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Adoleciendo
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30/03/2012 - Por Sebastián Ganzburg

Adoleciendo

Los seres humanos pertenecemos a una misma especie, por lo tanto es frecuente que se repitan historias similares, con características diferentes, pero con matices comunes. Las experiencias nos ayudan a crecer, comprender y analizar mejor las cosas o, por lo menos, tienen esa intención. Muchas veces lo bello, profundo e intenso, genera, en más de una oportunidad, situaciones dolorosas.

Los seres humanos pertenecemos a una misma especie, por lo tanto es frecuente que se repitan historias similares, con características diferentes, pero con matices comunes. Las experiencias nos ayudan a crecer, comprender y analizar mejor las cosas o, por lo menos, tienen esa intención. Muchas veces lo bello, profundo e intenso, genera, en más de una oportunidad, situaciones dolorosas.

Se conocían hace dos años. Todavía llevaban guardapolvo, estaban en segundo año del secundario y a poco de comenzar las clases decidieron ponerse de novios. Situación común, en prácticamente todos los adolescentes del mundo. Ese amor tan genuino, disparatado, extraño por ser la primera vez que se experimenta, suele ser absorbente, posesivo y abrumadoramente irracional. Los griegos, por ejemplo, consideraban que una persona enamorada incursionaba en un estado de intensa locura, que podía convertirse en incontrolable, generando hybris, o lo que es igual: desmesura, falta de control. Sensación que se manifiesta en todos los seres humanos, ocasionando, en más de una oportunidad, tragedias. Cuando uno es adolescente esto se potencia, una edad de rebeldía pero a la vez de intensa búsqueda y experimentación, debido, simplemente, a que se comienza a salir del rancho. 

Clemente y Rosalía se querían tiernamente. El debut sexual fue simultaneo luego de casi tres meses de besos y caricias amorales. Para que eso ocurra esperaron que los padres de Clemente salieran de casa, era de tarde, se sentaron en una plaza. Ella se subió sobre la falda del muchacho. Un policía se acercó, con cara de policía y voz de policía y panza de policía y les dijo: “estas cosas no se pueden hacer en un paseo público, tengan más respeto o me veré obligado a proceder”. Los pibes quedaron atónitos, enfurecidos por semejante consigna, la magia que estaban experimentando comenzó a esfumarse. Clemente miró el reloj que anunciaba que la hora había llegado. Tomados de la mano se dirigieron a casa del joven casi sin articular palabras. Llegaron y Rosalía con su tierna voz le imploró que cierre todo para que no entre un solo destello de luz. La situación no duró demasiado tiempo, Clemente se puso el preservativo, Rosalía se acostó, abrió las piernas y gimió por unos minutos, escasos, intensos, hasta que la penetración culminó. 

Continuaron entre besos, palabras cursis de ocasión, obsesiones variadas y un sinfín de planteos de celos absurdos debido a miradas impertinentes y mentiras pasajeras. El deseo del uno hacia el otro se acrecentaba y en la mínima oportunidad aprovechaban para mantener relaciones, las hormonas estaban más que alteradas. 

Ambos sabían el cuidado exhaustivo que debían tener para evitar embarazos, los padres recalcaban siempre el uso de preservativos pero la hybris hizo su trabajo y Rosalía quedó embarazada. No apelaron a la pastilla del día después, por desconocimiento y con quince años estaban por traer una criatura que no deseaban a este mundo tragicómico. 

Indefectiblemente surgió, semanas después, la opción del aborto. La madre de la niña ayudó en la búsqueda de alguien que hiciera este tipo de trabajo ilegal. Deambularon de barrio en barrio, por clínicas privadas y hospitales públicos, hasta que encontraron a un médico que se especializaba en el tema. Llegaron a una especie de consultorio que reunía las mínimas condiciones de higiene y sanidad. La revisó y aseguró que debía abortar cuanto antes. El feto no podía seguir creciendo, caso contrario se complicaría. Rosalía escuchó con atención, mientras su cabeza nadaba por una galaxia nebulosa. Estaba segura de la decisión, no había nada que le hiciera cambiar de parecer, a pesar de las recomendaciones de algunas amigas quienes opinaban que lo que estaba a punto de realizar era un crimen. Ella sabía, con absoluta certeza, que el crimen sería traer a esa criatura al mundo, no la quería para su vida, no se sentía preparada para ser madre y no tenía la menor posibilidad de darle un techo, una cama, un puchero. No la deseaba. 

El tiempo era breve y la suma que debía pagarle al médico, alta. Su familia estaba atravesando una situación económica asfixiante, su padre hacía dos meses que estaba desempleado y su madre fue toda la vida ama de casa. 

Clemente, muchacho de clase media, se comprometió a conseguir el dinero que juntó en una semana. No fue un trabajo sencillo. Apeló a sus padres, tíos, primos. 

Rosalía llegó con su madre que la esperaba afuera pues le prohibieron el paso. El legrado fue sencillo, no duró más de quince minutos, le produjo dolores pero le recetaron antinflamatorios y al cabo de unos pocos días estaba en buen estado de salud. 

Rosalía y Clemente siguieron juntos, con mayor cuidado. Ella psicológicamente superó el problema, aunque le costó unos meses de terapia, contención familiar. 

Meses después, Carolina, amiga íntima de Rosalía, quedó embarazada. La joven vivía en los bajos suburbios de la ciudad. Por recomendación de su amiga visitó al mismo médico. El precio era demasiado alto para su flaco bolsillo. Su pareja no se hizo cargo de nada y conseguir tanto dinero le resultaba imposible. Buscó por todos lados y se enteró que una enfermera del hospital practicaba abortos. La mujer de casi sesenta años le recetó unas inyecciones muy fuertes para que el útero se debilite. Carolina se las puso y al día siguiente volvió al consultorio. 

El legrado duró un par de horas, Carolina salió con dolores muy fuertes, intensos. Atravesó un calvario, el lugar era sucio. Los días de recuperación los pasó sola, angustiada. 

Había transcurrido una semana de aquél día y continuaba con pérdida de sangre. Rosalía fue a visitarla y se encontró con una mujer pálida, al cabo de unos minutos Caro estaba internada en terapia, el líquido rojo fluía incansablemente. Su familia llegó al poco tiempo. No estaban enterados del aborto.

Carolina agonizaba. 


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