Morruda, rápida, morocha, de rasgos incaicos. Firme, astuta y habilidosa. La Euge jugaba muy bien al fútbol. Doce años teníamos. El Turquito, Fabri, Poyo, la Euge y yo constituíamos el equipo. Siempre encontrábamos a quien hacerle el partido.
Por Sebastián Ganzburg
Morruda, rápida, morocha, de rasgos incaicos. Firme, astuta y habilidosa. La Euge jugaba muy bien al fútbol. Doce años teníamos. El Turquito, Fabri, Poyo, la Euge y yo constituíamos el equipo. Siempre encontrábamos a quien hacerle el partido.
No era fea, pero si machona. Los pibes son crueles. Así le decían, machona. Y la verdad que era una buena changa. Ella se divertía jugando al fútbol, cabeceaba, la paraba de pechito. La entendía muy bien. La chica fue creciendo. Entró al secundario y la cabeza fue adaptándose a la sociedad. Intentó ser más coqueta, aunque no dejaba de jugar con nosotros. No duró mucho el equipo. El resto de los vecinos, de quienes también éramos amigos, la fueron apartando, dejando de lado. Por lo tanto, no tuvo más remedio que colgar los botines. Una lástima. La creíamos una crack.
Un día, la vida nos sorprendió, como casi siempre ocurre. El barrio era hermoso. Cinco edificios grandes. Viviendas del Fonabi. Cruzando la avenida Hipólito Yrigoyen, a la par del Río Chico, que atraviesa todo San Salvador. A unos metros, la Plaza de los Inmigrantes. Precisamente allí fue donde sucedió todo.
Habitualmente, durante las siestas, jugábamos, practicando penales, tiros libres y todas esas boludeces que hace uno cuando es chico. Entonces llegó Cuaji, un amigo del Turquito, y nos propone un partido. Ellos también eran cinco. Nosotros lo habíamos incorporado al Fei. Nos saludamos entre todos. Le vamos a dar la mano al quinto y nos pone la mejilla. Era la Euge. Hola chicos, nos dijo. Nos quedamos fríos. Sorprendidos. Hola Negra, le contesto Fabri, a las risas. Por primera vez nos íbamos a enfrentar. Tres años hacía que no jugábamos juntos. Teníamos quince ya. Todos, en pleno secundario.
Fue duro ver a nuestra estrella brillar en otro equipo, pero no quedaba otra. La respetábamos. La manejaba mucho mejor que antes. Estaba más aceitada y certera a la hora de pegarle al arco. Había adoptado la posición de diez. Enganche. La pisaba. Te la mostraba y la volvía a llevar hacia atrás para tomar impulso, poner primera y salir en velocidad. Gambeta larga. No era egoísta. Veía a un compañero habilitado y se la ponía como con la mano. Una ídola.
No se en que momento ocurrió. Los partidos duraban lo que nos daba el cuerpo o muchas veces poníamos como tope goles. Hasta los diez, había sugerido Cuaji. Bueno, como te decía, no se en que momento ocurrió, pero la Negra hizo una jugada de antología. Arma una pared cerca de su arco con Cuaji. Éste se la devuelve de primera. La Euge la para de puntín. Dispara en velocidad, yo me le tiro a los pies y me salta como Diego a los ingleses. Llega Fabri de frente, se la toca sutilmente y la pelota pasa por debajo de las piernas, mientras ella la esperaba a las espaladas de mi amigo. La desplaza con derecha hacia ese lado. El Turquito, sucio para el juego, la agarra de la camiseta, la Euge lo aparta con el brazo y queda mano a mano con el Poyo, a quien le tocaba atajar, el Poyo salió para achicar y la Euge se la picó. Como el Burrito Ortega, en sus mejores tiempos en River. El esférico hizo una trayectoria, por lo menos rara. Describió una comba, a poca velocidad, y cayó justo al costado del palo derecho del arquero, al arco lo hacíamos con dos piedras, pero no entró. El barro logró atajarla. Salimos todos corriendo. El Turquito intentó agarrarla, pero se escabulló otra vez. El Poyo también se lanzó de frente, con los brazos hacia adelante, pero la Euge llegó y la metió de emboquillada. El Poyo quedó con las narices en el barro, observando el botín izquierdo de nuestra amiga, que más tarde, se convertiría en una de las jugadoras de fútbol más importantes que dio el país.
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