entre otros ítems.
"El tango genera una falsa perspectiva: parece que es el hombre quien está fijando el ritmo pero en realidad es la mujer que está tejiendo alrededor de él una telaraña. Ese elemento, sumado al hecho de que el tango es el único acto sexual que se puede realizar en público, me resultó muy interesante para utilizar como nudo básico de esta historia", indica.
Aunque es la primera vez que aborda en plano central esta temática, El tango de la Guardia Vieja no es una historia de amor en términos estrictos: Pérez-Reverte hace foco en este sentimiento con la pretensión de marcar sus exigencias y sus imposibilidades antes que exaltar su voluntad transformadora.
No son Max y Mecha quienes eligen reencontrarse sino el azar que los reúne en tres oportunidades, todas ellas atravesadas por un fervor que perdería consistencia en una dimensión cotidiana, allí donde el deseo se funde con los contratiempos.
"Hablo del amor como estrago y como pérdida. Y creo que más que de amor, es una historia mutua de adicción física y estética —analiza—. Lo que se produce entre ellos es un intento de tener al otro como trofeo de vida. De hecho, la palabra trofeo tiene mucho más que ver con esta novela que la palabra amor", sostiene.
"Cuando envejeces, la idea de trofeo termina siendo muy consoladora, el haber tenido cuando ya no tienes, cuando la vida va acabando, cuando se va cerrando el abanico y ya quedan muy pocas varillas abiertas", dijo.
"Es la manera de decir «tuve, fui apuesto, fui inteligente». El recuerdo de ese amor prevalece como huella, como justificación de una vida es muy importante", acota.
"Es terrible llegar al final del vigor, de la potencia y de la pasión, en fin, de todo, si no tienes un pasado que te consuele y que te haga sentir que mereció la pena vivir —precisa Pérez-Reverte—. Como en la novela de Kipling, El hombre que no pudo reinar, aquí se trata de explicar que ese hombre que está por morir, tuvo una buena vida".
A fin de cuentas, el autor de La tabla de Flandes ha elegido distanciarse de las gestas heroicas pero no se ha apartado ni un milímetro de su desencanto para leer el mundo, en este caso al rescate de una época perdida que se resume en la impronta nostálgica del tango y reproduce con precisión quirúrgica las modas y costumbres de las tres secuencias temporales del relato.
"La historia entre Max y Mecha se hubiera degradado en un año si los personajes hubieran permanecido juntos sin las interrupciones que plantea el libro, pero justamente ese distanciamiento reiterado, esa idealización en la memoria del otro y ese acento en la parte buena de la relación -que como todas también tuvo aspectos malos- fue decisiva para su permanencia", apunta.
"De otra manera, hubiera sobrevenido el despojo que la convivencia impone a una pareja cuando pasa el arrebato y sus integrantes se ven enfrentados a los pequeños acontecimientos diarios, ahí cuando la pasión es sustituida por otras cosas: amistad, respeto, ternura, afecto, hijos... factores que no sustituyen esa carnalidad, esa tibieza y ese impulso vital que provoca al principio la proximidad del otro", señala el escritor
Paralela a la construcción de una suerte de "museo literario" que condensa el fruto de un arduo trabajo documental que incluye el estudio de los escenarios de época y las entrevistas con historiadores, esta novela se entronca con las obras anteriores del autor en su intento de restablecer una épica de valores.
"Que palabras como honradez, decencia o caballerosidad hayan desaparecido del hablar cotidiano me produce enojo. Por eso en mis novelas, aunque transcurren en mundos confusos y en medios infames, procuro que mis personajes, aun héroes cansados, mantengan algunas de las virtudes que todavía uno admira en el ser humano, las que consuelan", destaca Pérez-Reverte.
"He pasado mucho tiempo en países en guerra y vi mucha basura, mucha maldad. Por eso tengo muy mal concepto del ser humano, pero cuando veo que en el hombre aparecen destellos de decencia o incluso de consecuencia —cuando alguien dice «soy vil y lo asumo»— me produce admiración. Es difícil ser consecuente cuando hasta la sociedad te pide que mientas para adaptarte a ella", explica.
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