Hacia unos años que su situación económica era lamentable, venía de una familia acomodada, pero los malos negocios lo habían llevado a la ruina. Primero instaló un bar en la esquina de Marcos Paz y Rivadavia, al principio la clientela era importante, numéricamente hablando, pero al cabo de unos meses, la noche se trasladó definitivamente al otro extremo de la ciudad y debió cerrar...
Hacia unos años que su situación económica era lamentable, venía de una familia acomodada, pero los malos negocios lo habían llevado a la ruina. Primero instaló un bar en la esquina de Marcos Paz y Rivadavia, al principio la clientela era importante, numéricamente hablando, pero al cabo de unos meses, la noche se trasladó definitivamente al otro extremo de la ciudad y debió cerrar. Unos mangos ahorrados le permitieron abrir una casa de antigüedades, la idea era buena, el lugar se puso de moda y durante un tiempo amasó buena fortuna, el lujo lo seducía demasiado y los gastos banales cobraron una importancia inaudita. Todo iba bien hasta que el negocio dejó de ser rentable, cerró y quedó sin un cobre.
En ese tiempo de vacas gordas tuvo varias relaciones, de una de ellas cosechó un niño adorable, Carlos lo amaba enteramente, era padre soltero ya que la madre del nene así lo había decidido. Carlitos no era bueno con las finanzas pero como personas tenía un gran corazón. El problema es que todo le pasó de golpe. Quedó en la ruina, su mujer lo abandonó y se tuvo que hacer cargo enteramente de una criatura. Las amistades lo ayudaban pero en momentos críticos es cuando uno se da cuenta de quienes son verdaderos amigos y de los cientos que tenía, con los cuales se juntaba a comer asado, jugar al truco, no le quedaba más que un puñado, ninguno era adinerado, pero le tiraban una soga. Carlos, ahora, debía cuidar el mango, entendió lo que significaba no tener ni para el puchero, comenzó una dieta que por meses fue de lenteja, arroz, fideos. Apeló, al pollo o a cortes baratos de carne para incluirlos en comidas que intentaba sean baratas y nutritivas.
Su hijo era flor de pibe, una dulzura, se portaba bien, hacía caso, gran conversador. El problema de Carlitos era dónde dejarlo, su madre, abuela del changuito, había muerto, el padre vivía lejos, los abuelos maternos no existían y sus cuatro hermanos, en provincias dispares. Pero había que ponerle el pecho a la bala y comenzó a llevarlo a cuestas mientras hacía unas changas. Nunca fue muy habilidoso pero no le quedaba otra que darse maña, así que comenzó a vender escobas. Las cargaba al hombro mientras pateaba piedras por el centro de San Miguel de Tucumán, donde los comercios abundan. Algunos pesos sacaba, eso le alcanzaba para el morfi diario y el alquiler de pensión. Un espacio lúgubre, adornado con una mesita, dos sillas, dos camitas, una cocinita a garrafa y un mueble donde guardaban la ropa. Una estantería para las ollas y demás artículos de cocina.
Muchas veces a la hora de cocinar, padre e hijo jugaban: se tiraban harina, bromeaban y hasta intercambiaban opiniones. Pedrito era muy inteligente, con cinco años ya leía algunas palabras. Carlos lo incentivaba bastante, cuando le sobraba unos chelines, le compraba libritos, revistas usadas y leían juntos. Al pequeño le gustaban los cuentos sobre súper héroes que salvaban el mundo. Muchas veces agarraba una sábana y la utilizaba como capa, el plumero era la espada. Carlos agarraba la escoba, se ponía una olla en la cabeza y se convertía en un caballero. Así pasaban el tiempo. Carlos siempre decía que deprimirse con un hijo a cuestas es inaudito, no se lo permitía. Aunque no paraba de pensar lo diferente que hubiera sido si durante su pasado, no hubiera desperdiciado la guita en tantas boludeces. No se arrepentía, aunque estaba seguro de que eso no le volvería a suceder, un verdadero caballero no cae dos veces en la misma trampa, reflexionaba. El hecho de hacerse cargo de un hijo le había cambiado la vida.
