En "Señores niños", el escritor francés Daniel Pennac retorna sobre uno de sus tópicos, el de la lectura por placer, esta vez bajo la figura de niños que se vuelven hombres y hombres que se vuelven niños: una inversión que le permite reflexionar sobre el estatuto de la identidad y sobre la imposibilidad lógica de ponerse en el lugar del otro.
Por Pablo Chacón para Telam
El libro -publicado por el sello Random House Mondadori- disfrazado de
fábula, pone en acto, una vez más, la máxima que organiza la literatura
del autor de "Mal de escuela": "leer no es imperativo".
Pennac nació en Casablanca (Marruecos) en 1944. Hijo de un militar
francés, después de una infancia entre Africa y el sudeste asiático, se
licenció y comenzó a trabajar como profesor de lengua y literatura en un
liceo en París.
Sus primeros libros -catalogados como infantiles- no oscurecieron su
primer gran éxito de ventas, "Como una novela", un ensayo de amor
incondicional por la lectura, que tiene como eje un decálogo para todo
buen lector.
Esto es, "el derecho a no leer"; "el derecho a saltarnos páginas"; "el
derecho a no terminar un libro"; "el derecho a releer"; "el derecho a
leer cualquier cosa"; "el derecho a leer en voz alta"; "el derecho al
bovarismo"; "el derecho a leer en cualquier lugar"; "el derecho a
hojear"; y "el derecho a callarnos".
Con el éxito que alcanzó la saga "El señor Malaussene", Pennac dejó la
enseñanza (nunca la pasión didáctica) pero pudo dedicarse sólo a la
escritura. "Señores niños" se publicó en francés en 1997.
Fundado sobre esos diez postulados, la novela transcurre en una escuela,
pero es narrada desde una tumba del cementerio de Pere-Lachaise, en
París, por Pierre, el padre de Igor, uno de los tres jóvenes
protagonistas de la novela.
Castigados por un profesor al que los alumnos ofenden, serán castigados
con una redacción -obligatoria- sobre el tema de despertar adultos y los
padres, los padres de los alumnos, niños.
¿Cómo sería amanecer en un mundo que sin ser freudiano algo de ese orden
deja pasar? ¿En qué sentido? En el sentido de que en el adulto más que
dormir, habita un niño que se queja de su inadaptación estructural a un
mundo hostil, desamparado y librado a sus propias tendencias, algunas
veces autodestructivas.
Sin embargo, Pennac transforma toda esa doxa en una aventura febril y
atravesada por los múltiples malentendidos de la identidad, que causan
tanta o más gracia que la repetición en un diván de una historia que no
es la historia vivida sino la recordada.
Pero sobre todo, la dificultad de encarnar una nueva identidad, de
carecer del cuidado del adulto, de ignorar del otro todo o casi todo; y
al revés, de volver a una pubertad ignorada sin saberlo o no ignorar que
se sabe que la pubertad tampoco fue un jardín de rosas.
Pennac demuestra manejar teorías y conceptos pero que la clave está en
su habilidad para hacer de esos instrumentos personajes, situaciones,
acontecimientos donde lo insólito es amo, señor de una gracia única,
dolorosa por verdadera, nunca dramática.
Lejos de las tramas eruditas, casi musicales de algunos de los mejores
escritores franceses, Pennac, quizá junto a Philippe Sollers, encubre su
erudición con un sentido del humor muy particular desde la primera
frase de "Señores...": "la imaginación no es la mentira".
Esa idea, que desbarata otra (que la ficción es una suerte de mundo
alternativo a la dureza del mundo real), muy frecuentado por el llamado
realismo mágico latinoamericano, es una de las claves de la lectura de
este texto.
El escritor francés reivindica otra vez el placer del texto, no la
obligación de la lectura; e identifica a la escuela, no como un campo
disciplinario pero que sobre la lectura suele operar muchas veces como
si lo fuera.
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