En estas páginas, Jonathan Rosen se adentra en la vasta literatura de un fabulista versado en la tragedia, de un escritor judío en guerra con una cultura judía que él conmemoraba, y de un maestro yiddish que se convirtió en uno de los grandes escritores estadounidenses del siglo XX.
Isaac Bashevis Singer aún vivía cuando comencé a trabajar en el Forward
en 1990, aunque ya no pasaba a la oficina para dejar los relatos, los
artículos y las novelas en entregas que el periódico había publicado en yiddish
por más de cincuenta años. Para ese entonces, él estaba muriendo en
Florida, y su mente había sido borrada por el mal de Alzheimer. Pero aún
era posible descubrir huellas de su presencia.
"Claro que
conocí a Singer", me dijo un viejo tipógrafo contestando a mis ávidas
preguntas. "¡Fue un pornógrafo!" Este cajista, un judío ortodoxo y
sobreviviente de varios campos de concentración, agregó que a menudo él
mismo se hacía cargo de recortar los pasajes más licenciosos de la prosa
de Singer. Lo que es más, alardeaba, cuando el periódico se mudó del
bajo lado Este a la Calle 33 y Park Avenue, había reunido un ma-nuscrito
de Enemigos, una historia de amor y lo había tirado en un contenedor de basura.
Luego
estaba la mujer que declaraba haber sido la amante de Singer —una entre
muchas— por mucho tiempo. Ella pregonaba un manuscrito revelador que
prometía impactantes descubrimientos y que lamento profundamente no
haber fotocopiado.
También estaban los yiddishistas,
pequeños hombres con corbata y chalecos de lana que me explicaban que I.
B. Singer no era ni la mitad de buen escritor que I. J. Singer —el
hermano mayor de I. B., Israel Joshua—, quien murió en 1944. En su
opinión, Bashevis —como se conocía a I. B. entre sus lectores yiddish— no era realmente un escritor yiddish
en absoluto, sólo un alcahuete anglófilo que, por medio de astucia y
longevidad, había burlado a un grupo ignorante de lectores
estadounidenses para hacerlos creer que sus relatos de shtetl1 prefabricados eran auténticos. Durante años, la viuda de un reconocido escritor yiddish solía llamarme al Forward
para decirme que Singer había robado el Premio Nobel de su esposo. Y
todo este tiempo, como si quisiera fastidiar a sus críticos, Singer
mismo seguía apareciéndose. En los años que siguieron a su muerte, en
1991, Farrar, Straus & Giroux publicó Escoria, Meshugah, El certificado y la monumental Sombras sobre el Hudson —más novelas de las que muchos escritores vivos publican en toda su carrera.
Singer
habría celebrado su cumpleaños número cien este año, el 14 de julio. Y
si bien habita esa inevitable zona gris que sigue a la muerte de un gran
escritor, ya se las ha arreglado para realizar tantos milagros
literarios que, para usar una metáfora herética, su canonización final
parece asegurada. Para coincidir con el centenario, la Library of
America publicará tres volúmenes con los cuentos de Singer, cada uno de
casi mil páginas. Es la primera vez que la augusta serie incluye a un
escritor de ficción cuya obra ha sido producida originalmente en una
lengua distinta del inglés.
Singer fue un maestro de tantas
facetas que es difícil pensar en él como un solo escritor —como
corresponde a un artista que usaba múltiples seudónimos y cuyos alter ego
de ficción tienen múltiples amantes y a veces múltiples esposas. Él fue
un modernista consumado que perfeccionó el simple cuento tradicional y
el cuento tradicional no tan simple. Escribió extensas sagas históricas,
vehementes novelas personales de autodescubrimiento, y por lo menos una
mordaz parábola política. Junto con las novelas y cientos de relatos,
escribió muchos volúmenes de memorias fundidas artísticamente con la
ficción. Al final de su vida, emprendió una carrera enormemente exitosa
como autor de libros para niños, y desarrolló un estilo de entrevista
que se convirtió en una suerte de stand-up comedy de proporciones cósmicas: "Por supuesto que creo en el libre albedrío. No tengo otra opción."
Singer
fue un humorista versado en la tragedia, un cronista posterior al
Holocausto que a menudo escribía como si el exterminio no hubiera tenido
lugar, un escritor judío en guerra con la cultura judía que él
conmemoraba y, lo más notable de todo, un maestro yiddish que se convirtió en uno de los grandes escritores estadounidenses del siglo XX.
n
Singer nació en Leoncin, Polonia. Como el narrador de su novela Shosha, "fue criado en tres lenguas muertas —hebreo, arameo y yiddish".
Claro que Singer estaba muy lejos de concebir estas lenguas como
muertas, de la misma manera en que los polacos a su alrededor estaban
lejos de ver el polaco como muerto o dudar de la existencia de su
patria, a pesar de que Polonia había sido dividida a finales del siglo
XVIII y ya no aparecía en los mapas.
