"Todo empezó con San Pedro", escribe John Julius Norwich, el historiador británico, autor de "Absolute monarchs. A story of the papacy", a quien Jesucristo dijo en Cesárea de Filipo: "Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". En estas breves palabras del Evangelio de San Mateo –escritas en latín en la base de la cúpula de la basílica de San Pedro- se apoya toda la estructura de la Iglesia Católica.
"Sí, como sugieren varios especialistas, la frase es una interpolación posterior, entonces la Iglesia no descansa sobre una roca sino que se apoya en unos cimientos muy endebles; pero aunque hubieran sido pronunciadas de verdad, ¿qué quieren decir exactamente?", se pregunta Norwich. "Estaba previsto que, después de crear la Iglesia, a Pedro le siguiera un número infinito de sucesores ¿Y con qué título? Desde luego, no el de Obispo de Roma, una ciudad de la que Jesús no habló jamás. Para él, Jerusalén era mucho más importante", apunta el historiador.
La Biblia, afirma Norwich, "no nos cuenta nada de Pedro, solo se sabe que él y San Pablo habían sufrido martirio en Roma. Cuando alrededor del año 320, el emperador Constantino El Grande decidió construir una basílica dedicada a San Pedro en la colina vaticana, tenía el empeño de colocarla en un lugar exacto, y eso le creó unas dificultades increíbles".
La iglesia que acabó construyendo estaba al revés de como se suponía, con el Este litúrgico orientado hacia el Oeste. Esta decisión solo podía tener un motivo: "Constantino construyó la iglesia en el punto donde creía que reposaba el cuerpo de San Pedro", arriesga el autor.
Según Norwich, durante los dos primeros siglos, por lo menos, no existieron papas tal como los conocemos hoy; la idea se desarrolló poco a poco y de manera natural. Fue Gregorio Magno, a finales del siglo VI, quien formuló las características del cargo y lo dotó de una sólida base económica pero, por desgracia, sigue habiendo documentación insuficiente al menos durante otros 400 años más. Hay que esperar al segundo milenio para que el horizonte se despeje y se cuente con datos firmes con los que trabajar.
El historiador británico llega a una conclusión bastante alarmante: que los papas, en su inmensa mayoría, no estuvieron a la altura de la tarea que tenían que desempeñar. Algunos fueron virtuosos, píos, incluso santos; otros, iban a sacar el mayor provecho posible (“Dios nos ha dado el papado”, escribió Leon X a su hermano, “así que disfrutémoslo”). Pero pocos tuvieron la fuerza, el carisma y las cualidades de líder que exigía el puesto.
“En el último medio siglo, tal vez Juan XXIII, si hubiera vivido un poco más, y quizá Juan Pablo II, si hubiera muerto un poco antes, podrían ser recordados como grandes papas; yo tenía grandes esperanzas depositadas en Juan Pablo I pero murió –muchos pensamos que asesinado- cuando no llevaba más que un mes en el trono. Según me han dicho, parece que al nuevo papa le van a pedir que firme un compromiso de que va a continuar hasta su muerte. Confío en que sea verdad”, se despachó Norwich.
Antes de esconderse del mundo, Benedicto XVI dejó dicho que el informe sobre los escándalos del Vaticano, conocido como el "Vatileaks" y que encargó a tres prelados octogenarios, solo podría ser conocido por su sucesor. Por su parte los cardenales que integrarían el cónclave protestaron, expresaron su inquietud. El primero en expresar sin rodeos la preocupación creciente ha sido el cardenal Raymundo Damasceno, arzobispo de Aparecida y Presidente de la Conferencia Episcopal de Brasil: “¿Por qué los cardenales que somos los consejeros más próximos al papa no podemos tener acceso a esos documentos?”.
También un cardenal de 80 años, y por lo tanto sin derecho a voto, confió a la agencia Reuters que era indispensable conocer la verdad de la Santa Sede antes de encerrarse en la Capilla Sixtina. Según la prensa italiana, el informe sobre el caso "Vatileaks" fue determinante en la renuncia de Joseph Ratzinger y refleja las luchas por el poder y el dinero que libran algunos miembros de la Curia.
El cardenal que, bajo anonimato, informó a Reuters insiste en esa teoría. No hay que olvidar que desde hace más de un año, el Vaticano viene siendo golpeado por un escándalo tras otro. La difusión de la correspondencia secreta de Ratzinger -aquellas cartas en las que se hablaba de conspiraciones para matar al Papa, de sucios juegos de poder entre altos cargos de la Curia y hasta de conductas contrarias al sexto mandamiento- provocó la detención y el encarcelamiento del fiel Paolo, el mayordomo del papa finalmente juzgado y condenado. Aunque el otrora fiel Paoletto fue declarado el único culpable oficial, Ratzinger encargó a tres cardenales de su confianza –Jozef Tomko, Salvatore De Giorgi y Julián Herranza-, que elaboraran un informe secreto con toda la verdad sobre el asunto.
A quienes les interese la infamia de los papas está este pequeño ensayo del teólogo Juan G. Bedoya publicado en "El País" que comienza diciendo: "Entre los muchos papas infames de la historia no es el peor Esteban VI, pero sí el más espantoso". Poco después de su ascensión al pontificado, en la primavera de 896, ordenó desenterrar el cadáver de su predecesor, el papa Formoso, que llevaba nueve meses bajo tierra; se ocupó de que lo ataviasen con las más vistosas vestiduras imperiales; habilitó un pequeño trono para resaltar la vistosidad del momento e inmediatamente reunió en torno un concilio de prelados para someter a juicio al cadavérico papa. El acontecimiento se cuenta en diferentes historias de la Iglesia romana como el "Concilio cadavérico" o el "Sínodo del cadáver".
