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14/03/2012 - Un día como hoy pero de 1975

Muere Leónidas Barletta, fundador del Teatro del Pueblo

Narrador, periodista y dramaturgo, entusiasta animador del grupo literario de Boedo, promotor del movimiento de teatros independientes, director del Teatro del Pueblo y del periódico cultural Propósitos, fue secretario de redacción de la revista Claridad. Autor de una considerable obra escrita en la que destacan "Vidas perdidas", "Vientos trágicos", "La ciudad de un hombre", "Royal circo", "El barco en la botella", "Historia de perros", "Un señor de levita (novela de Barrio Norte)", había nacido el 30 de agosto de 1902. VIDEO

Leónidas Barletta (1902-1975) nació en Buenos Aires, fue escritor, periodista y dramaturgo. Figura central del Grupo Boedo, el cual funda junto a Elías Castelnuovo, Álvaro Yunque y Roberto Mariani, crea en 1930 el Teatro del Pueblo. Su personalidad resulta clave a la hora de analizar la historia cultural argentina del siglo pasado.Huérfano de madre a los siete años y de padre ausente, Barletta pasa su niñez al cuidado de diferentes tías. Salgari, Dumas y Verne estuvieron entre sus primeras lecturas. Cuando terminó la escuela primaria decidió no estudiar más y empezó a ganarse la vida trabajando. Entre 1924 y 1937, en paralelo con sus actividades literarias y teatrales, fue despachante de aduana en el puerto. Tras unos años como presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, en 1952 fundó Propósitos, un periódico político–cultural en el que acaso desarrolló su máxima lucidez como periodista e intelectual. Desde allí se opuso a los golpes militares, criticó ácidamente a Juan Perón durante y después de sus dos primeras presidencias y rescató la figura de Evita, denunció las maniobras para privatizar la producción y explotación del petróleo y defendió el rol de YPF, rechazó la requisitoria de EE.UU. para que la Argentina se sumara a la guerra de Vietnam. Posturas estas que le significaron persecuciones y clausuras varias. Propósitos, que llegó a tener una tirada de 100.000 ejemplares, quedó descontinuado en 1975, año del fallecimiento de Barletta.

Los temas centrales de su vasta producción literaria son la pobreza y las diferencias sociales. Sus personajes son, en general, hombres y mujeres pobres, y sus circunstancias, sentimientos e historias son narrados desde una óptica solidaria y comprensiva. En su obra podemos mencionar entre otros libros Royal circo, Historia de Perros, La felicidad gris, De espaldas a la luna, Pájaros negros, Canciones agrias, Cuentos realistas, Vidas perdidas, Vientres trágicos, La ciudad de un hombre, El barco en la botella, Vigilia por una pasión, Cuentos del hombre que daba de comer a su sombra y el ensayo Boedo y Florida

 

Así escribe

 


CUENTOS DEL ZAPATERO ARTIDORO

 Dilema

A las seis de la mañana Artidoro dejaba el catre y ponía en acción sus sentidos en la piecita oscura que un tabique de tablas formaba al dividir el pasillo abandona­do en local del tallercito de composturas de calzado.
El lugar era tan estrecho que al pasar delante de la mesita del zapatero había que ponerse de costado.

Se llegaba a él desde la calle bajando ocho o diez escalones de mármol agrietados y sucios, los primeros cua­tro o cinco en línea recta desde la vereda, los siguientes, doblando bruscamente hacia el pasillo que recibía un po­co de aire y luz de un ventanuco a ras de la vereda. Pe­ro si el lugar no era ancho, en cambio tenía el largo su­ficiente para ubicar el catre, una silla de paja, una me­sita de madera, el tabique con una abertura sin puerta, una pileta con su canilla de agua, la banqueta de traba­jo, una silla de paja con las patas cortadas y trapos en el asiento que se amoldaban a la forma del cuerpo, y ha­cían menos penosa la posición. Al lado estaba la horma alta, el trespié, el tacho del agua para mojar la suela, las herramientas y un centenar de zapatos viejos que colga­ban de las paredes, sujetos por pares, de los cordones en­ganchados a un clavo.
Los inventarios son engorrosos y es posible que me olvide de muchas cosas que merecen ser anotadas. Pero es tan poco lo que tengo que decir de Artidoro, que si no enumero las cosas que formaban su mundo, lo poco que diga de él no tiene sentido.

Los momentos siguientes al despertar eran, sin em­bargo, los más agradables para el zapatero. No era gor­do, ni flaco, ni alto, ni bajo, ni calvo, ni melenudo, ni blanco, ni trigueño, era. . . Artidoro. Oía cómo se detenía el carro del lechero y la puntualidad pétrea del marchante le servía de reloj.