El pueblo de Singer se
hallaba bajo el mandato ruso, y su padre, un rabino, se negó a aprender
la lengua rusa —consideraba que los libros en ese idioma eran impuros.
Por ende, Pinchas Mendel era un rabino semilegal, lo que obstaculizaba
seriamente su capacidad para sostener el hogar. Pinchas Mendel, un
místico de honda piedad que a veces dejaba a la familia durante semanas
para estudiar, bailar y rezar con su rebbe,2 no tenía
problemas con sus aprietos financieros y, como un Mr. Micawber jasídico,
seguía asegurándole a la familia que algo se presentaría, tal vez
incluso el Mesías. Al parecer, éste fue un motivo perenne de
exasperación para la madre de Singer, Batsheva, cuyo padre fue a su vez
un renombrado rabino —aunque él fue un racionalista y veía a Pinchas
Mendel como un inútil schlemiel.3
El padre de
Batsheva también fue un hombre de firmes convicciones religiosas que se
despertaba todos los días a las tres de la mañana y escribía comentarios
a la Torá hasta el amanecer. Bilgoray, la comunidad religiosa que
dirigía no lejos de la frontera con Austria, tendría un profundo impacto
sobre Singer. Sus visitas al remoto shtetl le mostraron el atisbo de una comunidad centenaria a la que el estudioso yiddish David Roskies se refiere como "el equivalente polaco de Brigadoon".4
La
infancia tradicional de Singer, empero, es casi una ilusión, tal vez
porque "tradicional" es una palabra equívoca. Singer creció estudiando
el Talmud, rezando y siguiendo abiertamente la senda rabínica, pero
simultáneamente, bajo la influencia de su hermano once años mayor, leía
sobre temas prohibidos como astronomía y evolución en yiddish. De
niño, escuchó a hurtadillas cuando Israel Joshua aseveró ante sus
horrorizados padres que Dios no existía. La calle Krochmalna, en
Varsovia, donde Singer pasó la mayor parte de su infancia, era en sí
misma una mezcla de judíos piadosos, prostitutas y gángsters. Incluso el
jasidismo arraigado del padre de Singer era producto de un movimiento
con apenas ciento cincuenta años de antigüedad. Singer era como un indio
a caballo —una imagen de autenticidad hasta que uno se da cuenta de que
los caballos fueron traídos a América por los conquistadores españoles.
Él era un producto auténtico de un mundo fluctuante.
La
rebelión de Israel Joshua impulsó la de Isaac, pero también la
neutralizó en algunos aspectos. Isaac observó a su hermano mayor
marcharse a Kiev en 1918 para trabajar en una publicación yiddish
y unirse a la revolución. También lo vio regresar en 1921, resentido
por la violencia y el caos que la revolución había desatado. Al parecer,
Singer se mantuvo libre de las esperanzas políticas que motivaron a su
hermano y a otros socialistas. En una forma perversa, fue su pesimismo
el que lo salvó, al menos como escritor. Este pesimismo lo protegía de
las distracciones políticas y de las terribles decepciones que
paralizaron a tantos de sus compañeros.
Con la ayuda de su
hermano, Singer obtuvo varios trabajos como corrector, y para cuando
tenía veinte años ya frecuentaba el Club de Escritores Yiddish de
Varsovia, donde se sumergía en los feroces debates sobre la cultura yiddish
y perseguía mujeres. Y las mujeres, surgidas de los mismos confines
religiosos, a menudo lo perseguían a él. En una de sus memorias, el
sobrino de Singer describe su entrada inadvertida al apartamento de
Israel Joshua en Varsovia y su encuentro con Isaac, entonces de
veintitrés años, en el pasillo: "Sus brazos están extendidos a todo lo
largo y efectivamente clavados, de un lado, por una joven flaca que le
ha enterrado las uñas en la muñeca que está sosteniendo y, del otro
lado, por una mujer más rolliza que está haciendo lo mismo. Cada mujer
lo quiere entero para sí."
El sexo se convirtió para Singer en
el mayor símbolo de liberación y en la representación preclara del
pecado. Para Dostoievski —una enorme influencia—, el mundo sin Dios en
el que "todo está permitido" se pone a prueba por el asesinato. Si
Singer hubiera escrito Crimen y castigo, Raskólnikov no habría
matado a la vieja prestamista: se habría acostado con ella. La
procreación era otra historia. Incluso tras haberse mudado con la mujer
"más rolliza", Singer siguió aterrado ante la perspectiva de tener una
familia. Cuando ella se embarazó y se negó a abortar, Singer sugirió que
se lanzaran bajo un tranvía.
