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Sentía que su cuerpo estaba energicamente cargado de pasión
Camara fotoAMPLIARSentía que su cuerpo estaba energicamente cargado de pasión
02/03/2012 - Por Sebastián Ganzburg

El impacto de Grisél

Dicen que los seres humanos estamos hechos de energía, dicen que la energía no se pierde, sino que se transforma. Algo de cierto debe haber. Nuestra historia ocurrió no hace mucho tiempo, en Buenos Aires, comenzó en Boedo y se extendió hacia Barracas. Fue de madrugada, entre amigos, copas, acordeones, milonga. Se festejaba el hecho de estar vivos, excusa suficiente.

Ni una sola palabra, solamente bastó un par de miradas y un acercamiento sin roces para que la cuestión energética se dispare, fluya, invada, exprese y se compenetren. Luisito descorchaba un vino y ella se acercó a buscar hielo. La compenetración invadió el instante con colores brumosos y cálidos. 

La fiesta no acababa de terminar, pero los vasos ya estaban vacíos y el único trago que quedaba se volcó en la camisa de Joaquín que reía sin poder llorar. Estaba entretenido pensando en cómo se iba a parar, en cómo hacer para mantenerse en pie. Bueno, todo llegaba a ese anunciado final inevitable. Ni siquiera habían bailado un solo tango, pero Grisél le sacó el número de teléfono antes de partir. La muchachada (genérico que, en este caso, incluye a las mujeres) se despidió con notable amabilidad y camaradería. Eran más de veinte, menos de treinta. Todos se fueron. 

La madrugaba oscura era cada vez más efímera, Luisito caminaba solo por la larga Boedo que a esa hora estaba serena, reflejando inocuidad, oscura y agradable. Caminaba contemplando la plateada perla que imponía pulcritud, sutileza, reflexión. A esa altura observaba el mundo en tercera persona debido a que las innumerables copas que bebió lo dejaron sin destino, la noche finalizaría en unos minutos, pero esa brevedad no siempre es tal. En más de una oportunidad ocurre que la intensidad del momento nos transporta a particulares líneas de tiempo que parecen estancadas. Luisito era un tipo de la noche y así lo entendía. Caminó dos, tres, cuatro cuadras y media cuando el desconcertante ruido del celular lo cautivó, todavía no había atendido cuando de repente, sin mayores explicaciones, sintió una extraña sensación de agradable frío en la espalda, casi una corriente eléctrica. No pensó demasiado, observó que la llamada era desconocida, atendió y del otro lado una voz suave, áspera, sensual, arenosa le dijo: avenida Caseros, entre San José y Santiago del Estero, casa de rejas verdes con balconcito, te espero. 

La voz le resultó familiar, la extraña sensación que sintió mientras sonaba el celular no desapareció del todo, el cansancio que tenía producto del festín era una anécdota. El cielo, a pesar de ser cerca de las cinco, seguía pintado de ese azul único y oscuro. Se detuvo dos minutos y visualizó que la dirección era justo al frente del Parque España, en el barrio de Barracas. No era lejos, un poco más de veinte cuadras de donde estaba. Tenía que atravesar el barrio Parque Patricios, así que decidió tomar un taxi y diez minutos después llegaba a destino. 

Las tejas, las rejas, el balcón eran inconfundibles, parecía como, si justo ahí, el tiempo nunca hubiera pasado. Una casa vieja pero imponente, con las paredes gastadas, la vereda desprolija. En el balcón apoyada en la reja estaba una mujer con una fina salida de cama de raso, blanco y con el cabello húmedo que le gritó: esperame, ahora bajo. No sentía ni una gota de cansancio, estaba ansioso y desesperado por verla de nuevo. Grisél se acercó suavemente, le abrió la puerta, lo hizo pasar, subió las escaleras, mientras Luisito la seguía atónito, excitado, extasiado, decididamente obnubilado. Entraron al departamento sin intercambiar palabras. Estaba oscuro, solo se escuchaba el canto de un grillo, el aire fresco y primaveral que generaba pulcramente ese parque tan verde y arbolado. Cruzaron el comedor y cuando ella estaba por invitarlo al balcón, Luisito se acercó descaradamente con una imperiosa necesidad de abrazarla, cosa que efectivamente concretó. Sus manos recorrieron su suavidad y con el tacto descubrió que debajo de esa sensual tela solamente había piel. Era sedosa y dorada, lo cual hechizó abrumadoramente la cabeza del hombre, quien la besaba y acariciaba delicadamente. 

Llevame a tu pieza. 

Sin responder, la morocha lo agarró de la mano y se deslizó por el piso de parqué recién lustrado. Ya en la cama, el hombre, descubrió que sus pechos eran tiernos, firmes y sólidos. Que sus piernas eran anchas, suaves e irresistibles. Que su cola constituía una perfecta manzana. 

Unas cuantas horas habían pasado de la claridad celeste, sin embargo el sueño no lo vencía, ni siquiera lo molestaba. Sentía que su cuerpo estaba energicamente cargado de pasión, los olores en la habitación invadía su olfato de manera deliciosa. Finalmente ambos quedaron dormidos, solo un par de horas. Luisito se levantó, mientras ella seguía acostada y la contempló. El cabello finamente ondulado apenas pasaba el cuello, estaba acurrucada, la perfecta espalda se iba achicando dando lugar a una sutil cintura, era quizá el paisaje más simple y hermoso porque el recorrido que iba desde sus pies a su cola parecía el camino hacia el edén. El deseo era absoluto pero se tenía que marchar. Se inclinó, pasó su nariz por su piel, le acarició las piernas, le dio un beso en el cuello y salió. Abrió la puerta, cruzó el umbral y tiró la llave por debajo.  

El sol se imponía abruptamente, caminó unos cuantos pasos hasta llegar a un banquito custodiado por un gomero gigante, se sentó, encendió un cigarro y contempló que el mundo seguía girando.   


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