Parte doce del diario íntimo de un hombre cincuentón que atraviesa los senderos de la vida como puede. El primer texto se publicó en la edición del 30 de junio. En esta oportunidad nuestro personaje vuelve a enamorarse luego de siete años de soledad.
29 de septiembre
Siete años pasaron de mi último gran amor. No volví a enamorar, por decisión personal. Estamos en tiempos donde la soledad es un factor común entre hombre y mujeres. Cada vez más se observa gente sola. Las separaciones y divorcios están a la orden del día. Tuve varias parejas y con cada una de ellas hubo una magia especial. La soledad en mis cincuenta y dos años no me sienta mal. Vivo en un departamento céntrico. Tengo auto nuevo, buenos ingresos, amigos, una hija de la que me siento orgulloso. Manejo mis tiempos. Viajo y cuando las circunstancias así lo permiten tengo algunos revolcones que apaciguan mi necesidad fisiológica, es decir, sexuales. En todo este tiempo logré encontrarme conmigo mismo, entenderme y aceptarme. Claro que en más de una oportunidad apelé a la terapia. Dos años seguidos, una vez por semana. Las sesiones no duraban más de quince minutos y se cotizaban en bolsa. El analista, un hombre de barba, de escaso cabello, onda intelectual. Crítico de todo, culto como pocos, humilde. Para cada cosa tenía respuestas sencillas, donde imperaba el sentido común.
Recuerdo que en una ocasión, cuando todavía me costaba la soledad, le manifesté mi dificultad para volver a tener una pareja estable. Le dije que no quería que nadie me rompa las pelotas, ni me haga planteos, que no me digan lo que tengo que hacer, ni administre mis tiempos o que yo los subordine al de otra persona, pero el hecho de estar solo me resultaba, muchas veces, melancólico. La nostalgia se colaba por la ventana y los días de sol siempre se hacían grises. Como si estuviera sumergido en un tango eterno del cual no podía escapar. Por aquellos años un sueño se repetía. Caminaba por una calle de adoquines, con las manos en los bolsillos, en medio de una tarde de llovizna fina y fría, mientras pateaba una piedrita. Cada vez que tenía que cruzar a la otra vereda, un auto se acercaba a gran velocidad, frenaba en mis narices y salía una mujer hermosa, de labios rojos, cabello negro, delicados senos, de tacos altos y tapado violeta. Era el único color de la escena. Todo el paisaje se pintaba entre blanco y negro. De inmediato me despertaba con la misma intensidad del susto de la pesadilla, con taquicardia. El sueño no se repetía habitualmente, pero por lo menos cada dos meses lo experimentaba. A principio no podía volver a dormir, sufría insomnio. Con el tiempo logré manejarlo aunque me costaba.
Mi analista se tomó diez minutos. Durante ese lapso el ambiente enmudeció súbitamente. Cerré los ojos, pensaba en su respuesta. Estaba ansioso.
- Te angustia la muerte, es normal. Tuviste varias relaciones, malas y muy buenas. Date tiempo, dedicate a vos, encontrate. Pensá en lo que te hace bien y en base a eso actuá. Conviví con tu alma que no es nada fácil. No te preocupes, tu madre está muy bien. Hasta luego.
Su respuesta no me causó gran impresión, pero de a poco la fui entendiendo. Siete años después puedo decir que este hombre tenía razón. Logré entenderme.
Una mujer me deslumbró. Quedé obnubilado ante semejante presencia. Canta jazz, tiene ojos negros, trenzas pequeñas en el cabello, rasgos afro. Una voz que me recuerda a la genial Billi Holiday. Es bohemia, nocturna, amante del whisky y la buena vida. Le invité un trago, saqué del ropero mi saxo tenor, comencé a tocar. Años que no lo hacía. La sensualidad de la melodía la atrapó, comenzó a improvisar una canción al ritmo de mi improvisación melodiosa. La luna se colaba por el balcón. Una noche tibia, plateada. Se desprendió el vestido. Su piel es suave, oscura. Tiene cinco años menos que yo. Su cuerpo denota experiencia y personalidad. Pasó una semana de aquél encuentro y no logro olvidarla. El menor de sus dos hijos es arquitecto y vive en Santiago, así que fue a visitarlo. Regresa mañana.
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