Quién está jugando, papá?, preguntó mi hijo, mientras, con mi hermano y un par de amigos, veíamos un partido y comíamos el asado del domingo. Belgrano con Independientes, le contesté. ¿Y quién querés que gane? Belgrano, porque es del interior, en cambio los rojos son porteños, repliqué inmediatamente.
Por Sebastián Ganzburg
Quién está jugando, papá?, preguntó mi hijo, mientras, con mi hermano y un par de amigos, veíamos un partido y comíamos el asado del domingo. Belgrano con Independientes, le contesté. ¿Y quién querés que gane? Belgrano, porque es del interior, en cambio los rojos son porteños, repliqué inmediatamente.
Pareciera que la disputa entre unitarios y federales se trasladó al fútbol. Desde que tengo conciencia mi criterio para tener un equipo preferido en un partido está marcado por su procedencia, cosa que no ocurre en un enfrentamiento entre conjuntos de la misma ciudad, eso es otra cosa. Pero en el fútbol grande de la Argentina, sobre todo en la Primera División, donde los equipos de Buenos Aires son la mayoría, elijo siempre a los del interior, sean de la provincia que sean.
Este sentimiento es común en muchos fanáticos del fútbol, aunque en algunos casos ocurren contradicciones muy curiosas. No son pocas las oportunidades en las que el individuo en cuestión ante la pregunta: de qué equipo sos hincha, conteste: de San Martín y Boca; de Atlético y Racing; de Belgrano y River; de Gimnasia de Jujuy e Independiente. En todas las provincias de Argentina estas respuestas se repiten. Porteñocentrismo.
Muchas veces esta situación me llevó a planteamientos éticos, morales, de principios a la hora de ver un partido. En los planos internacionales me sucede algo bastante particular. Por ejemplo, jamás se me ocurría gritar un gol de Alemania, EEUU, España, Italia. En cambio cuando gana Nigeria, Chile, Uruguay y hasta Brasil, derramo pasión.
Esto me recuerda a un amigo de la infancia. El vago era grandote y futbolero desde la cuna. De dos jugaba, a veces de seis. Iba fuerte, no descuidaba las espaldas y tenía una patada impresionante.
Fue precisamente en 1990, Argentina venía de ser campeón con el mejor jugador de todos los tiempos entre sus filas, el Diego. Ese mundial Maradona jugó infiltrado cada encuentro, con el tobillo a punto de estallar.
Hernán Loreficce, tucumano, inexplicablemente, quería que la Copa del Mundo sea para los tanos. No se si su papá le metió esas ideas, la cosa es que el muchacho era hincha de los azules.
No puedo sacarme de la cabeza las imágenes de ese día. Estábamos en una bar todos los pibes del barrio. El equipo de Bilardo, el narigón, sufrió los golpes italianos durante los noventa minutos. Casi lo matan al Diego, que ante 80 mil personas la mostraba, hacía taquito, la picaba, daba cuenta de toda su genialidad. Empatamos uno a uno y en los penales el Goyco se lució, cuatro a tres y Argentina a la final. El desenlace es archi conocido: la perdimos con Alemania, por un penal pelotudo del tucumano Monzón.
La cosa es que cuando lo descalificamos a los tanos, todos gritando eufóricos, le tocamos el portero a Hernán, que en su casa, junto con su padre estaban lamentándose. Nos atendió la mamá, chicos, hernancito está muy triste, dice que se acostará a dormir. Esta bien, señora, respondimos. Subimos a casa del Turquito y lo llamamos por teléfono, le dijimos a su hermana que nos haga la segunda, la pendeja aceptó sin problema, Italia estaba enamorado de la Ceci. Cuando esa dulce vocesita hizo su trabajo, le quitamos el aparato abruptamente a la piba que no entendía nada y a coro gritamos: ¡los dejamos afuera, tanos putos, cabezón y la reconcha de tu madre!
Durante un mes, Hernán, no nos dirigió una sola palabra. Su apodo, luego de más de dos década de aquel suceso, sigue siendo el mismo “Italia”.
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