La soledad lo abrumaba luego de años de infinita felicidad, pensó que siempre estarían juntos, que el amor los mantendría vivos. Recordaba sus labios purpúreos, esos cabellos de raso negro, su mirada esplendorosa, llena de afecto, de entrega. El color de su piel del más puro marrón latinoamericano, suave, simple, de un aroma a nácar que envolvía la humedad.
La soledad lo abrumaba luego de años de infinita felicidad, pensó que siempre estarían juntos, que el amor los mantendría vivos. Recordaba sus labios purpúreos, esos cabellos de raso negro, su mirada esplendorosa, llena de afecto, de entrega. El color de su piel del más puro marrón latinoamericano, suave, simple, de un aroma a nácar que envolvía la humedad.
La pensaba mirando ese café tan negro, tan solo, tan melódico. Lo hacia durante las siestas, en el centro, esperando que el comercio levantara las persianas para entablar un diálogo exitoso con el gerente de turno. Miguel Velardes era vendedor de productos de cuero, viajaba bastante por gran parte de la región, iba de un lado a otro con prisa, aunque no abusaba de la velocidad, a pesar de que su auto alcanzaba ráfagas impresionantes. Cada vez que llegaba a un nuevo destino, visitaba a los potenciales compradores, hacía muchos años que se dedicaba a este rubro, por lo tanto su cartera de clientes era envidiable, de personalidad seductora y tranquila lograba imponer su producto sin dobleces.
Sus dos hijos pequeños de 4 y 6 años se quedaban bajo el cuidado de una muchacha joven, simpática y amable que los criaba desde que nacieron. Cuando Nancy murió dos años atrás, Carmen tomó la posta, tenía un gran corazón, adoraba a las criaturas y se llevaba muy bien con el patrón quien le pagaba un buen sueldo. Se sentía conforme con el trabajo. Durante toda la semana se quedaba con los chicos. El fin de semana regresaba a su hogar y salía a divertirse, como cualquier persona. Sos una gran ayuda, pensaba, en más de una oportunidad el hombre de rostro cordial, ojos brillosos, rasgados, fijos, de nariz redondeada, labios gruesos, sensuales y rizos castaños.
Miguel se ausentaba por varios días del hogar debido a su oficio. En otras ocasiones, cuando vendía productos en su ciudad dedicaba más tiempo a sus hijos que adoraba incansablemente. No se permitía ser feliz, prefería la melancolía, anhelaba el cuerpo de Nancy en la cama, necesitaba abrazarla. Decirle al oído te amo, estrechar sus manos, sentirse contenido. No aceptaba la ausencia, se deprimía pero trataba de mostrar buena cara, sus pequeños no podían verlo mal. El ropero, desde que ella murió estaba intacto, la ropa limpia, planchada, esperaba el eterno retorno. Una esperanza indefectiblemente absurda, una desazón asegurada.
Un torrente decencia por su rostro durante largas horas, todas las noches, cuando parte del mundo descansa. Él no podía cerrar los ojos, ni siquiera con los psicofármacos que hacía años consumía religiosamente. Las drogas le hacían más tolerable la existencia, sabía como administrarlas, pero era dependiente de sus efectos parsimoniosos. Intentó suicidarse varias veces pero no concretó la proeza, quizás porque inconscientemente nunca la deseó. Hizo terapia durante varios meses, entendió que era capas de pasar ese trago amargo, pero no controlaba el goce y la melancolía. Soledad y tristeza lo seducían considerablemente. Un mundo tan apasionante como peligroso, donde la entrada es interesante, pero la salida constituye un desafío enorme, cuyo límite absoluto es la muerte. Una sensación escalofriante.
Miguel miraba, con tono azul grisáceo, a través del vidrio del café ubicado frente a la plaza, el paisaje de árboles, bancos, pavimento, juventud y niños corriendo. Cerca de la fuente, en el centro del paseo, una morocha transitaba con andar suave, firme y sensual. Miguel se levantó rápidamente de la mesita del bar y salió a su encuentro, desesperado, impulsado por el latir de un corazón cada vez más vertiginoso.
Nancy, ¿sos vos?, le preguntó amablemente. La mujer se dio media vuelta, lo miró, con esos ojos grandes, cálidos y tiernos. Esbozó la sonrisa que Miguel tanto esperaba, estiró su mano para tomar la del hombre y se esfumó, como el humo de un incienso brumoso.
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