En esa época, Singer estaba
influido por la escritura profundamente pesimista y misógina de Otto
Weininger, el judío austriaco convertido al cristianismo que se odiaba a
sí mismo, que veía a los judíos y a las mujeres como moralmente
inferiores y que se suicidó en 1903, a la edad de veintitrés años. El
que Singer se estuviera convirtiendo en un escritor judío (y que
adoptara el nombre de su madre, Batsheva, para diferenciarse de su
hermano) bajo el embrujo de Weininger es un buen indicador de las
contradicciones en que florecía. También lo es el hecho de que
tradujera, al yiddish, La montaña mágica y las novelas de
Knut Hamsun, al tiempo que producía una gran mezcolanza de basura
anónima o pseudónima, valiéndose de las lecciones que aprendía al
escribir artículos sensacionalistas para alimentar sus ambiciones
literarias de gran arte. O también que, como vocero defensor de la
vanguardia yiddish, buscara inspiración en el pasado judío.
En 1933, la primera novela de Singer, Satán en Goray, se publicó por entregas en Globus, una revista polaca en yiddish
que Singer ayudaba a editar. La novela, un estudio sobre el mesianismo
fallido, se ubica en Polonia al inicio de las matanzas de Chmielnicki en
1640, un período oscuro en la historia judía de Polonia, durante el
cual se asesinó a decenas de miles de judíos y se aniquiló pueblos
enteros. Como producto de la desesperación ante tal calamidad, creció la
fe en un falso mesías, Shabbetái Tzeví. La novela de Singer hace una
crónica de la manera en que el fervor mesiánico cautiva y destruye a un
solo pueblo.
Satán en Goray trata sobre la liberación de
fuerzas reprimidas que quedan sueltas en un mundo judío que se
despedaza. A su recuento sobre una revuelta sexual autodestructiva en
contra de un mundo religioso represivo, Singer añade el desencanto
político de su hermano para crear una amarga parábola sobre la histeria
comunista. Satán en Goray es como El crisol de Arthur
Miller contada desde la perspectiva opuesta: Satán en verdad anda
suelto, y los que parecen estar poseídos por la maldad en verdad lo
están. La riqueza en la evocación de Singer y la ambigüedad de su arte,
empero, ubican la novela lejos de la pura sátira política. Singer no
podría haber escrito Satán en Goray sin Bilgoray, el antiguo shtetl donde su abuelo fungió como rabino por muchos años. Bilgoray dotó de una carga religiosa al horror político de Singer.
n
A
mediados de la década de los treinta, con la ascensión de Hitler en
Alemania y el surgimiento del fascismo polaco, estaba claro para Singer
que no tendría futuro en Polonia. Para ese entonces, Israel Joshua
Singer, quien había emigrado a Estados Unidos en 1933, ya era famoso a
nivel internacional. En 1935, Isaac Bashevis Singer siguió sus pasos,
llamado por su hermano y por Abraham Cahan, el editor del Jewish Daily Forward, como se conocía al Forward en su presentación original. Cahan consideraba meritoria Satán en Goray,
e Israel Joshua, una luminaria en el periódico, lo había convencido de
apostar por su hermano. Singer abandonó a las Lenas, las Ginas y las
Stefas que pueblan sus memorias cercanas a la ficción, Amor y exilio,
y también a un hijo de cinco años a quien no se molesta en mencionar,
pero que sobreviviría milagrosamente, llegaría hasta Israel y se
convertiría —¿en qué otra cosa?— en el traductor de Singer al hebreo.
La actitud de Singer frente al mundo que dejó atrás queda capturada de manera pasmosa en un párrafo de Amor y exilio:
Sabía
que no vendría por aquí de nuevo y que Varsovia, Polonia, el Club de
Escritores, mi madre, mi hermano Moishe y las mujeres cercanas a mí
habían pasado a la esfera de la memoria. El hecho es que habían sido
fantasmas incluso cuando aún estaba con ellos. Mucho antes de saber algo
sobre Berkeley y Kant, sentí que lo que llamamos realidad no tenía otra
sustancia que aquella que formamos en nuestras propias mentes. Se
podría decir que yo era un solipsista mucho tiempo antes de haber
siquiera escuchado esa palabra.
Se trata de un recuento
particularmente inquietante dado que la madre y el hermano menor de
Singer, Moishe —el hermano solitario que permanecería observante de los
preceptos— murieron durante la guerra, después de haber sido deportados a
la Unión Soviética. (Su hermana mayor, Hinde Esther —también escritora,
aunque a la manera frustrada de Alice James— se salvó gracias a la
desdicha de un matrimonio arreglado que la envió a Inglaterra.)
