Héroe de la Independencia y hombre de confianza de Manuel Belgrano, combatió heroicamente en Las Piedras, Tucumán, Salta, Ayohuma, Vilcapugio, SipeSipe, etc. y más tarde intervino en prácticamente todos los desaguisados promovidos por Rivadavia, así como en el golpe militar de Lavalle que llevó al fusilamiento de Dorrego. Gobernador de Tucumán, y brevemente de Mendoza, San Juan y Córdoba, formó parte de la Coalición del Norte. San Martín le obsequió su espada 30 años antes que a Rosas.
Nació el 28 de noviembre de 1795 y murió en enero de 1857. Vivió sesenta y un años pero la vida guerrera superó con creces la vida cronológica. Exiliado en Chile, después de una de sus habituales derrotas, escribe en el diario El Mercurio un pedido de ayuda porque su pobreza es insostenible: “Cuento cuarenta y dos años de edad; tengo treinta y dos de servicios a la independencia americana y a la libertad argentina; asistí a ciento sesenta y cuatro combates y batallas, llevo en mi cuerpo diecinueve cicatrices de heridas que recibí peleando; he hecho soldados a mis hijos conformes han podido cargar una espada y uno de ellos ya es mártir por su patria. Estoy en tierra extranjera, cargado de familia, sin dinero y sin amparo. He aquí mis títulos para pedir a mis compatriotas pan para mi familia”.
Lamadrid fue un soldado valiente y un patriota leal y austero. Seguramente fue más valiente que sabio y más audaz que prudente, pero sus errores, que los tuvo, y sus imprudencias, que cometió, siempre fueron sostenidos por una conducta intachable. Como los héroes de Borges, se jactaba de su condición de valiente. No era un general en el sentido estricto de la palabra, era un guerrero; no era un estratega, era un táctico.
Paz derrotó a Quiroga cuantas veces se lo propuso, pero Quiroga hizo lo mismo con Lamadrid. Sin embargo, a diferencia de Paz, que era respetado pero no amado, Lamadrid era adorado por la tropa. El gauchaje, los rústicos soldados, los hombres que se jugaban la vida en la lucha, admiraban a este militar gallardo que entraba al combate dando alaridos y masticando caramelos.
Ernesto Quesada lo describe con palabras certeras: “No puede decirse de él que fuera un político de alcance o militar genial; era sólo un Murat criollo, hombre que jamás conoció el miedo, soldado de un arrojo fantástico, guerrillero incomparable, con su cuerpo acribillado de heridas y con su ánimo siempre fogoso que lo lanzaba ciegamente al entrevero de un combate sin calcular el número de sus enemigos y sin acordarse de las fuerzas que mandaba. Había nacido para la batalla y sólo estaba en su elemento cuando peleaba cuerpo a cuerpo, como los semidioses mitológicos”.
En octubre de 1826 fue derrotado por Facundo Quiroga en la batalla de El Tala. Lamadrid quedó tendido y cubierto de heridas. El militar que había ganado todos sus ascensos en el campo de contienda, había peleado solo contra quince soldados. Le habían quebrado el tabique nasal, había perdido una oreja, tenía quebradas dos o tres costillas y mostraba una herida en el estómago. Los soldados de Quiroga no lo reconocieron y, por eso, le dieron el tiro de gracia. Cuando horas después regresaron a buscar el cadáver, el “muerto” había desaparecido. Los soldados se persignaron. No podían creer lo que había sucedido. Sin embargo, el desenlace había sido relativamente sencillo. Mal herido, Lamadrid se había arrastrado hasta un zanjón, y allí se había echado para recuperar fuerzas. Cuando apareció otra patrulla se hizo el muerto y después se refugió en un rancho. La leyenda sobre su inmortalidad empezaba a circular entre el gauchaje.
La historia lo recuerda como un miliciano unitario. Lo fue, pero su biografía política y militar es mucho más rica que la adhesión a facciones que entonces no tenían la densidad ideológica que ahora se les atribuye. Más que unitario o federal a Lamadrid habría que recordarlo como un guerrero y como un guerrero de la Independencia. Antes de sumergirse en el lodazal de las guerras civiles, Lamadrid había sido soldado de Belgrano y San Martín. Al lado de Belgrano peleó en Salta y Tucumán; en Vilcapugio y Ayohuma. También estuvo en Venta y Media, donde Paz perdió el brazo y ganó para su gloria el apodo de Manco. En premio a su coraje, San Martín le obsequió su espada, treinta años antes de que hiciera lo mismo con Rosas.
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