Sentado en un bar de ocasión, observo, a través del vidrio, como la gente transita apurada. La mayoría busca el mango. Recuerdo cuando eso me pasaba, cuando llegaba fin de mes y no me alcanzaba para el puchero. Esos tiempos donde comer rico se hacía difícil. Ahora, en un café, la miro de reojo.
Sentado en un bar de ocasión, observo, a través del vidrio, como la gente transita apurada. La mayoría busca el mango. Recuerdo cuando eso me pasaba, cuando llegaba fin de mes y no me alcanzaba para el puchero. Esos tiempos donde comer rico se hacía difícil. Ahora, en un café, la miro de reojo.
Escucho explosiones, algunos redoblantes, un grupo de trabajadores se moviliza por las calles. Llegan con sus pancartas exigiendo aumentos salariales. Los necesitan. Mientras marchan, cortan el tránsito produciendo que el tráfico se convierta en un caos. El resto, ajenos al reclamo, circula por las veredas sin prestar demasiada atención. Pienso en lo absurdo del mundo, de los hombres y mujeres que pasan por la vida, mientras el globo gira en su propio eje, sin detenerse y pasan los días de sol y los nublados, las noches cálidas y frías, otoñales. El tiempo transcurre, transita, a veces con prisa, otras, con sigilo.
El mozo se me acerca con paso firme y andar discreto.
- ¿Qué se sirve el señor?
- Un café.
En la mesa descansa un libro, lo saqué apenas apoyé mi espalda en el respaldar de la silla.
- Roberto Arlt, me gusta mucho, opina el mesero.
- Es un maestro, su constante melancolía, existencialismo, sensibilidad me apasionan.
- Hace poco que vivo en Tucumán. Me vine detrás de mi pequeña hija, su madre decidió vivir en estos pagos y la nena es lo único que tengo.
- Yo hubiera hecho lo mismo, si algo le da sentido a la vida, son los hijos.
- Cuando quieras, nos juntamos a tomar una birra. Propuso antes de marcharse.
A penas se ve, pero hacia mi izquierda, en una parada de colectivos, un hombre duerme, tapado con una frazada con líneas verdes amarillentas. Una señora se acerca, parece cansada, carga una bolsa grande, pesada. El hombre está tapado pero abruptamente se incorpora y le arrebata la cartera que colgaba del hombro derecho. Está corriendo desesperado. La señora grita, la gente se acerca, también un policía que intenta calmarla. Ambos se retiran. Se alejan.
El día nublado, pálido, frío, invita a la melancolía. En la vereda, frente al bar. dos hombres se saludan efusivamente, con tierno cariño. El abrazo es eterno, fuerte, sentido. Uno de ellos levanta ambas manos, lo toma al otro de la cabeza y lo besa sin pudores en la boca. La gente pasa sin mirar o mira sin querer ver. En el bar, ahora, suena jazz, Lester Young, inconfundiblemente triste y sublime. Cierro los ojos, estoy en la ventana de un departamento viendo cómo llueven las penas acumuladas durante siglos.
- Acá está el café.
- ¿Te gusta el fútbol?
- Durante mi adolescencia no me perdí un solo partido de Belgrano.
La tonada cordobesa colorea este día otoñal.
Un hombre de traje gris sostiene la puerta alta, de madera, vidriada, lo hace amablemente para que ingrese una mujer atractiva que no conoce, mientras ella pasa, él baja la mirada que se fija en ese culo grande, redondo y firme que denota deseo. No venían juntos. Entre sus senos brilla una perla hermosa, negra. La mujer agradece el gesto de amabilidad y camina hacia una mesa. Pasa por mi lado dejando un perfume intenso, lúgubre. Está vestida de negro con un largo vestido ajustado en las caderas. Su pelo apenas atraviesa su cuello. Pide un whisky que no tarda en beberlo. Un hombre rubio, alto y de barba, se le acerca, ella se da media vuelta y del escote saca un puñal. El hombre, sin darse cuenta se agacha ligeramente para abrazarla, es más alto. Con el brazo izquierdo le rodea el cuello y con el derecho le perfora el estómago mientras gira el cuchillo introduciéndolo cada vez más. El hombre cae al suelo en medio de un charco de sangre que mancha el vestido logrando un perfecto contraste.
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