En
Estados Unidos, Singer pasó por sus siete años de escasez. Casi no
hablaba inglés; había perdido a todas sus novias; su hermano era famoso y
traducía, y él escribía artículos con encabezados como "Gente que
disfruta hiriendo a otros y gente que extrae placer de ser lastimada" y
"Se divorció de su esposa y la hizo su amante". La tendencia socialista
del Forward hacía de él, con su pesimismo y sus cuentos apolíticos de demonios y dybbuks,5 un hombre fuera de lugar. Por su parte, Singer declaraba que "Estados Unidos yiddish
es el infierno", al escribir a su esposa abandonada, que a la sazón
vivía en Palestina, "la sola idea de que una obra mía pudiera publicarse
en el Forward me impulsa a huir de la literatura. Odio su yiddish accidentado y vulgar y sus nociones de literatura".
En 1940, Singer se casó con Alma Wassermann, una judía alemana refugiada que, inverosímilmente, no hablaba yiddish
y que dejó a un marido próspero y a dos hijos para estar con él. Alma
apoyaba a Singer trabajando como vendedora en varias tiendas
departamentales mientras él escribía, frecuentaba cafés donde se reunían
los refugiados y dirigía una complicada red de asuntos. El matrimonio
dio a Singer un hogar y, alcanzando un misterioso equilibrio, duró más
de cincuenta años.
El ancla del matrimonio y la confianza cada vez mayor del Jewish Daily Forward
sin duda proporcionaron estabilidad a Singer, pero lo que da a su
carrera una inflexión demónica es que el Holocausto, que destruyó todo
lo que conocía y a casi todos sus conocidos, encendió su imaginación,
como si la pérdida del mundo del que provenía lo liberara para
recrearlo. A esto se agregaba la muerte inesperada de Israel Joshua
Singer, que sufrió un infarto fulminante en 1944. Singer solía decir que
nunca se recuperó de la muerte de su hermano, pero también confesó a su
sobrino Maurice Carr que, por primera vez, se sentía libre. En 1945,
Singer terminó La familia Moskat, una suerte de Buddenbrook para los judíos polacos que rastrea la vida judía en Varsovia desde el inicio del siglo XX hasta los albores de la Shoah.6 Desde ese momento, comenzó a producir cuentos y novelas a un ritmo desenfrenado.
La
historia de la presentación de Singer en el mundo literario de habla
inglesa dice mucho sobre qué tan azaroso y sobredimensionado a la vez
puede parecer su triunfo. Irving Howe, en sus memorias tituladas A Margin of Hope, describe la forma en que había desarrollado cierto interés por la literatura yiddish como una manera de confrontar su propio "sentido problemático de lo judío", y habla de su colaboración con un poeta yiddish, Eliezer Greenberg, en una antología de cuentos yiddish.
Un día de 1953, Greenberg le leyó en voz alta una historia. "Fue un
momento de transfiguración: ¿qué tan seguido se encuentra un crítico con
un nuevo gran escritor?" La historia era "Gimpel el tonto", de Singer.
Howe
persuadió a Saul Bellow, "no tan famoso aún", de hacer una traducción.
Sentaron a Bellow frente a una máquina de escribir. Greenberg leyó en
voz alta y lentamente la historia en yiddish:
Ocasionalmente,
Saul preguntaba sobre minucias de sig-nificado, y yo observaba en un
estado de absoluto arro-bamiento. En tres o cuatro horas, todo estaba
listo. Saul se tomó otra media hora para revisar la traducción y,
después, emocionado, leyó en voz alta la versión que desde entonces se
ha vuelto famosa. Era una hazaña de virtuosismo, y tomamos un schnapps para celebrar.
El
que un gran crítico estadounidense de posguerra se sentara en una
habitación en Nueva York con un gran novelista estadounidense de
posguerra para traducir a un escritor que sólo conocían los lectores del
Daily Jewish Forward habla sobre la forma en que la cultura yiddish
aún arrastraba a los judíos asimilados —y a la propia cultura literaria
de Estados Unidos— como una corriente subterránea. ¿Y quién mejor que
Bellow para cambiar el curso de la prosa de Singer y hacerla desembocar
en un océano estadounidense? Habiendo crecido en una familia de habla yiddish, Bellow había hecho lo mismo para sí. Acababa de completar Las aventuras de Augie March,
y no requería de un gran salto para pasar de escribir "soy un
estadounidense, nacido en Chicago" a mecanografiar "soy Gimpel el
tonto".
En el tono de un cuento tradicional, "Gimpel" es en
verdad un retrato del artista, y funcionaba como un perfecto escaparate
para el autor. La historia, que captura la clase de inocencia radical
que sólo un cínico y un escéptico pueden crear, trata sobre un bobalicón
cornudo que se niega a sospechar de su esposa, a pesar de su pila de
hijos bastardos, hasta que ella agoniza y lo confiesa todo. Tentado por
el diablo, Gimpel, un panadero, orina en la masa para vengarse del shtetl
socarrón que arregló su matrimonio en primer lugar. Pero Gimpel se
salva en un sueño —su esposa, que sufre en el otro mundo, le advierte
que debe redimir su alma. Así que Gimpel entierra las hogazas
contaminadas y abandona el shtetl para volverse un cuentacuentos
andariego. Gimpel se convierte en una especie de santo. El tonto ha
persistido en su locura y se ha vuelto sabio. El poder de la historia,
característico de gran parte del trabajo de Singer, radica en que, aun
cuando las pruebas están en su contra, deseamos creer junto con Gimpel;
su transformación parece plausible e incluso envidiable. Sea éste el
poder de la fe o el poder de la ficción, es ciertamente uno de los
grandes desafíos de la obra de Singer.