¿Qué ofensa había infligido Formoso a su fiero sucesor? Nada menos que aceptar ser papa cuando fue elegido para ello. Esteban VI se creía perjudicado, además, porque Formoso lo había nombrado obispo de una diócesis alejada de Roma, lo que lo excluía de la siguiente elección según las normas de entonces. Cuando, pese a todo, fue elegido papa, Esteban VI buscó la manera de acallar las críticas y su posible inhabilitación. Para lo cual debía anular los nombramientos de su predecesor.
El juicio a Formoso (al cadáver de Formoso) podía presentarse, por tanto, como una cuestión de procedimiento, pero el odio histérico del sucesor despejó dudas cuando los presentes fueron informados sobre la ceremonia a la que iban a asistir. Una diácono de confianza del papa Esteban debía situarse junto al cadáver en descomposición como su representante legal, para responder a las acusaciones.
Y cuando Formoso fue declarado culpable, se amputaron a su cadáver los tres dedos de la mano derecha utilizados para firmar y regalar bendiciones. El resto del cuerpo, desnudado con esmero sobre el trono ante los asistentes –solo se le dejó el cilicio que tenía pegado al cuerpo- fue arrojado al Tíber.
Esteban VI acabó de muy mala manera después de que un incendio (ocasionado por un rayo de “orden Divino) destruyó aquel mismo año la basílica de Letrán. Fue una señal que enardeció a los sacerdotes ordenados por Formoso para rebelarse. El papa acabó encarcelado y estrangulado. Uno de sus sucesores, Teodoro II, de brevísimo pontificado –veinte días-, alcanzó a rehabilitar a Formoso, recuperando su cuerpo del río romano y oficiando un nuevo y solemne entierro. Formoso tiene su tumba en la basílica de San Pedro.
Este episodio ha sido considerado como uno de los puntos más bajos del papado. Ha habido otros pero menos extravagantes. Adriano III estuvo un año en el cargo y apenas tuvo tiempo para reinar porque no paró de defenderse de facciones y de ajustar cuentas cuando podía. Así, mando a cegar a un funcionario público hostil y azotó desnuda por las calles de Roma a la viuda del ya citado Gregorio, sin que los historiadores alcancen a entender los motivos (o porque sí, sencillamente).
La “papolatría” al uso dice que el pontífice romano es Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro. Siervo de los siervos de Dios, Santo Padre y Sumo Pontífice, todo en mayúscula. También es a los efectos de la política internacional, Jefe de Estado de la llamada Santa Sede. Además recibe tratamiento de Su Santidad. El inquisidor Roberto Belarmino (1542-1621), el primer cardenal jesuita y verdugo de Giordano Bruno y Galileo, en su famoso catecismo, en vigor hasta principios del siglo pasado, contestaba a la pregunta sobre quién es cristiano de este modo tan curial y actual: “Es cristiano el que obedece al papa”.
El papado ha perdido poder terrenal, pero el Vaticano tiene rango de Estado. El enorme poderío arranca de la decisión del emperador Constantino de convertir al cristianismo en religión oficial del Imperio Romano. Jesús, el fundador cristiano, entró en Jerusalén a lomo de burro. Los papas viajan coronados con la tiara pontificia y se visten como los emprendedores romanos, para impresionar. Así fue como nació y se consolidó, con poder y riquezas, el llamado “Imperio católico”.
Pese a intrigas internas sin cuento, muchas veces resueltas criminalmente, no ha habido un solo aspecto de la vida en que la Iglesia no se creyese con derecho a dar su dictamen e imponerlo. Monarcas autocráticos, los papas practicaron durante siglos la doctrina de Gregorio VII en el texto "Dictatus Papae", de 1075: solo el romano pontífice puede usar insignes imperiales, “únicamente del Papa besan los pies todos los príncipes”, solo a él le compete deponer emperadores, sus sentencias no deben ser reformadas por nadie mientras él puede reformar las de todos.
El último de esos emperadores (o así se creía) fue Pio XII, soberano entre 1939 y 1958. Obsesionado con el protocolo, los funcionarios debían arrodillarse cuando el papa empezaba a hablar, dirigirse hacia él arrodillados y salir de la habitación caminando hacia atrás.
Pese a tanto boato, el papado llevaba medio siglo sin poder temporal, al menos teórico. Josef Stalin lo dejó claro cuando Winston Churchill, en la Conferencia de Yalta en 1945, le informó de la posible participación del papa en las conversaciones de paz, que el premier británico apoyaba. “¿Cuántas divisiones tiene ese papa?”, zanjó Stalin el tema.
La Iglesia romana es hoy "una viña desbastada por jabalíes". Tampoco tiene ya poder terrenal, aunque sí enormes bienes e incontables ayudas económicas por parte de muchos altares que, sin embargo, se dicen aconfesionales. Una vez que Constantino convirtió al cristianismo en religión oficial, no tardaron mucho los hasta entonces perseguidos en convertirse en tenaces perseguidores.
En 1765, Voltaire calculaba que el cristianismo había causado hasta entonces doce millones de muertos en guerras de religión, cruzadas contra infieles, cazas de herejes y de brujas y los autos de fe de la terrible Inquisición. Papas proclamados santos hay solamente un 11%...
El último papa santo es Pio X (1903-1914), único hasta la fecha del siglo XX. Antes que él hay que remontarse a san Pio V (1566-1572). Ahora avanzan los trámites para elevar a los más alto del escalafón católico al antijudío Pio IX (1846-1878); y a Juan XXIII (1958-1963). A los dos los hizo beatos Juan Pablo II, a quien a su vez beatificó su íntimo amigo y sucesor, Benedicto XVI.
Fuente gacetamercantil
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