Uno de los máximos intérpretes argentinos de jazz, en el que comenzó a incursionar muy prematuramente, cuando apenas contaba nueve años de edad, si bien nunca abandonó los temas clásicos, folclóricos y tangueros, raíces siempre presentes a lo largo de su vida artística. Falleció en Buenos Aires el 11 de julio de 1986. VIDEO
A veces la gente me pide que cuente mi biografía. Yo siempre respondo: mi biografía termina a los siete años. A esa edad yo aprendí a tocar el piano. Y tocar el piano fue lo único que hice el resto de mi vida".
Enrique Villegas fundó alrededor de su figura una mitología poderosa. Además del piano, sus armas fueron la agudeza conceptual, el talento para la ironía y una forma de vida por lo menos pintoresca. Nació sietemesino el 3 de agosto de 1913 en Agüero y Charcas, hijo de Enrique Ulises (otro personaje: dentista, escribano, abogado y organizador de riñas de gallos) y de Helena Reybaud. "Mi mamá murió cuando yo tenía seis meses. Parece que la única función que cumplió en su vida fue tenerme a mí. Prácticamente no tuve padres. Me criaron unas tías condescendientes que jamás me obligaron a nada. Tuve suerte: hice lo que se me dio la gana toda mi vida".
A los 7 años recibió la primera lección de piano. Dos semanas más tarde tocaba Mozart correctamente e iba al Conservatorio Williams. "No me gustaba estudiar. Igual tuve que ir al colegio. Iba al Nacional Mariano Acosta, pero en cuarto año quedé libre por la cantidad de faltas. Me hacía la rabona pero no para ir al bar a jugar al billar. Me escapaba para volver al conservatorio".
Trabó amistad con Macedonio Fernández, con quien compartía el placer de la charla metafísica, la lectura y la holgazanería. Rara vez se levantaba antes de las tres de la tarde. "Sigo un precepto hindú: si puedes estar sentado, no estés parado; si puedes estar acostado, no estés sentado", repetía entre la sentencia y el sarcasmo. A la noche, si no tocaba, iba al cine. Tenía fobias menores: odiaba las berenjenas, las masitas de coco y el tomate. Y un carácter más que enamoradizo: le encantaban las mujeres. Por eso murió soltero.
En 1935 ganó su primer dinero con la música tocando con Eduardo Armani en el Alvear Palace Hotel. Antes había hecho en el Odeón el Concierto en Sol de Maurice Ravel. Después se empleó como músico de Radio El Mundo. Lo echaron cuando, anticipándose de alguna manera a una demasiado famosa frase de John Lennon, declaró que la muerte de Ravel era más importante que la muerte del Papa.
Se puso a escuchar y a tocar obsesivamente jazz. En 1955, invitado por el sello Columbia, se radicó en los Estados Unidos. Se quedó ocho años. Grabó con el contrabajista Milton Hilton y el baterista Cozy Cole y finalmente huyó despavorido de la compañía cuando le pidieron que grabara un disco de boleros.
Quedó varado en Manhattan, pero no se hizo demasiado problema. Descubrió lo caro que podía ser Nueva York y se la pasaba yendo al cine, cenando café con leche con pan con manteca y escuchando jazz. "Sufrí bastante en Nueva York —contaba—. Pero con el tiempo la aprendí a querer. Conocí a todos los genios: Duke Ellington, Cole Porter, Count Basie, Louis Armstrong, Coleman Hawkins. Y me di cuenta de que, aún en los Estados Unidos, el jazz no es popular ni mucho menos".
En Nueva York tuvo un intento de suicidio, uno de los episodios más desopilantes que atraviesa el nutrido anecdotario del Mono Villegas. "Yo estaba muy enamorado de una chica, pero un día discutimos y decidimos separarnos. Me deprimí. Iba caminando con ella y pensé: cuando pase el primer auto me tiro abajo. Vino un auto y me tiré, pero en ese preciso momento se prendió la luz roja y el coche frenó. Era un taxi. ¿Qué hizo la mujer? Se lo tomó y se fue. Un tiempo después hablamos por teléfono y le dije: Si me querés ver hoy te va a costar 35 centavos (que era lo que costaba el boleto del colectivo). Si me querés ver mañana te va a costar 850 dólares (lo que costaba un pasaje de avión a Buenos Aires). Por supuesto a los dos días estaba en la Argentina, sin ella. Nunca más la volví a ver."
En Buenos Aires comprobó que los cines eran exactamente iguales a los de Nueva York, pero con entrada más barata. Comprobó también que su fama había crecido, extrañamente. "Ahora los muchachos creen que soy Beethoven", se reía. Lo rodeaban músicos jóvenes, encandilados por su aura. Su departamento era el eje de reuniones en las que se filosofaba, se bebía y se tocaba hasta altas horas. Villegas no fumaba ni bebía. Era un anfitrió n encantador pese a que, dicen, cuando estaba corto de dinero cobraba las bebidas que ofrecía.
En 1966 abrió un boliche en Viamonte entre Talcahuano y Uruguay,Villegas y sus amigos. Tocaba, puntualmente, entre la una y media y las tres de la mañana. Lo clausuraron al poco tiempo por ruidos molestos.
"El jazz argentino no existe —comentaba—. Hay músicos argentinos que hacen jazz. Es así. Por otra parte, yo no me considero pianista de jazz. Soy pianista a secas. El jazz es improvisación total: en cuanto se escribe, deja de ser jazz. Es lo que hizo Picasso con Las meninas de Diego Velázquez: partió de un tema para expresarse libremente. Eso es el jazz".
Se quejaba de que no había buenos pianos en la Argentina. Cuando tenía que dar un concierto en malas condiciones, charlaba la mayor parte del tiempo y apenas tocaba un par de piezas. Su obsesión con el tema era tal que, aún hoy, algunos músicos repiten Al gran pueblo argentino: ¡pianos!, frase acuñada por Villegas que, incluso, fue el título de un disco que registró un concierto de 1964 con el contrabajista Jorge López Ruiz y y el baterista Eduardo Casalla. También era intolerante con los públicos bulliciosos y con el mal sonido.
Sabiamente, se mostraba cauto y sarcástico con su propia fama. "Yo no me hice famoso con la música; me hice famoso con los reportajes. Camino por Corrientes y todos me saludan ¡chau Mono! y se comentan entre sí: ese que va ahí es el mejor pianista de la Argentina. Y seguro nunca me escucharon tocar", decía sin amargura.
Los últimos años los pasó tocando en La Peluquería de San Telmo con un orgullo casi secreto: "Estoy llegando al fin y jamás me prostituí con la música". Era agnóstico pero tenía gran curiosidad con la muerte. "De alguna manera, la espero", decía. Llegó hace veinte años, mansamente. Desde entonces, como escribió alguien por ahí, "descansa en jazz".
Por Mariano del Mazo. Texto publicado en Clarín en el 11 de julio del 2006
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