Habló catorce minutos ante una Plaza de Mayo colmada por el Día del Trabajo. Atacó duro a la oposición. Ya estaba enferma de cáncer. Aparecería en público por última vez un mes más tarde. VIDEO
E
staba muriendo. Y lo sabía. El cáncer
y la pasión envolvían la figura delgada y frágil de Eva Perón
cuando, hace cincuenta años, el 1° de mayo de 1952, habló por
última vez a una multitud desde los balcones de la Casa de Gobierno.
Fue entonces cuando prometió salir a las calles, si es que alguien
se atrevía a derrocar al entonces presidente Juan Perón, "para
no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista".
Fue,
casi, una declaración de guerra. Y también su despedida, su adiós.
Si no fue su testamento político, aquel discurso de hace medio siglo
dejó marcada la impronta de una voluntad de hierro, consumida por el
fuego inclemente de la enfermedad, que acaso presentía un futuro de
sombras para el gobierno peronista. Aquella voz ronca, grave,
quebrada por el ímpetu y el ardor, ya no volvería a escucharse: Eva
Perón moriría casi dos meses después.
Aquel primer día de
mayo, su mala salud ya no era un secreto. A las 7.55 de la mañana,
cuando llegó al Congreso, donde Perón iba a inaugurar el 86°
Período Legislativo, la recibió una ovación que la hizo tambalear
de dicha conmovida. Con un nudo en la garganta, Perón le dedicó en
una frase, su "cordial gratitud a una mujer de cuya
personalidad no sé qué título merece más el agradecimiento del
Presidente de la República".
Pero por la tarde, el
protocolo quedó atrás. Además de ser el día de apertura del
período parlamentario, se celebraba la Fiesta del Trabajo, una
tradición ya casi olvidada, que fue un símbolo de los gobiernos
peronistas. La Plaza de Mayo estaba colmada por quienes habían
empezado a llegar desde la mañana y desde los barrios más lejanos
de la ciudad y del Gran Buenos Aires, que por entonces no era tan
grande.
A las 17.46, después de escuchar al secretario
general de la CGT, José Espejo, Eva Perón enfrentó los micrófonos
emplazados en el balcón de la casa de Gobierno. Vestía una chaqueta
gris y una blusa roja. ¿Intuían la multitud y aquella mujer
desbordada de pasión que ése era su último encuentro?
El
discurso empezó, como siempre, dedicado a "Mis queridos
descamisados". También, como siempre, lo centró en la
necesidad de defender al gobierno y al presidente "contra
los traidores de adentro y de afuera que en la oscuridad de la noche
quieren dejar el veneno de sus víboras en el alma y en el cuerpo de
Perón." Aliada del lenguaje llano y enemiga de las
metáforas pomposas, dijo que esos "traidores" no iban a
conseguir su propósito "como no ha conseguido jamás la
envidia de los sapos acallar el canto de los ruiseñores, ni las
víboras detener el vuelo de los cóndores.".
Después
lanzó su legendaria advertencia, dirigida a golpistas en particular
y opositores en general: "Yo le pido a Dios que no permita a
esos insensatos levantar la mano contra Perón porque ¡guay de ese
día! Ese día (...) yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré
con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la
patria, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea
peronista."
Hervía de furia. Aquéllos no eran
buenos tiempos para el peronismo. En setiembre de 1951, un golpe
militar había intentado acabar con el gobierno de Perón y, a ser
posible, con el mismo Perón. Lo lideró hacia el fracaso y desde
Córdoba el general Benjamín Menéndez. Eva Perón les hablaba a las
llagas abiertas que había dejado ese motín. Y quién sabe si no lo
hacía con la certeza de que esa aventura militar, que no era el
principio del fin del gobierno de Perón, bien podía ser el fin del
principio.
En agosto del año anterior, las presiones
militares la habían obligado a renunciar a su sueño: ser candidata
a vicepresidente. Después, había tenido que apartarse de la escena
política acorralada por su mal. Ahora, en cambio, desairaba al
cáncer, lo desafiaba, lo provocaba a lo largo de todo un día
neblinoso y otoñal, frío y cargado de presagios. Algo quería
decir.
"Nosotros no nos vamos a dejar aplastar jamás
por la bosta oligárquica y traidora de los vendepatrias que han
explotado a la clase trabajadora; porque nosotros no nos vamos a
dejar explotar jamás por los que, vendidos por cuatro monedas,
sirven a sus amos de las metrópolis extranjeras y entregan al pueblo
de su patria con la misma tranquilidad con que han vendido el país y
sus conciencias."
A los oídos tediosos e
impersonales del globalizado siglo XXI, donde se firman condenas a
muerte con tan buena letra, el lenguaje de hace medio siglo suena
como de otro mundo. Lo es. Pero en aquel mundo de entonces se
entendía con claridad. La mujer que desde los balcones de la Casa
Rosada agitaba sus brazos flacos, casi descubiertos por la blusa
roja, lo sabía. O al menos lo presentía. Eludió con elegancia
hablar de sus males: "Yo, después de un largo tiempo que no
tomo contacto con el pueblo como hoy, quiero decir estas cosas a mis
descamisados, a los humildes que llevo tan dentro de mi corazón; que
en mis horas felices, en las horas de dolor y en las horas inciertas
siempre levanté la vista a ellos, porque ellos son puros y por ser
puros ven con los ojos del alma (...)"
Se despedía. A su
lado, Perón la instaba a redondear. Pero la Primera Dama estaba
lanzada a las llamas de su arrebato enfurecido: "Yo quiero
hablar hoy, a pesar de que el general me pide que sea breve, porque
quiero (...) que sepan los traidores que ya no vendremos aquí a
decirle ''Presente'' a Perón como el 28 de setiembre (la fecha
del golpe de Menéndez) sino que iremos a hacernos la justicia
por nuestras propias manos".
Improvisó durante
catorce minutos. A las seis en punto de la tarde, ovacionada, se
metió en la Casa de Gobierno. Reapareció media hora después, para
coronar a Elda Alicia Costantini, flamante Reina del Trabajo. Un mes
después, el 4 de junio, aparecería en público por última vez para
acompañar a Perón en el inicio de su segunda presidencia. La
leyenda dice que sólo pudo estar de pie en el descapotable
presidencial gracias a un arnés, flameando bajo el peso encarnizado
de un tapado de piel que la protegía del hielo destemplado de los
últimos días de su vida. Murió el 26 de julio. Tenía 33 años.
Alberto Amato
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