Cuando el Chivita Sibardi se enteró que Dios había muerto su manera de encarar un partido de fútbol cambió rotundamente. Desde pendejo, el Chivita se destacó por su buena pegada, su gambeta larga y su manera de anticipar la jugada.
Sebastián Ganzburg
Cuando el Chivita Sibardi se enteró que Dios había muerto su manera de encarar un partido de fútbol cambió rotundamente.
Desde pendejo, el Chivita se destacó por su buena pegada, su gambeta larga y su manera de anticipar la jugada. Principesco en la cancha como Redondo e inteligente como Riquelme, ya desde inferiores, varios clubes lo miraban interesados en incorporarlo entre sus filas. Con casi veintidos años el pibe ya había pasado por varios equipos importantes en el norte argentino como Talleres de Perico, Juventud Antoniana de Salta, hasta que desembocó, en la CAI de Comodoro Rivadavia. Allí se encontró con un técnico que lo marcó para siempre. Justiniano Quipildor. Hombre bajo, seductor, de voz tenue. Gran lector y buena gente. Justiniano venía de Bolivia, había dirigido en The Strongest, los Tigres de La Paz, el equipo más antiguo de aquel país.
Sabía tanto de fútbol como de filosofía y música. Era un tipo extraño, raro. Sobre todo para los jugadores quienes no se caracterizan por el gusto de la lectura. Durante la semana de entrenamiento que iba de lunes a viernes, utilizaba el lunes para que sus dirigidos lean o él les leía. Algunos no estaban muy contentos con la idea, sin embargo era el técnico y había que escucharlo. Los sentaba en medio de la cancha, a su alrededor, y comenzaba con el texto.
Así fue como el Chivita Sibardi conoció a Nietzche y se enteró que un siglo atrás anunciaba, éste pensador, la muerte de Dios. Por supuesto que después de semejante descubrimiento su vida cambió diametralmente. Con la muerte de Dios, explicaba el técnico, se termina un sin fin de conceptos judeocristianos. Fundamentalmente el de la falsa moral, entonces Quipildor se paraba en el centro del campo de juego y como si fuera un catedrático de La Sorbona, continuaba. El cristianismo se basa en una moralidad falsa porque esa moralidad está pensada desde una trascendencia que tiene mucho de fantástica y poco de real. La humanidad cambiará cuando el hombre construya una nueva moralidad, pensada desde el hombre. La superación del hombre por el hombre.
La cuestión es que en un partido con Cipolletti de Río Negro, Sibardi estaba jugando de enganche. De diez. El saguero central, un tipo grandote, flaco y agresivo lo tenía mal. Desde comenzado el encuentro que lo venía atosigando, insultando, pateando. De repente, el árbitro, localista, cobra penal para Cippoletti. Juárez, como se llamaba el saguero, era el encargado de ejecutar la pena máxima. Faltaban doce minutos. Partido empatado a uno, con la CAI metida en su propio campo. Es decir, si Juárez la embocaba, era casi imposible remontar el marcador y la victoria era fundamental para continuar entre los cuatro primeros y poder entrar en la promoción para ascender al Nacional B.
El Ratón Juárez agarró la pelota, se agachó, la colocó en el punto del penal. Caminó cuatro pasos hacia atrás y cuando el juez tocó el silbato, el Chivita observó atentamente cómo Juárez se persignaba. Desde la mitad de la cancha observó sus labios: ayudame Dios, alcanzó a dilucidar e inmediatamente se oyó, en medio del atónito silencio, generado, siempre, cuando se está por patear un penal, ¡Juárez, Dios murió! El grito le llegó al Ratón justo cuando apoyaba la izquierda para pegarle con la diestra, cruzada al palo derecho del arquero que ya se había jugado para el lado contrario. Lo cierto es que Juárez se resbaló y erró el penal. Indignado salió corriendo hasta la mitad de la cancha. Lo agarró al Chivita del cuello, le escupió la cara, le pegó una trompada en el estómago, mientras le decía, ateo hijo de puta, ateo hijo de puta. El árbitro no tuvo más remedio que mostrarle la tarjeta roja.
Luego de finalizar el partido, que la CAI ganó dos a uno, siendo Sibardi quien marcó el último tanto, sobre el final del juego, Juárez en declaraciones a la prensa, pedía que Sibardi sea expulsado de su equipo y hasta de la liga, por hereje y ateo. Que no se arrepentía de haberlo escupido y golpeado, que lo volvería hacer y hasta se animó a decir que si los militares estarían en el poder estas cosas no pasarían en el fútbol argentino.
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