Howe envió la traducción a Philip Rahv, de la Partisan Review. Rahv, escribió Howe, "captó de inmediato la sutil mezcla de pathos
folclórico y sofisticado revestimiento que hacía de 'Gimpel' una
historia tan brillante, y así se convirtió en el cuarto hombre en esta
cadena de descubrimientos".
Por supuesto, Howe descubrió a
Singer de la misma manera en que Colón descubrió América; para ese
momento de su carrera, Singer ya contaba con miles de lectores yiddish y La familia Moskat se había publicado en inglés por Knopf. Aun así, Howe no se equivoca al considerar que Singer nacía de nuevo en la Partisan Review. En aquellos días, era difícil determinar si Singer era un escritor yiddish residente en Estados Unidos o si era un escritor estadounidense que producía relatos en yiddish.
Después de "Gimpel", la balanza comenzó a inclinarse. La historia de
Howe es en sí misma una fábula emblemática sobre la fusión entre las
corrientes marginales y las dominantes. Los intelectuales judíos de
Nueva York recibieron a Singer en la literatura estadounidense como uno
podría recibir a un querido tío del Viejo Mundo.
El tío, sin
embargo, se negaba a comportarse como Dios manda. Singer nunca se
comunicó con Bellow para nuevas traducciones porque, como admitió tiempo
después, no deseaba verse eclipsado por él. (Por su parte, Bellow
afirmaba que Singer era "un oportunista" y demasiado "judío".) Lo que es
más, Singer comenzó a opacar a todos los escritores yiddish que
Howe se esforzaba por promover, y su encanto no nacía de lo que Howe
estimaba en esa literatura, la moral y los valores sociales de la
cultura yiddish secular, sino de algo más extraño, anterior a la razón y al mismo tiempo más rigurosamente moderno.
Considérese
una historia como "Sangre", sobre una mujer casada que se enamora de un
asesino ritual. El embeleso de Risha comienza cuando observa la forma
despiadada en que Reuben mata a los pájaros, al tiempo que coquetea con
las amas de casa mientras las sangrientas criaturas aletean a sus pies.
En poco tiempo, Risha y Reuben tienen un amorío: "En su juego amoroso,
ella le pidió que la asesinara. Tomando su cabeza, la dobló hacia atrás y
jugueteó con su dedo sobre la garganta". Pronto, Risha insiste en
masacrar animales ella misma, quitándoles de esta manera el título de kosher y arrastrando a todo el pueblo al pecado.
La
historia se dibuja como un cuento moral sobre el vínculo entre el "no
matarás" y el "no cometerás adulterio", pero Singer impone una carga
moderna de maldad en sus desventurados habitantes del shtetl. Un espía observa a Risha cortando las cabezas del ganado:
La
sangre humeante gorgoteaba y fluía. Mientras las bestias sangraban,
Risha se despojó de toda su ropa y se extendió desnuda en un montón de
paja. Reuben se le acercó y eran tan gordos que sus cuerpos apenas
podían unirse. Resoplaron y jadearon. Su resuello, mezclado con los
estertores de los animales, producía un ruido aterrador.
La
perversión posterior al Holocausto que se desliza en la historia, la
garganta enamorada del cuchillo, es mucho más amedrentadora que un
simple cuento gótico. Singer era una suerte de dybbuk invertido, que lanzaba su mordaz voz contemporánea hacia el pasado para hablar a través de las bocas de los muertos.
Todos
los escritores pueden ser acusados de traicionar el mundo de su
infancia en la misma medida en que lo preservan, pero cuando ese mundo
ha sido destruido brutalmente, el desafío para la imaginación literaria
en sí misma es mucho mayor, y el desasosiego es inevitablemente más
grande. Al leer a Singer, uno no siente que las luchas de los judíos
europeos con la Ilustración y entre ellos mismos pudieran haber
producido una rica y sólida cultura judía, incluso si no hubieran
existido los nazis. Hasta la generosa biógrafa de Singer, Janet Hadda,
ha sugerido que, en La familia Moskat, Singer hizo a sus judíos
polacos, ya fueran asimilados o piadosos, tan espiritualmente exhaustos,
tan en bancarrota moral y tan ineptos, que su destrucción final parece
más un suicidio que un asesinato.
