Un cuadro amarillo, pintado por los faroles de la noche en Peatonal Muñecas. Drugstore, casas de vente de ropa, de calzado, de celulares, todos con las persianas bajas. Durante la medianoche el desorden se acumula en cada conjunto de baldosas, las blancas forman un rombo al igual que las negras, intercalados uno del otro. Los papelitos se acumularon durante la vertiginosa jornada, ensuciando el transitado paseo.
Los cestos de basura están colapsados, no entra una sola caja, lata o paquete. Se lo observa en el medio. Entre dos particulares imágenes, dos hombres que descansan luego de un día de calor, agobiante. Pero ¿qué hacen a la medianoche en la calle? El que está a la izquierda es Manolito, un canillita que se pasa la vida sacándole brillo a las pisadas de la vida. No quiere volver a su casa, no quiere encontrarse con su mujer, con sus hijos, ni con sus nietos. No quiere intercambiar una sola palabra con nadie. Su mujer lo desprecia, sus hijos ya son grandes, el par de nietos que tiene lo aman, pero el no quiere volver, no necesita encontrarse con aquella señora de su misma edad, de casi sesenta, que no goza del mejor carácter, es mandona, terca, agresiva, autoritaria, agotadora. Trabaja limpiando las miserias de sus pares, todos los días en casas diferentes.
Manolito se acostó, en ese banquito blanco, que no es tan incomodo y alberga una multitud de traseros de todo tipo, desde princesas aterciopeladas con enredaderas de coral, hasta pibitos acongojados cuya falta de cariño se refleja en sus pupilas de algodón.
Del lado derecho, casi imperceptible, está Coquito, sentado en el cajón de su amigo, apoya en su ancha espalda aquella pared. Su enorme cabeza cuelga del cuello robusto. Está cansado de barrer las calles, una y otra vez, mirando como la escoba junta la tierra que se convierte en montoncitos. Está cansado de cuidar, ese es su oficio cuidar, ser sereno, observar movimientos peligrosos, custodiar la seguridad de los otros. Lo hizo siempre, lo sigue haciendo, aunque el mango no le alcance. Tampoco quiere llegar a su casa. Vive solo en una pocilga cerca del Bajo. En el centro de la habitación hay una mesita, con su respectiva silla, donde descanza una taza, al costado un catre roto, nada acogedor. Coquito no quiere regresar a rencontrarse con su miseria.
Ambos duermen a veinte metros de distancia, bajo la penumbra amarilla de un ambiente húmedo y caluroso, en una noche serena, por el mes de febrero.
Sebastián Ganzburg
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