Undécima parte del diario íntimo de un hombre cincuentón que atraviesa los senderos de la vida como puede. El primer texto se publicó en la edición del 30 de junio. En esta oportunidad a nuestro personaje recuerda un hecho policial bastante curioso.
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21 de septiembre
Pocos días en el año connotan tanta alegría. Es que con la primavera las hormonas se alteran de tal modo tornándose incontrolables. Esta sensación me atraviesa desde mis inicios en la adultés, para los judíos comienza a los treces. Para mi creo que fue alrededor de los dieciséis. Por estos días las reuniones con amigos son frecuentes y necesarias. Jamás hago lo mismo aunque, en Tucumán, las noches primaverales invitan a degustar cervecitas heladas.
Tenía veintitrés años. Estudiaba Psicología, carrera que dejé tiempos después. Junto a unos compañeros estábamos festejando el Día del Estudiante. Transitábamos por una joven democracia. La libertad se respiraba en cada esquina. Esa noche los bares estaban colmados. Nosotros terminamos la noche en uno ubicado por la zona de El Bajo. Donde los ambulantes, colectivos y cabarets son parte de un paisaje inconfundible.
Un tipo se acercó a nuestra mesa con mirada inquisidora. No le prestamos atención. A los pocos minutos tiró la decena de envases que descansaban encima de la mesa. La situación nos tomó por sorpresa. No reaccioné de inmediato. Siempre fui una persona calma. Julián, un amigo rockero, de carácter fuerte, en cambio, se incorporó sin dudarlo. En unos minutos el bar se convirtió en un caos. Hubo corridas, gritos, piñas y un disparo.
Al día siguiente nos enteramos que allí habían asesinado a una mujer. Lourdes Mercedes Iturralde se llamaba. Tenía veinticinco años, trabajaba de moza por las noches y estudiaba bioquímica. La crónica policial decía:
Durante la madrugada de ayer una mujer de veinticinco años fue asesinada de una balazo en la sien por un individuo que está prófugo. Si bien no se conocen sus datos con precisión, en ese momento, vestía campera de jean que hacía juego con su pantalón. Estatura media, cabellos largo ondulado de color negro y piel marrón. Su cara era redonda, con labios gruesos, ojos achinados. Tenía una nariz de payaso.
Nadie lo conoce en la zona. Primavera vez que había pasado por el bar. Testigos señalaron que el muchacho de aproximadamente treinta años subió al 102 camino a la Banda del Río Salí.
Leímos la impactante noticia juntos. Sin quererlo fuimos testigos de un crimen atroz. Pensamos en un femicidio, por el disparo en la sien pero no había forma de determinarlo. El crimen quedó impune y de este hombre nunca más se supo nada. Semanas después del hecho un escrito anónimo llegó a casa.
Te salvaste, el tiro era para vos. Cuando tu amigo trató de golpearme disparé, vos te caíste de la silla y justo detrás tuyo estaba esa mujer. Se había agachado buscando algo. A diferencia de tu destino, no tuvo suerte. Dejaré que vivas pero a cambio necesito un favor. Mañana a las 18 dejá en Plaza San Martín un paquete en el tacho de basura de color naranja que está frente al monumento. Es el único ahí. Adentro dejame mil dólares. Es urgente. Tu vida no es tan cara.
Para conseguir esa suma, tuve que vender una moto que me había comprado meses atrás. Dejé la caja en el lugar convenido y me marché. Asustado.
El último anónimo, de impecable ortografía y bella letra lo recibí cuarenta y ocho horas después.
Muchas gracias, mi amor. Aunque nunca podré tenerte, ni matarte estarás dentro mío. No sabrás más de este peregrino incomprendido. Nadie hará jamás tanto por vos como yo lo hice. Te amo.
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