Existe un contexto para la
visión oscura que Singer tiene de la vida judía. Las mismas fuerzas de
asimilación que estaban reconfigurando a los judíos estadounidenses
habían sido desatadas también en Polonia, pero, tras la devastación de
la Primera Guerra Mundial —y frente al antisemitismo virulento que cobró
mayor intensidad con la independencia polaca—, ni la asimilación ni el
regreso a la piedad antigua eran posibles. Lo judío aparecía obsoleto e
ineluctable al mismo tiempo. Singer captura esta sensación de futilidad
de manera perfecta en La familia Moskat. Durante la Primera Guerra Mundial, cuando una orden de expulsión llega al shtetl donde el héroe creció, el rabino piadoso se descubre huyendo al lado del ateo del pueblo:
El
carro de Reb Dan se acercó al costado de la carreta en que se sentaba
Jekuthiel, el relojero, con las herramientas de su oficio amontonadas a
su alrededor. Miró al rabino y sonrió con tristeza.
"¿Nu,7 rabino?", dijo.
Estaba
claro que lo que quería decir era: ¿Dónde está su Señor del Universo
ahora? ¿Dónde están Sus milagros? ¿Dónde está su fe en la Torá y la
plegaria?
"Nu, Jekuthiel", contestó el rabino. Lo que
estaba diciendo era: ¿Dónde están tus soluciones mundanas? ¿Dónde está
tu confianza en los gentiles? ¿Qué has logrado remedando a Esaú?
Después
de la traducción de "Gimpel el tonto", hecha en 1953, cuando los
relatos de Singer comenzaron a aparecer en forma regular en The New Yorker, Harper's y Playboy,
él desarrolló un sistema que su editor de toda la vida, Roger Straus,
denominaba "superedición" en lugar de traducción. Sus relatos escritos
con premura y sus novelas en entregas, publicados primero en el Jewish Daily Forward,
se pulían y se conformaban al inglés, a menudo por medio de múltiples
traductores, muchos de los cuales no sabían una palabra de yiddish. A la larga, Singer trataba la obra que producía en yiddish
como un borrador preliminar para el "original" en inglés y, al hacerlo,
parecía negar el mundo herido que lo había engendrado. (Al día de hoy,
algunos críticos sostienen que Singer debería ser leído como dos
escritores, uno en yiddish y otro en inglés, y ellos mismos considerarían mi análisis de su obra, sin comprometer los textos en yiddish,
como una traición a Singer, incluso aunque se trate del desarrollo de
su propio comportamiento literario.) En 1943, Singer había declarado que
un verdadero escritor yiddish no podría escribir sobre Estados
Unidos; carecería del vocabulario para seguirle el paso a una metrópolis
moderna. Como alguien que no se deja atrapar por sus propias
declaraciones, Singer sí ubicó una gran parte de su obra en Estados
Unidos, aun cuando sus personajes son principalmente refugiados que
lidian con el equivalente psicológico de su dilema lingüístico. Pero, en
cierto modo, Singer acataba su propio voto. Sin abandonar formalmente
el yiddish, fue capaz de convertirlo en el combustible, consumido en el viaje, que lo disparó a la vida literaria estadounidense.
La familia Moskat, junto con La casa de Jampol y Los herederos,
que la siguieron, son novelas profundas que reverencian la historia. En
ellas, uno percibe a Singer tratando de recoger lo perdido, impulsado
por la culpa, la piedad y un regocijo apocalíptico. En forma gradual,
empero, las novelas comienzan a derramar su carga histórica. Se vuelven
más cortas, más personales y, aunque a menudo se sitúan en el pasado
judío, están escritas en una suerte de presente que arde, eterno.
Construidas en torno a una sola conciencia toral, adoptan un tono
subjetivo, moderno, confesional, que las dota de inmediatez y de un
sabor extrañamente estadounidense.
El esclavo, la obra
más hermosa de Singer, narra la historia de Jacob, un hombre que, tras
las matanzas de Chmielnicki en 1648, es vendido a los campesinos
polacos, para quienes cuida el ganado en un aislamiento casi total. Como
un Robinson Crusoe judío, Jacob carece de libros, pero talla en una
piedra todo lo que puede recordar de los 613 mandamientos. Cuando al fin
es redimido y llevado de vuelta a su shtetl reconstruido, descubre qué tan discordante se ha vuelto para cualquier comunidad:
Su
amor por los judíos había sido incondicional cuando estaba lejos de
ellos. Había olvidado las miradas furtivas y las lenguas afiladas de los
mezquinos —sus trucos, sus estra-tagemas y sus disputas. Cierto, había
sufrido la rudeza y brutalidad de los ganaderos, pero ¿qué podría
esperarse de esa chusma?
