Trabajó como albañil, estibador y oficial tornero en los astilleros que la empresa Mihánovich poseía en La Boca. Activista gremial de ideas libertarias, intervino en las grandes huelgas portuarias de 1907. Se comenzó a vincular al ambiente musical trabajando como maquinista en el Teatro Colón, hasta que ingresó al Conservatorio de Música. Incorporó en su Orquesta Porteña instrumentos como el clarinete, la flauta y el armonio. Compuso tangos emblemáticos como “Caminito”, “Quejas de bandoneón”, “Malevaje”, entre otros. VIDEO con el tema “Quinquela” en homenaje al pintor.
Por Elsa Maluenda
El nombre, la vida y la obra de Juan de Dios Filiberto están indisolublemente ligados al barrio de La Boca. Allí nació en un ambiente que hoy nos resulta difícil imaginar, pero que hemos visto muchas veces en las pinturas de su amigo Benito Quinquela Martín. De día los estibadores trajinaban con la espalda doblada bajo el peso de las bolsas de mercaderías, las chimeneas de los barcos y las fábricas elevaban sus columnas de humo hacia el cielo, las mujeres lavaban y colgaban la ropa en las orillas del río mientras los niños que no estaban en la escuela o trabajando, correteaban por los pajonales, cazando chingolos o pescando bagres.
Filiberto empezó a trabajar a los 11 años como cadete de una agencia de lotería, fue lustrabotas, auxiliar de una escribanía, vendedor ambulante, aprendiz en diversos talleres y tocó el organito durante las funciones en un teatro de títeres. En aquel tiempo su imaginación se alimentaba con las historias representadas y las revivía noche tras noche en sus ensoñaciones.
Tal vez fue su padre aficionado al canto y al baile quien le contagió el gusto por la música, quizás fue su madre romántica y soñadora, pero firme y resuelta, un molde para forjar su voluntad y tenacidad. Cualidades que podemos vislumbrar en uno de sus recuerdos de infancia, un viaje a Lobos que él calificó de “memorable”. Su tío Santiago era dueño del café La Estrella, mítico lugar dónde encontró la muerte Juan Moreira. “Todo era emocionante y nuevo para mí, en todo encontraba un tono distinto y extraño; casa, gente, paisaje. Me parecía estar viviendo una verdadera aventura”.
Una noche el café mutó en salón de baile, y hasta la cama del pequeño llegaron atenuados los sonidos de la fiesta vedada para él. Fue entonces que entre temeroso y resuelto se presentó ante a su tío y no sólo obtuvo el permiso para quedarse en el baile, sino que participó de la fiesta tocando el organito.
Con esa misma resolución, en la adolescencia consiguió su primera guitarra: no dudó en robarla cuando se cruzó con un marinero borracho por las calles del barrio. Con ese instrumento compuso sus primeras melodías, improvisadas durante las serenatas, en las veredas y los patios del barrio. Poco tiempo después, mientras trabajaba como estibador y militaba en el anarquismo, armó su primer conjunto musical para no ser menos que los militantes socialistas que ya tenían el suyo.
Más allá de esta decisión suscitada por la rivalidad, podemos entrever que había algo más, una inclinación por la música que se manifestaba en forma intuitiva y que encontraría su cauce a partir de dos acontecimientos. Cuando ve en el Teatro Coliseo la puesta de la ópera “La Gioconda” no le pasa desapercibido que el tenor desafina, lo comenta con un amigo y éste desestima su apreciación diciendo: “Calláte que vos no sabés música”. Estas duras palabras son determinantes y poco tiempo después comenzó los estudios musicales.
El segundo acontecimiento, no menos importante, fue el encuentro -así lo llamó Filiberto- con Beethoven. “Él me ayudo a liberar todo el mundo interior que latía en mí y que vería la luz años más tarde. Fue mi Dios musical y aún hoy lo sigue siendo”.
Así fue como Juan de Dios encontró a su Dios, y a partir de ese momento, este nieto de genoveses, por cuyas venas también corría una pizca de sangre ranquel, se dedicó a la música con fervor. Él que había pasado su infancia en el conventillo de la calle Necochea, escuchando el canturreo de los inmigrantes italianos y paraguayos, y de los descendientes de esclavos, esos africanos que habían sido arrebatados de su tierra y de su familia. Pudo conjurar a través de la música un poco de esa nostalgia y de ese dolor.
Tal vez la célebre “Caminito” sea el testimonio de la imposibilidad de regresar cuando ciertos lazos han sido cortados. Así Filiberto nos recuerda que ese terruño incomparable y lejano está perdido para siempre, pero su vida de trabajador infatigable nos demuestra que se puede construir el propio camino.
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