El actor tucumano Roberto Ibáñez, dirigido por Andrés Bazzalo, volvió a los escenarios porteños con su elogiada versión de "El túnel", sobre la novela de Ernesto Sabato, en El Tinglado, Mario Bravo 948, los domingos a las 20.30.
El dúo ya había incursionado en el texto hace tres lustros, al punto de llevar su puesta por países de América y Europa, incluso por aquellos que desconocen el castellano y cuyos públicos se dejaron arrastrar por la conmovedora actuación de Ibáñez.
Por su desarrollo cronológico y su relato en primera persona, "El túnel" es la novela más adecuada de Sábato -quizá la única- para ser llevada a las tablas, ya que sus personajes son apenas un puñado y el conflicto psicológico del protagonista ofrece mucho paño para cortar.
La acción se desarrolla a mediados de la década de 1940, aunque el protagonista, pintor de caballete de nombre Juan Pablo Castel, no hace ninguna mención a hechos históricos y sólo se ocupa de su drama, un amor loco por una mujer llamada María y figura evanescente.
La obra sigue casi en su totalidad a la novela y de entrada se sabe que el pintor terminó asesinando a esa mujer amada, en una historia con mucho de subjetivo -y aun de misoginia- con un enfoque fatalista y cercano al existencialismo entonces en boga que entusiasmaba al autor.
El relato está dicho de boca al público en un escenario que remeda con pocos elementos el atelier del artista, donde el hombre, a la manera del protagonista de "Diario de un loco", de Gogol, va ingresando en un mundo cada vez más propio y asfixiante.
Así se sabrá que la única persona que justifica el asesinato es la propia víctima, a la que el pintor conoce en una exposición de sus obras, donde María se detiene en una ventanita marginal que aparece en un cuadro, lo que constituye el disparador de su curiosidad por ella.
En un tránsito donde el amor y el odio se entrelazan, el hombre mezcla su obsesión con ironías sobre la pintura contemporánea y las exposiciones que decide desdeñar, y en un gesto de vanidad incita a la mujer a hablar de ciertos detalles de su propia pintura.
Se suceden algunos encuentros y llamadas telefónicas en la que ella parece entregarse para luego huir sin explicación y, desde la subjetividad de Castel, comienza a adquirir ribetes sádicos, sobre todo desde que él descubre que tiene un marido ciego y posiblemente un amante consentido por su entorno.
Esa conducta se extiende a las visitas que el pintor hace a la estancia donde María se refugia y donde ni siquiera puede verla, además de recibir fuertes críticas sobre su pintura por parte de una parienta, situaciones que el lector (espectador) puede poner en duda, dadas las ensoñaciones del personaje.
El desvarío del hombre -que Ibáñez y Bazzalo entregan en dosis homeopáticas- y la amenaza de muerte contra la mujer se contagia del pensamiento de algunos letristas de tango y confirma un desenlace sangriento.
El trabajo de Ibáñez es sencillamente estupendo, seductor, con un ritmo verbal que ingresa en el terreno de lo conmovedor; es una confesión donde por momentos se olvida la convención actor-espectador y donde se asiste a la autodisección de un espíritu en caída.
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