Lo que salva a Jacob es su amor por
Wanda, una campesina polaca. Juntos, representan un renacimiento de la
libertad para la conciencia judía. El suyo no es el judaísmo comunal de
la Europa del Este, sino algo construido sobre un individualismo casi
emersoniano. Singer encontró una forma de convertir la misantropía y el
egoísmo en un camino a la espiritualidad. El libro, publicado en
entregas por el Forward de 1960 a 1961, y aparecido en inglés un
año más tarde, contiene una energía mítica que es profundamente
religiosa pero que requiere de una traición a la historia para
consumarse. La fusión entre lo antiguo —Jacob es más que parecido a su
homónimo bíblico— y lo nuevo hace del libro un producto, tal vez incluso
una profecía, tanto de la religión estadounidense como del judaísmo
tradicional.
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La ficción de posguerra de
Singer no es dócil a la síntesis. En primera instancia, su dimensión es
impresionante —existen cerca de doce novelas y un número igual de
colecciones de relatos— y con frecuencia su calidad varía mucho. Los
relatos muestran una mayor gama de estilos —elegíaco, demoníaco,
periodístico, personal, fantasmagórico. Singer era un maestro del
género, y sus mejores narraciones parecen suspendidas en una ambigüedad
sin solución. En cuanto a las novelas, si bien abarcan más de la vida, y
tal vez más del mismo Singer, caen a menudo en cierto esquema. En
muchas de ellas, un muchacho pródigo de la yeshiva,8
que desea a una o más mujeres y ansía una libertad inalcanzable, escucha
la voz de su pasado, que trata de anular con un comportamiento cada vez
más temerario.
Los héroes en las novelas de Singer son judíos
sin ataduras, pero sus destinos están trazados por una moralidad
convencional, y a menudo Singer hace que sus personajes sufran y se
arrepientan; ellos compensan con odio hacia sí mismos lo que han logrado
tras liberarse. El héroe de El mago de Lublín, un escapista
houdinesco, retrocede horrorizado después de que una de sus amantes se
suicida; el artista se empareda en un pequeño cuarto sin puerta, donde
no podrá actuar conforme a los impulsos carnales que han regido su vida y
que han arruinado las vidas de otros. Casi todos los héroes de Singer
viven con un pavor inenarrable, con la expectativa de ser merecedores de
la muerte y sabiendo que sólo es cuestión de tiempo antes de que la
guadaña les caiga encima.
Sin embargo, este fatalismo no amaina la furia encendida de Hertz Grein, un refugiado donjuanesco que, en Sombras sobre el Hudson,
contempla a los judíos de Florida que han desairado a su nueva amante:
"¿Por qué habría de importarme si se hacen matanzas de tipos como éstos o
si los queman en hornos? ... La tragedia consiste en que destruyeron a
los buenos y dejaron esta basura tras de sí." Más de un personaje en la
novela —escrita en los años cincuenta, pero no traducida hasta después
de la muerte de Singer— compara a Dios, y de forma poco favorable, con
un nazi.
Aunque en gran medida la oscuridad de una novela como Sombras sobre el Hudson,
llena de sobrevivientes que se detestan a sí mismos, emana del
Holocausto, Singer estaba haciendo la crónica de un fenómeno mucho más
complicado. La mayoría de sus personajes, a pesar de sus infancias
ortodoxas, comenzaron su rebelión contra Dios y el judaísmo antes de la
Segunda Guerra Mundial, alrededor de los años veinte, cuando muchos
judíos polacos se apartaban por primera vez de la cultura judía
tradicional, tal como lo hizo Singer. La Shoah cerró el telón sobre su
rebelión inconclusa y los dejó discutiendo con padres asesinados y con
una cultura que había sido aniquilada, castigándose por haber anhelado
deshacerse de lo que ahora ya no existía.
Singer pudo haber
invertido el mundo del que provenía, pero venía de un mundo tan
trastornado que habría sido difícil decir dónde estaba el suelo. Los
judíos seculares vieron cómo Berlín, un faro de esperanza para la
ilustración judía desde el siglo XVIII, se convirtió en el siglo XX en
el epicentro del odio genocida. Los judíos religiosos, que habían
sobrevivido durante siglos en la esperanza de la redención mesiánica, se
toparon con el abandono y con la muerte. Era precisa la mirada glacial
de Singer y su gusto por lo paradójico para hacer justicia a este mundo,
y para resistir los embates de desesperanza que, de otra manera,
habrían ahogado a cualquiera que intentara enfrentarlos.
Estados
Unidos —donde el espectáculo accesorio de Singer se asumió como el
principal acontecimiento de la vida judía de la Europa del Este— se
convirtió en el lugar más paradójico de todos. Su triunfo postrero —los best-sellers,
las adaptaciones para películas, los National Book Awards— parecían,
incluso para él, una broma del absurdo contada a expensas de sus
ancestros piadosos y sus magnánimos compañeros. Singer podría haberse
sentido como Alchonon en "Taibele y su demonio", el maestro larguirucho
con una imaginación fabulosa que finge ser un demonio y corteja a la
crédula Taibele con fantásticas historias del inframundo. La soledad
menesterosa de Taibele es tal que, como los lectores de Singer, se rinde
gustosamente al arrebato de la imaginación.
