Un crack el pibe, Franciso. ¡No sabé cómo la pisa! Te la muestra y todo. Es un irresponsable en la cancha. Un rebelde. Se le anima a cualquiera. 11 años tiene el chango. A veces lo hacen jugar en la Séptima, con chicos de trece, catorce pirulos y no tiene drama. Además, corre rápido. Si te descuidás, desborda por derecha y no lo para nadie. Mirada fija al balón, pero con el esquema de juego en la cabeza.
Por Sebastián Ganzburg
Un crack el pibe, Franciso. ¡No sabé cómo la pisa! Te la muestra y todo. Es un irresponsable en la cancha. Un rebelde. Se le anima a cualquiera. 11 años tiene el chango. A veces lo hacen jugar en la Séptima, con chicos de trece, catorce pirulos y no tiene drama. Además, corre rápido. Si te descuidás, desborda por derecha y no lo para nadie. Mirada fija al balón, pero con el esquema de juego en la cabeza.
El Chivita Sibardi, diminutivo del apodo del padre, era derecho, inteligente y audaz con el balón. Solidario, pero a la vez irónico y agresivo. De gambeta corta, risa ineludible y pasos largos. Intentaba que cada patada sea una caricia.
Era un partidaso. Luján empataba 2-2 con Gorriti. La igualdad no le favorecía a ninguno. Había que ganar el partido para pasar a la semifinal del torneo de Liga de Séptima División. Minuto 38 del segundo tiempo. Parado entre el 6 y el 2, el Chivita la mató con el pecho. La pinchó con la diestra, la pisó y metió primera entre medio de ambos, mientras se daba media vuelta. Segundos más tarde, tres cuartos de cancha, casi llegando a la medialuna, salió a encararlo el guardametas, como dicen los gallegos. Alto y morrudo. Antes de que pise la línea del área grande, Sibardi se la picó por encima, al mejor estilo “Burrito” Ortega. La pelota subió lenta y cayó como una certera pero sutil flecha, con elegancia. Dio dos botes en el suelo y esperó a que el tres, quien venía en carrera, se tire en la línea, para pasarle por encima de la rodilla derecha y colarse al fondo de la red.
Pancho, creeme. El pibe es un crack. Aunque rebeldón, no le gusta entrenar. Solo piensa en el sábado a la mañana, que habitualmente juegan las inferiores. Un irresponsable. Imaginate que el técnico no le puede decir nada. Cada vez que juega, los rivales lo miran atónitos, otros más decididos, le quieren quebrar la gamba. Un fenómeno.
El Chivita jugaba con la risa pintada en el rostro. Disfrutaba amasarla y ver a sus rivales (quienes, en muchos casos, eran amigos) cómo se desparramaban por el suelo. Era práctico. Difícil de voltear, de marcar. Flaco, alto y duro. Ponía el cuerpo, la cola, se manejaba con los brazos. De piernas largas pero artesanales, se daba maña para salir siempre airoso y habilitar al nueve. No era goleador.
Siete años pasaron de aquella conversación. A la salida del estadio, Pancho se encuentra con el Chino que venía pensativo, a paso lento, preocupado. ¿Qué te pasa hermano?, le preguntó mientras le extendía la mano para ofrecerle cerveza. Nada, cumpa. ¿Te acordás del Chivita, ese pibe que te conté hace un tiempo que me sacó el sueño de cómo trababa la pelota? Me acuerdo, Chino. Sibardi, ¿no se llamaba? El mismo, lo acabo de ver con un grupo de amigos, venía junto con la barra del Lobo. Un olor a escavio el pendejo. Le pregunté en que andaba y me dijo que en nada, ¿viste cómo son los changos? Pero me confesó que seguía jugando al fútbol, de vez en cuando. Al parecer no le interesa esa vida, vaya uno a saber...
Mientras el Chino se alejaba, mirando al frente, Pancho lo observaba curioso, reflexivo.
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