Sentado frente a mi computadora me disponía escribir. La bombilla, el mate, el termo, el agua caliente, todo estaba listo para comenzar. De fondo sonaban los ruidos propios de la redacción, del diario en donde trabajo. El teléfono ringrringniaba: accidente en Maipú y San Martín, dos heridos. Movilización de cacerolas en la plaza. Otra vez el cipayismo argentino está indignado. Es curioso pero en este país la izquierda es burguesa, la oligarquía vende patria.
Cuento completo
Sentado frente a mi computadora me disponía a redactar. La bombilla, el mate, el termo, el agua caliente, todo estaba prepardo. De fondo sonaban los ruidos propios de la redacción, del diario en donde trabajo. El teléfono ringrringniaba: accidente en Maipú y San Martín, dos heridos. Movilización de cacerolas en la plaza. Otra vez el cipayismo argentino está indignado. Es curioso pero en este país la izquierda es burguesa, la oligarquía vende patria.
Denía escribir un relato, pero no atinaba a plasmar ni media palabra en el blanco papel, dispuesto en la pantalla. Las ideas estaban ausentes, el mate no me incentivaba. Se acaba de morir Casimiro, dijo un colega. Bueno, ya era hora, el hombre había vivido durante 70 años al filo de la vida, a pasos de la muerte. Era artista plástico, muy bueno. Había realizado exposiciones en varios países de Latinoamérica y de Europa. Lo conocí años atrás cuando le hice una nota. Decía que “la vida es un sin fin de sensaciones oníricas. Lo importante es que no se conviertan en pesadillas”. Por eso Casimiro Antonelli vivía entre nebulosos sueños. Bohemio por excelencia no había noche en la cual no fuera al bar del Longa, donde escuchábamos tangos, los martes, hasta altas horas de la madrugada. Cantábamos incansablemente, yo solo acompañaba con la copa llena, nunca fui bueno para el canto, aunque la música siempre me apasionó.
Recuerdo una noche en la que salimos a tomar unos whiskys. Estuvimos varias horas hablando boludeces en un bar frente a Plaza Alberdi. Conversábamos sobre fútbol, sobre política, sobre minas, sobre poesía. Casimiro hablaba como pintaba, poéticamente.
“Los negros árboles del bosque impostergado se aglutinan en mi camino. Las Nereidas desnudas me atropellan el inconsciente. No somos nada”. No hacía falta entenderlo porque escucharlo era un placer. Pertenecía a esa gente de sensibilidad asombrosa que te envuelve con palabras.
Por la ventana, ubicada hacia mi derecha, la luz de la luna penetra el vidrio y me alumbra el rostro, la contemplo azorado. Casimiro tenía una obra llamada Luna. Un dibujo en blanco y negro. La imagen describe el rostro de una mujer, hasta el cuello, a su alrededor la adornan líneas, en todo el contorno que por momentos distorsionan la figura. Una mano, la izquierda, está reposando en el hombre derecho, cruzando el pecho que no se observa.
Teléfono, me anuncian. Levanto el tubo que terminó con mis recuerdos. Una voz suave, templada, me dice, “hasta siempre amigo. Estoy entre nubes rojas. Rocas suaves. Mujeres salvajes y hombres claudicantes”.
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