Parte dieciséis del diario íntimo de un hombre cincuentón que atraviesa los senderos de la vida como puede. El primer texto se publicó en la edición del 30 de junio. En esta oportunidad nuestro personaje reflexiona sobre su bohemia.
13 de noviembre
La bohemia entró a mi vida en los tiempos universitarios cuando la dictadura llegaba a su ocaso y la democracia afloraba como una flor reluciente. Desde entonces que a las noches las observo, las vivo de manera diferente. En las ciudades, cualquiera sea, con el arribo crepuscular la dinámica se transforma. Las penumbras pintan particularmente las últimas horas del día. Las luces impactan y decoran el nuevo paisaje. No son las mismas personas las que circulan durante el día. Ahora se aprecian individuos raros, particulares. Los bares y el ruido son parte, el silencio. Algunas casas se transforman en cómplices para que estos momentos continúen siendo anhelados.
Caminar bajo las estrellas, con mirada gris, serena, con parsimonia turquesa, con plateada soledad por momentos, con azul compañía en otras ocasiones. Las cenas y el vino. Las charlas y la filosofía. El intento efímero de salvar el mundo, de argumentar verdades volátiles, de fantasear con futuros improbables.
El tiempo transcurre, las calles se van tornando solitarias. Los negocios cierran pero no falta el kioskero del barrio que venderá de incógnito un trago de alcohol, un berretín. Así surgen situaciones antológicas de cantos, de reuniones, de puteadas. Gritos, anhelos. Soledad, frío. Amor, pero también el desamparo, la nostalgia y la tristeza. No hay noche sin ellas como no hay melodías de jazz o tango sin melancolía. Las personas nocturnas somos naturalmente melancólicas. Lloramos con las fotos antiguas, con canciones fugaces. El momento más poético, más romántico. Las plazas cambian de cara. Ahora la palidez de las luces decoran ese paisaje donde las parejas se enamoren de nuevo. Para que la soledad se profundice, para que el tiempo transite lentamente.
Pero la bohemia también tiene su encanto con el sol. Cuando lo transitamos relajadamente, mientras otros lo hacen a toda velocidad. Mientras que la noche no puede concebirse sin el vino, el día para un bohemio no existe sin el café. Lugar de encuentro, de reflexión, de escritura. La palabra toma protagonismo, como también lo hace el silencio. Esta vez el ruido invade la acera.
La filosofía aflora “si no nos purificamos de pensamientos mortales no podemos dejar de serlo. Bello es el peligro de creer en el origen divino del alma y su inmortalidad. Bello navío en el cual viajar por esta vida”, dijo Platón.
Pienso, como en cada instante de mi existencia. Pienso mientras tomo café, pienso mientras tomo vino, pienso mientras mis amigos cantan, ríen y lloran. La mente en blanco no es posible. Ni siquiera las sustancias nocturnas logran ese vacío, tampoco el sueño que inexorablemente aflora.
Anoche cuando regresé a casa me puse a tocar el saxo, lo hice en el balcón, solo, mi instrumento y yo, nadie más. Fueron horas de melodías, o quizás minutos eternos. Veía la luna que se reflejaba en los azulejos brillosos. Una pareja se besaba con la melodía. Un hombre dormía tapado con un cartón en la esquina, una mujer caminaba fumando el último cigarro del paquete que había comprado horas antes. Un niño se acercaba a la mesa de un bar a pedir limosna, un auto circulaba a todo volumen, una luciérnaga volaba a mi alrededor. Dos amigas conversaban sobre el examen de mañana. Una reunión se prolongaba en el departamento vecino. Ciento cincuenta centímetros cúbicos de whisky ya había absorbido mi cuerpo. Tres veces sonó el timbre.
No atendí.
Paciencia le pido a la Nada.
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