En el brazo izquierdo de Graciela, apoyaba su pequeña cabeza, Martincito, que tenía ocho meses. Estaba dormido, agotado luego de una jornada ardua. Micaela soñaba al lado del asiento de su mamá que la abrazaba y sostenía con la otra mano. La mujer de treinta años miraba por la ventana cómo el tiempo pasaba indefectiblemente. Afuera estaban los autos, los colectivos que transitan esa ciudad gris, ruidosa y caótica que es San Miguel de Tucumán. Eran cerca de las nueve de la noche, volvían del campo, de la casa de unos parientes donde no habían parado de jugar, divertirse.
En el brazo izquierdo de Graciela, apoyaba su pequeña cabeza, Martincito, que tenía ocho meses. Estaba dormido, agotado luego de una jornada ardua. Micaela soñaba al lado del asiento de su mamá que la abrazaba y sostenía con la otra mano. La mujer de treinta años miraba por la ventana cómo el tiempo pasaba indefectiblemente. Afuera estaban los autos, los colectivos que transitan esa ciudad gris, ruidosa y caótica que es San Miguel de Tucumán. Eran cerca de las nueve de la noche, volvían del campo, de la casa de unos parientes donde no habían parado de jugar, divertirse.
Hacía once años que Graciela se había casado con Joaquín, la edad que tenía Micaela. En un principio la relación era hermosa y tierna, sin embargo con el correr del tiempo las cosas se fueron complicando como habitualmente ocurre. La situación económica no era la mejor, pero la sobrellevaban, la peleaban palmo a palmo. Ese día, la mujer no había trabajado. Se dedicaba a limpiar casas, un oficio que lo había heredado de su madre, cosa que le impidió nunca realizarse como mujer. Estudió como pudo, ya de grande, en la primaria y luego le tocó el secundario que le costó un poco más, aunque logró egresar.
Hacía unos cuantos años que estaba recibida pero seguía trabajando de mucama, era lo que sabía hacer y no le disgustaba demasiado, tenía una patrona que se caracterizaba por su gran corazón. Graciela no cobraba mal, le hacían los aportes jubilatorios, con una antigüedad que alcanzaba los seis años. Como madre se sentía conforme, hacía lo que podía, con amor, dedicación y responsabilidad para el bien de sus hijos. Cuando trabajaba, por la mañana, dejaba a Micaela en la escuela, a las ocho, y ahora, que tenía a su bebé, lo llevaba a cuesta, le daba la teta y lo hacía dormir mientras limpiaba los rincones de ese hogar tan diferente al suyo pero al que le había adquirido un cariño especial. Su hija ya sabía manejarse sola, la vida así se lo había enseñado, la muchacha salía de la escuela, tomaba el colectivo y se bajaba a metros de su casa. Su mamá le dejaba el almuerzo listo, que lo había preparado la noche anterior, para que ella lo caliente, ponga la mesa y espere a su papá que promediando las una treinta de la tarde estaba en casa. Era carpintero, no ejercía su oficio lejos de casa, por eso, aunque habían jornadas interminables, se daba tiempo para estar con su nena y compartir la comida. Cuando terminaban, el papá preguntaba por las actividades realizadas en la escuela, le revisaba el cuaderno y le pedía que haga los deberes, mientras él se acostaba una horita a descansar.
Esa noche, de regreso al hogar, Graciela estaba melancólica, no dejaba de pensar, cargaba una preciosa nena casi adolescente y un bebé, mientras experimentaba una sensación no imaginada aunque nada extraña, incluso habitual, en la vida humana. No se sentía cómoda con su pareja, no cuestionaba a Joaquín ni como padre, ni como hombre, pero no estaba bien, ni cómoda. Pensaba, analizaba, le daba vuelta al tema una y mil veces.
¿Qué hago? ¿Cómo seguir? Más de una década de estar con vos, mi vida, pero siento que el final se aproxima. Te amo entera, sin embargo me cuesta tolerarte, me cuesta mucho ceder terreno todo el tiempo, siento que esta relación me está matando. Pero a la vez, no quiero perderte, tenemos esta bella criatura que llegó a nosotros hace menos de un año, que te necesita, que nos necesita.
Graciela pensaba mientras miraba por la ventana, sabía que debía tomar una decisión y consideraba que era el momento, no estaba dispuesta a continuar así, resistiendo, aguantando una relación, sosteniéndola mientras su cuerpo y su cabeza eran cada vez más pesadas. A pesar de su corta edad, tenía una vida intensa. Esta nueva situación la angustiaba. Siempre pensó que compartiría toda la vida con su compañero.
Desde los quince que no paraba de laburar, dos años después se había marchado de casa, no soportaba verla llorar a su madre producto de las brutales palizas que su padre le propinaba a esa sumisa mujer. Graciela, desde entonces, quien también las había sufrido, decidió que no repetiría la historia, que sería una mujer libre. A pesar de su condición social, no iba a permitir que nadie la humillara. Lo primero que hizo fue ingresar a la escuela nocturna. En el cursado conoció a Joaquín, ese humilde muchacho que la ayudó y apoyó en todo. Graciela se sentía en deuda con el hombre.
Sin vos no hubiera logrado salir adelante, me ayudaste siempre, me apoyaste en todo, me brindaste afecto y contención cuando lo necesitaba.
La decisión no era sencilla, sobre todo por el bebé, sabía que siempre podría contar con su marido, pues se comprometió desde el primer momento. Cuando ella quedó embarazada sin haberlo deseado, Joaquín le preguntó qué decisión tomaría y al instante le dijo, con sinceridad y convicción:
La decisión es tuya, es tu cuerpo. Yo estaré con vos y aceptaré lo que creas mejor.
Con la segunda criatura fue diferente, la proyectaron durante un buen tiempo, creyeron que era hora de traer una vida más a la familia, pasaron por nueve meses maravillosos, pero desde hacía seis que Graciela no podía más. Se dio cuenta que no pensaba igual que Joaquín, que los proyectos en común no alcanzan, que necesitaba para su vida esa sensación tan preciada, anhelada, llamada libertad. Su hombre era celoso, absolutamente asfixiante.
Siento que me ahogo, que no puedo respirar, es como si me faltara el aire, no quiero esto para mi vida. No quiero esto para mis hijos, no quiero que vean a su madre infeliz. No es justo ni para mi, ni para ellos.
Estaba llegando a su parada, a media cuadra de su casa. Joaquín la esperaba, con la cena lista y una cervecita helada para apaciguar el arduo calor tucumano. Graciela dejó en la cuna a Martín, abrazó con toda sus fuerzas a su marido y se dirigió directamente a la ducha. Se sentía extenuada, nerviosa. El corazón parecía que estaba a punto de estallarle. Intentó tranquilizarse mientras la toalla se deslizaba por su piel color marrón, firme y suave. Se vistió y los tres cenaron al igual que todas las noches. Micaela despidió a ambos con un beso y se fue a dormir.
Hasta mañana mamá. Chau papito.
Quedaron solos
Joaquín, ¿te animás a que tomemos otra cerveza?
Sin responder, el hombre fue a comprar la bebida, naturalmente. Cuando volvió observó que su mujer no estaba en la sala, entonces se dirigió al fondo de la casa, lugar donde, en más de una ocasión, pasaban el tiempo conversando. El cuadro era impactante. De la rama de un viejo árbol colgaba Graciela, quien había muerto asfixiada por la soga que le circundaba el cuello.
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