Cuando Pedrito ingresó a jardín de cinco la seño se sorprendió por la historia de vida, quedó conmovida y el chico se convirtió en su mano derecha, por decirlo de algún modo. Julieta era linda, joven, con muy buena onda. El pequeño la adoraba, quizás, como si fuese esa madre que nunca tuvo y siempre anheló. Esta situación no impedía que el pibe haga travesuras, era muy inquieto. En una ocasión, agarró un puñado de barro, lo colocó en un platito, lo decoró con caramelitos gomitas y se lo obsequió a Cintia, una compañerita, diciéndole que era chocolate. La criatura, por supuesto, hizo unos bocados, se dio cuenta del engaño y comenzó a llorar desconsoladamente, Pedrito se puso muy nervioso, llegó la maestra, la niña contó todo y a Pedrito lo pusieron en penitencia. Al día siguiente el padre llevo a la nena a la escuela y se encontró con Carlos que venía de la mano con su hijo. Precisamente, la intención esa era. El tipo le dijo de todo: irresponsable, mal padre, negro de mierda, ignorante, pelotudo, hijo de puta...Carlos escuchaba sorprendido, sabía de lo ocurrido, incluso quería pedir las disculpas del caso a la maestra, pero no pudo hacerlo. Ante tantos agravios, sin decir una palabra, levantó la mirada, observó los ojos enfurecidos del otro quien le tiró una piña, Carlitos la esquivó, haciéndose hacia atrás, le dijo al pibe que entre a la escuela, corrió hacia la calle, el ogro lo persiguió y cuando llegó a su lado arrojó otro puñetazo, Carlos se corrió, el tipo pasó para adelante como cayéndose y Carlos aprovechó para darle una patada en el culo que lo hizo caer de bruces al suelo. Admirado por la proeza, se sacó la gorra, lo saludó amablemente, hizo una reverencia y salió disparando, mientras el tipo se limpiaba la cara llena de barro. Se puso en pie y lo persiguió. Un policía vio correr a Carlos, lo paró y lo arrestó por portación de cara. Cuando vio que el padre de Cintia se aproximaba a pasos agigantados, le dijo al policía que espere un momento pero debía atarse los cordones de los zapatos, el energúmeno ya estaba frente suyo y demandó a Carlos con el agente. Carlos miraba para todos lados con cierta preocupación y haciéndose el arrepentido abrazó a ambos implorando perdón, puso la mano derecha en el hombro izquierdo del policía, la mano izquierda en el hombre derecho del ogro y generó un cabezazo formidable, ambos cayeron al piso, de culo y Carlitos pudo tomar el primer colectivo que pasó, huyendo a su casa.
Cuando llegó, se sentó, apoyó la cabeza en sus dos manos. Miraba el suelo, no pensaba en nada, solo caían litros y litros de lágrimas por su rostro, era un torrente continuo que fluía sin parar. Alrededor de la silla se había formado un bellísimo lago de tristeza, cristalino, brilloso, transparente. Los minutos pasaban y el lago se hacía cada vez más grande. Al cabo de cuatro horas tenía que buscar a su nene de la escuela. Empapado de pies a cabeza salió de su casa, siempre mirando hacia abajo. Caminaba mientras dejaba un fino hilo de lágrimas. Cuando vio a su niño salir sonriente por la puerta del jardín, la tristeza terminó. Los ojos no estaban hinchados, no parecía que hubiera llorado, su hijo sorprendido le preguntó qué le había ocurrido, porqué estaba empapado si hacía calor, debido al sol espléndido de la jornada, Carlos le respondió que accidentalmente se había caído en la fuente de la plaza, al tropezarse con una piedra. Pedrito estalló en risas. Te amo, papá, le dijo.
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