Las casitas no diferían demasiado unas de otras, techos de chapa, paredes de machimbre, de cemento en el mejor de los casos. Las peores eran de cartón, cada vez menos, pero existían. La villa es así, no hay lugar para falsos preceptos de moralidad cristiana, esas cosas no se ven. Las parroquias sin lujo, sin altar y muchas veces sin curas. La beatitud del señor no llega.
Cuento completo
Las casitas no diferían demasiado unas de otras, techos de chapa, paredes de machimbre, de cemento en el mejor de los casos. Las peores eran de cartón, cada vez menos, pero existían. La villa es así, no hay lugar para falsos preceptos de moralidad cristiana, esas cosas no se ven. Las parroquias sin lujo, sin altar y muchas veces sin curas. La beatitud del señor no llega. Los pasillos son estrechos, llenos de barro, de miseria, se los puede transitar de día con precaución, pero las noches son tenebrosas, ruinosas, oscuras, ingratas. Los fines de semana se escucha cumbia y cuarteto a todo volumen. Las familias festejan el sin sabor de una vida de miseria y desazón. En ese ámbito lo importante es no morir en el intento. Se vive como se puede, uno se rodea de gente laburante, de chorros, de policías, de empleados, de transas. Todo el mundo convive en esta urbanidad de lo bajo, de lo oculto, de lo apartado.
Doña Florencia tiene en la entrada a su rancho una despensa donde vende diversos tipos de productos, sin discriminar clientes. Tuvo nueve hijos. Tres se le murieron, dos están casados, uno preso, un adolescente vive con ella y los dos restantes son niños, a quienes cuida y mantiene. Su hombre desapareció un año atrás, nadie sabe porqué, como si la tierra se lo hubiera tragado, era canillita desde hacía más de 24 años. Su ausencia hizo que los ingresos al hogar mermaran de manera considerable. La mujer se daba maña para cocinar con monedas. Fideos, arroz y mate se repetía como dieta minimamente tres veces por semana. Desesperado por esta situación, Matías, el hijo mayor en la casa, comenzó a vender drogas. Para colmo era adicto así que las ganancias se iban en su alocado consumo, no reparaba en elegir sustancias, le gustaban todas. Cualquier cosa antes de soportar, sin anestesia, tan dura realidad. El muchacho se ponía, muchas veces, violento, pero la mujer ya estaba acostumbrada, dos de sus hijos habían muerto robando, otro accidentado luego de una noche de excesos. Conocía de estas cosas, era una mujer de temperamento fuerte y no se dejaba amedrentar. El joven de 17 años tenía un cuerpo importante, Florencia, que aparentaba por lo menos 10 años más de sus 45, lo ponía en su lugar y hasta lo enfrentaba. El pibe de a poco se fue calmando y aunque no dejó las drogas, evitó desmanes en casa, sus hermanitos lo enternecían.
Los meses transcurrían y doña Flor decidió asociarse con Matías, empezó con porros armados, bolsitas de ran, nombre de calle del poxi ran, pegamento que produce alucinaciones y quita el hambre. También incluyó ansiolíticos, como el Rivotril. Más tarde cocaína y entonces las cosas, en lo económico, mejoraron sustancialmente. La casa estaba cubierta de tierra, no había piso y con las ganancias logró remendar esa incomodidad. Las paredes no eran firmes. Todos dormían amontonados en un mismo espacio. El baño no tenía puerta y reunía todas las condiciones para ser impresentable. Al cabo de un año salió adelante. Construyó una casa con tres habitaciones, baño, cocina y comedor. Meses después compró sillones, camas, colchones nuevos. Los hijos parecían más sanos, comían mejor y hasta estudiaban. El drogadicto pasó a ser un consumidor social o de ocasión. Incluso se puso de novio con una piba del barrio que provenía de una familia de obreros, una chica correcta, rebeldona, simpática. Estaban tan enamorados y eran tan jóvenes que la parejita quedó embarazada, el muchacho decidió hacerse cargo de la criatura y se fueron a vivir a lo de doña Flor que los recibió a regañadientes pero como el hijo, además era socio no le quedó más alternativa.
El próspero negocio avanzaba a paso firme. Matías decidió expandir fronteras e hizo contacto con un viejo conocido que había salido en libertad meses atrás, luego de morfarse dos años y medio por tenencia de droga. El pibe no había transado con la yuta que lo terminó mandando al frente. El arreglo consistía en que Matías le proveía cocaína y el Colo la vendía un treinta por ciento más cara. Esta oportunidad surgió semanas antes de que Mabel le dijera que estaba embarazada de tres meses y medio. No se casaron, igualmente se instalaron en la habitación de él pero como la convivencia no es sencilla comenzaron los roces, peleas y discusiones entre todos los integrantes. Esta situación apuró la decisión de Matías para construir su propio albergue. Un político era cliente desde hacía años y le pidió que le gestione una casa en uno de los nuevos barrios, también en los márgenes. A cambio, Matías le pagaba con droga de la mejor. Artídez Paz no escatimaba en noches de excesos.
Doña Flor, por primera vez en su vida sentía tranquilidad económica. No tenía el menor remordimiento por lo que hacía. Incluso ahora solo vendía cocaína y ácidos, drogas caras que no es para cualquiera. Las sustancias para pobres como el paco y los pegamentos ya no le interesaban. Tenía más cuidado y hasta pensaba en los niños de la villa. No hace falta que nadie le cuente lo que significa tener un hijo adicto, chorro o laburante, porque ella los había parido y criado. No hay buenos ni malos en esta vida, pensaba. Es lo que a uno le toca. Cada vez que le hablaban de que alguien era una persona honesta, dudaba. Nunca entendió qué significado encierra esa palabra.
A veces hay que mentir, ocultar, robar y quizás, la calle, alguna vez, hasta te obligue a matar. Y la justicia es muy racista, las cárceles están llena de pobres, son pocos los poderosos a los que encierran. Esa gente que tiene la facultad de tomar decisiones desbastadores como la implementación de un sistema económico que condena a un país a la pobreza es impune. Quien vende unos porros y un poco de cocaína es un gil que termina entre las rejas, al lado del que se robó un auto, un almacén.
Doña Flor estaba segura que su vida no podía ser siempre igual. Detestaba la prostitución, el sometimiento, la falta de dignidad. Pero no le molestaba vender drogas.
Unos años más, luego me compraré una casa lejos de todo este infierno…
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