Pero si el éxito
mismo de Singer le hacía pensar en la victoria de las fuerzas oscuras
del universo, los reveses demoníacos de la fortuna hicieron del
irreverente Singer una figura piadosa, así como impía. Un hombre que
vestía trajes sobrios a donde fuera, un vegetariano que afirmaba serlo
"por el bienestar del pollo", un escritor tan devoto de la literatura
como su padre era devoto de los comentarios a la Torá (Singer usaba
incluso el mismo tipo de cuaderno para escribir), un icono de la vida y
la cultura judías, por mucho que disintiera, Singer se convirtió de
hecho en una especie de rabino secular. En El mago de Lublín,
Yasha, que cumple su penitencia, se avergüenza por el desfile de
prosélitos que llegan a su pequeña cabaña sin puerta con la esperanza de
recibir consejos y bendiciones. Afligido por el hecho de que alguien
busque la bendición de un pecador, Yasha consulta a un rabino, quien le
responde, "aquel a quien los judíos se acercan para deliberar es un
rabino". Ésta no parecería una noción enteramente irónica para Singer.
Estados Unidos se convirtió para él en lo que la literatura yiddish debía ser, supuestamente: una realidad judía alternativa.
Es
notable la manera tan natural en que Singer encaja dentro de la
tradición literaria estadounidense. Sus huérfanos adoradores de los
demonios y sus rabinos obsesionados con el pecado pueden tener poco en
común con los verdaderos judíos europeos del Este, pero tienen mucho que
ver con los puritanos de Hawthorne, esos habitantes de los shtetl
de Nueva Inglaterra que se escabullen a sus misas negras y sueñan con
brujas al tiempo que predican la piedad, y que de alguna manera
alumbraron nuestra república. Su propio viaje acosado por la culpa le
permitió a Singer canalizar un torrente poderoso que es el anverso del
optimismo emersoniano: la exaltación de la promesa bíblica que resulta
turbada por un profundo desasosiego, pues la locura humana nos puede
haber privado de la bendición de Dios o, lo que es más siniestro, ésta
pudo haber sido anulada por una deidad falaz.
En el contexto
estadounidense, la obra de Singer se asemeja sorprendentemente a la
tendencia dominante. Después de todo, la novela estadounidense más
grandiosa del siglo XIX narra la historia de una embarcación ballenera
—una civilización entera, en realidad— que se hunde; todos mueren
excepto un sobreviviente solitario de nombre bíblico, quien narra la
historia. O bien, considérense las novelas de Hemingway, impregnadas de
una desolación de posguerra tan profunda que la sola distracción
mantiene la desesperanza a raya —una situación con la que los
sobrevivientes de Singer, una verdadera generación perdida, están
íntimamente familiarizados. Estas almas perdidas no estarían fuera de
lugar en las novelas de Faulkner, donde el pasado es tan tormentoso que,
como dice un personaje, ni siquiera ha pasado.
El héroe de
ficción creado por él y con el que Singer se identificaba más, según le
comentó a su hijo, era Herman Broder, de Enemigos, una historia de amor
—un hombre con tres esposas. Broder es incapaz de escoger entre la
novia piadosa de su juventud, la criada polaca, devota hasta el
servilismo, que lo ha salvado de los nazis y lo ha seguido hasta
Brooklyn, y la sexy y suicida sobreviviente del exterminio. El título
del libro tiene la intención de referirse a Herman y a la sobreviviente
medio loca, pero siempre me ha parecido una descripción igualmente apta
de la relación de Singer consigo mismo, con el judaísmo y con Dios.
"No dejes a tu hijo", dice la sobreviviente a Herman, poco antes de matarse.
"Dejaré
a todos", es la respuesta pasmosa de Herman —sus últimas palabras en el
libro. No conocemos el destino de Herman; puede ser que, como aventura
una de sus esposas, él también vaya a suicidarse. O puede ser que
regrese, arrastrado por las olas como Jonás, a la playa de un judaísmo
ineludible. Lo más probable es que siga con su trajín. Que rehúya la
responsabilidad, la religión, los enredos sociales, el matrimonio, la
moralidad, el pasado, a sí mismo, las luces cercadas de los refugiados
en pos de un nuevo territorio. A Herman le gustaría encontrar la utopía
que Singer avizoró en su discurso de aceptación del Premio Nobel, allí
donde uno puede "alcanzar todos los placeres posibles" y "aun así servir
a Dios". Mientras tanto, Singer encontró Estados Unidos. -
— Traducción de Marianela Santoveña
Originalmente publicado en The New Yorker
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