No se lavaba por falta de hábito, porque sus manos estaban tan percudidas y con una costra tan gruesa de tinta, cera, betún y cola que el agua y el jabón no pene­traban. Se pasaba un trapo húmedo por los ojos, se so­naba, se peinaba con los dedos, se enjuagaba la boca con ­un sorbo de agua que echaba en el tacho donde remojaba la suela y pasando sobre los zapatos esparcidos por el sue­lo, a riesgo de perder el equilibrio, llegaba hasta su si­llita, se colgaba del cuello el delantal increíblemente su­cio y se ponía a trabajar.
Un calorcito tenue subía por su cuerpo. La luz que entraba era todavía incierta. Si tenía hambre abría el cajón de la mesita y buscaba hasta encontrar envuelto en el mismo papel de la despensa un pedazo de queso duro. En una bolsita que pendía de uno de los palos del res­paldo de la silla había galletas marineras.
Masticaba durante un rato (rusicaba decía él en su endiablado dialecto) sin dejar de trabajar y no siempre, en la misma lamparita de alcohol donde se calentaba el fierro para extender la cera, se hacía un jarro de café o de mate.

Esto no ocurría durante las fiestas del Centenario, sino en los días que corren. Y a pesar de la puerta clausurada del fondo del pasillo, junto al catre, puerta de ­hierro que daba al patio del conventillo, muchas cosas del mundo se colaban en el agujero del taller de com­posturas.

Sin embargo, lo que más angustiaba a Artidoro era el precio de las cosas. No hablemos de la suela, de los cla­vos, del cemento, todo subía. La gente se miraba azorada. El pan a tres pesos con ochenta. Y el pan, ya se sabe, sólo a los ricos puede prohibírseles que coman pan y lo susti­tuyan con grisines.
Pero la angustia casi llega a la desesperación el día que Antonio, el verdulero, que se ponía el sombrero a la mon­tañesa, asomó la cabeza en el cuchitril y gritó:
—¿Querés algo, vó?
—Dame una manzana (bueno: dijo mensana) y una cabeza de ajo.
—La manzana hoy te sale tres pesos y el ajo uniochenta…
Artidoro se quedó con el martillo en el aire. Se sacó los clavitos de la boca y con los ojos grandes fijos en el verdulero, murmuró:
—¿Te volviste loco, Antonio?
—¿Loco yo? Vamo, Artidoro, despertate un poco…
El zapatero musitó:
—No preciso nada, dejalo por hoy, no preciso nada…
—Ahora el loco sos vo… algo tenés que comer si no te querés enfermar... Sacá de la ollita... private de todo, pero de comer no, que te vas a arruinar.
Y cuando le trajo la cabeza de ajo y la manzana y de cinco pesos le dió veinte centavos de vuelto, le hizo, con un chiquito de burla:
—Total. .. a vo trabajo no te falta. En ve de cobrar diez y ocho la media suela, la cobrás veinticinco. ¿Es­tamos?
Bruscamente, Artidoro, se irguió con los ojos llenos de fuego, crispado. El martillo cayó al suelo, la banqui­lla se tambaleó.
—¡Ma qué estamos, ni estamos... —gritó—. ¿Quie­ren hacer volver loca a la gente? Primero el viaje estaba a mil y quinientos y la media suela clavada a seis pesos… y junta y junta; después vino a tres mil y la media sue­la a nueve... y junta y junta: ahora el viaje está, a ocho mil y quinientos y la media suela a diez y ocho, y siempre te falta, y aquella pobre espera que te espera Y no la puedo hacer venir.
Y se le ahogó un sollozo en la garganta.
El verdulero se detuvo con el pie en el primer escalón y le reprochó seriamente:
—Miralo al grandote, llorando como una criatura por una mujer.
El zapatero se había vuelto a sentar y se llenaba la boca de clavos.
Sentía cómo las lágrimas calientes corrían por la piel dura de su cara. Puso una fila de clavitos, se detu­vo y sacó de la bolsa la cabeza de ajo. Entre sus dedos negros era como una joya recubierta de seda. La abrió de­licadamente. Eran diez dientes rosados, apretados, bri­llantes. Sacó uno, lo picó con la trincheta usando la ga­lleta como platillo y empezó a comer. El ajo con su olor picante le comunicaba cierto vigor. Se reprochaba: ¿Sabroso, eh? (Saporito). Por cada diente de ajo que comés, son diez y ocho centavos que le sacás al viaje de Estela. Pero tampoco voy a juntar la plata para que venga a ver a un muerto.
Siguió trabajando y con cada golpe de martillo, pen­saba: Si me gasto la plata en la comida, no la puedo ha­cer venir; si no como me arruino y si no viene, seguro ­que me voy a morir.


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