Veinte minutos habían pasado desde que atravesó la puerta y se sentó en ese barcito cálido, de luces apagadas, con rústicas mesas y piso marrón. El mozo se asomaba con el café caliente que invitaba a ser bebido, cuando de atrás, Manuel le tocó el hombro derecho, sus ojos se habían encontrado luego de casi cinco años. Aprovechó la presencia del mesero y le pidió un cortado.
Cuento completo
Veinte minutos habían pasado desde que atravesó la puerta y se sentó en ese barcito cálido, de luces apagadas, con rústicas mesas y piso marrón. El mozo se asomaba con el café caliente que invitaba a ser bebido, cuando de atrás, Manuel le tocó el hombro derecho, sus ojos se habían encontrado luego de casi cinco años. Aprovechó la presencia del mesero y le pidió un cortado.
- ¿Qué te preocupa?, hermano. Le preguntó
- Debo pagar unas deudas
- Ja ja ja
La risa desconcertó a Manuel, quien lo miraba serio, con la vista fija en ese rostro impertinente.
- No podré comprarle el autito a mi hijo, ni la blusa que me pidió Mercedes para su cumpleaños. Estoy agobiado. A penas llego a fin de mes, pero debo privarme de muchas cosas, esto no me pasó nunca. Ya no hacemos asado todos los domingos, con suerte una vez al mes, ni salimos a comer a fuera. De vacaciones ni hablemos…
La boca, inserta en la cara del amigo que endulzaba el cafecito, era grande, larga, fina, describía la risa más perfecta, irónica y sincera. Manuel no entendía nada, sin embargo no se enojó. Sabía que su interlocutor no era una persona común. Confiaba mucho en el criterio de aquél hombre que se tomaba todo con soda y decía las cosas con enorme profundidad. Era un gran lector, pero sobre todo, un tipo que andaba por la vida despacio, sin prisa, pensando. Un despojado de las riquezas y la banalidad. Adoraba el cine, la física, la filosofía, la literatura, la pintura y la música.
Por supuesto que esas cualidades se reflejaban en su ego, consideraba que la mayoría de las personas estaban estancadas en una mediocridad reinante. A decir verdad, no se equivocaba demasiado. Hoy en día, lograr una conversación interesante con alguien es prácticamente un triunfo. La gente se preocupa por boludeces varias. Con quién anda el vecino, si Susana se hizo otra cirugía, cuántos amantes tiene Francisca, la cantidad de alcohol que consume Federico, en fin, chismes sin fronteras.
Pero había algo que lo cautivaba, la risa. No concebía la vida sin el humor, lo consideraba una herramienta imprescindible para afrontar las adversidades cotidianas. Una respuesta a esta forma trágica en que vivimos una realidad no tan dramática.
- No te quejés, viejo. El mundo sigue girando y nada importa. Te vas a morir y no habrás dejado nada. Entiendo que te preocupen estas cosas, tenés un hijo, criatura hermosa que le da sentido a la vida. Tenés techo, morfi y amor.
- Es cierto lo que planteás, pero no me gusta vivir así. Quisiera conformar a mi familia, tal como me lo piden, no privarme de cosas que nada tienen de lujosa, no pido demasiado. Dijo Manuel.
- Había un pensador español que vivió desde chico en Estados Unidos, a pesar de que su lengua madre era la de la península, escribió en inglés. Consideraba que las personas estamos locas y somos magalómanos. Sostenía además que vivimos trágicamente en un mundo que no es tan dramático, que la vida es una tragicomedia. Santayana, decía que “contra los males nacidos de la vanidad y el autoengaño, contra la verborrea con la cual el hombre se convence a sí mismo de que es la meta y el acmé del universo, la risa es la mejor defensa propia”.
Manuel no dijo nada. El cortado estaba frío. No lo había tocado. El bullicio crecía. Hora pico, la gente enloquecía, yendo de un lugar a otro, con un rumbo fijo, absurdo, volátil.
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