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Soy casado, le respondió casi tartamudeando
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20/04/2012 - Por Sebastián Ganzburg

María y José

Su corazón estaba destrozado, el pobre hombre pensaba solo en que la muerte se lo llevara de una buena vez. La adoraba pero él siempre fue un imbécil, aunque de gran corazón y espíritu noble. Jamás una canita al aire, nunca un beso de arrebato, mucho menos sexo de ocasión.

Su corazón estaba destrozado, el pobre hombre pensaba solo en que la muerte se lo llevara de una buena vez. La adoraba pero él siempre fue un imbécil, aunque de gran corazón y espíritu noble. Jamás una canita al aire, nunca un beso de arrebato, mucho menos sexo de ocasión.

Pero todo tiene su límite y la pasión fue deslizándose hacia el abismo. Poco a poco la necesidad de la caricia, del roce, de la sensualidad fue dando paso a la distancia, tan necesaria como incomprendida. La cama doble ya no era el mejor lugar, pero nunca surgió la idea de habitaciones separadas o de camas individuales. Las charlas habían dejado de ser, desde hacía un tiempo, interesantes, agradables, carecían de diálogo fluido, ameno. Ya no era lo mismo, no sentían la necesidad de que sus ojos se reflejen mutuamente. Pero ambos aceptaban esa situación de jueves cobarde. Los años pasaban con el indefectible crecimiento de los cuatro hijos, el deseo, en cambio, disminuía.

María decidió inteligentemente un vuelco de tuercas para su aburrida vida, comenzó a darle rienda suelta a su destino y tuvo la idea de desenterrar la pasión oculta entre árboles de invierno. Apeló, entonces, a aceptar propuestas sexuales que en otro momento hubiéranle resultado escandalosas, indecentes. La primera vez, se encontró con un compañero de la escuela primaria del que gustaba de piba. El contacto surgió a través de las redes sociales, se encontraron en un bar de paso, de trampa, de esos que tienen las persianas a media asta, luz tenue y cortinas oscuras, compartieron un café para luego instalarse un par de horas en un telo de ocasión. Mientras experimentaba el placer de un cuerpo novedoso, un olor diferente, un rozar poco frecuente. En su cabeza se filtraban imágenes de su marido, lo que le generaba bastante incomodidad: la culpa, sentimiento forjado  por una cultura occidental y cristiana que se manifestaba en un momento nunca más inoportuno, pero era su decisión y la sostenía convencida. El encuentro, a pesar de todo, resultó más que interesante. Por lo tanto, aventuras similares comenzaron a repetirse, casi, de manera habitual. Por lo menos una, vez a la semana María tenía encuentros con amantes. La culpa se fue diluyendo. 

José, por su parte, mantenía como premisa principal la fidelidad absoluta. En una oportunidad una compañera de oficina se le insinuó con una belleza descarada. Tenía una pollera azul marino, formal, ajustada que hacia juego con el saquito de cuyo pronunciado escote se afloraban unos senos encantadores. José esperaba el ascensor debido a que su oficina quedaba en el décimo piso, el vehículo que traza una trayectoria perfectamente vertical tenía capacidad para tres personas y un espejo bastante grande. Entraron juntos, eran buenos amigos, se entendían, sin embargo el nunca le insinuó nada, sus principios no se lo permitían aunque la deseaba de manera exponencial. Magdalena se dio media vuelta y comenzó a arreglarse el cabello, las pestañas, mientras por el espejo miraba de reojo al hombre a quien no le pareció extraña la situación, Magui era muy coqueta, aunque el escote tan pronunciado y la falta del corpiño le sorprendió. Él siempre la miraba. Tenías las tetas grandes. José pensaba que tenían un  tamaño ideal porque entraban perfectamente entre sus manos y sobraba bastante carne alrededor. La cola era un manjar aparte, grande, dura, redonda. Ella se inclinó levemente para ver de muy cerca una de sus cejas y la cola rozó levemente el sexo de José que a esa altura estaba a punto de destrozarle el pantalón de vestir negro con imperceptibles líneas grises. Magui, se agachó un poco más, ante un silencio abrumador dentro del reducido espacio que estaba perfumado dulce y sensualmente por unas esencias nuevas que la mujer estaba estrenando, su marido se l había traído el perfume de Francia. En ese movimiento una de sus tetas se escapó del escote. José la miraba por el espejo, perplejo, excitado pero no se movía, sus manos estaban al costado, aunque se moría de ganas de agarrarle las caderas, bajarse el pantalón, pero su moralidad se lo impedía. Magdalena con un acrobático paso de baile corrió con la pierna extendida, que pasó por al lado de José, la puerta del ascensor que inmediatamente se paró entre el quinto y sexto piso. Suavemente se levantó la falda y dejó entrever que debajo solo había una piel incomesurablemente suave. José veía sin poder creerlo. Ella continuó rozándolo sin decir una sola palabra, el hombre se resistía y con el pie corrió la puerta. El ascensor atravesó el octavo piso. Magdalena se acomodó la blusa, se bajó la pollera. Llegaron a destino y la tensión bajo a cero, abruptamente. Me encanta tu pija, le dijo al oído antes de atravesar la puerta, con esos labios carnosos, bajo la mirada de unos ojos rasgados, verdes. Magui, soy casado, le respondió casi tartamudeando.

La jornada de trabajo continuó con suma normalidad para José, a pesar del incidente. Llegó a su casa pasadas las 21 con toda la intención de tener sexo con María, situación que hacía tiempo no ocurría. Ella estaba esperándolo como todas las noches con la comida servida, debido a que su horario de trabajo era solo por la mañana, durante el resto del día se dedicaba a los niños. La saludó con un beso en la boca cargado de pasión, sorprendiéndola. Luego, uno en la frente a cada criatura que cuando terminaron la cena se fueron a dormir. José tenía la imagen fija de Magdalena en la cabeza, sus tetas, su culo, su espalda curvada, sus labios de seda, sus ojos felinos, su olor nebuloso, e invitó a María al dormitorio. El encuentro sexual fue intenso como hacía años no sucedía, ambos se mostraban conformes. Pero, después seguían distantes, eran más de diez años juntos. Ella, giró hacia su costado de la cama, estaba extenuada y cuando José estaba a punto de besarle la espalada para desearle buenas noches se encontró con una mancha de deseo, un chupón, para decirlo en criollo.   


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