Cuando un país vive las horas genéticas de su destino, todas las actividades que contribuyen a esa inmensa "promoción de la Patria" tienen un común denominador que signa y une a los hombres lanzados a la empresa; y ese común denominador está en todos los factores de la Patria, desde un martillo a una sinfonía...
Leopoldo Marechal nace en Humahuaca 464, Ciudad de Buenos Aires, el 11 de junio de 1900. Poeta, narrador, dramaturgo y ensayista. Fue maestro y profesor de enseñanza secundaria. Durante el período 1944-1955 ocupó cargos oficiales. Esta última circunstancia lo llevó al enfrentamiento político con antiguos compañeros de generación literaria y relegó su propia obra al olvido durante dos décadas. Las nuevas generaciones, en cambio, redescubren la obra de Leopoldo Marechal, precursora-sobre todo en la narrativa- de las búsquedas de la literatura latinoamericana. La estrecha relación vida-obra, el voluntario exilio espiritual, la firmeza de sus convicciones, deben sumarse a los datos concretos de su biografía. La incidencia de lo autobiográfico en lo literario es, quizá un rasgo definitorio: la infancia en un barrio de Buenos Aires, los paseos por el campo, en Maipú, la labor de maestro que comienza a los veinte años, los viajes a Europa, elementos que Marechal recrea en su literatura, experiencia y vivencia que hacen no sólo a su formación sino al sentido de su obra. A los doce años escribe sus primeros versos sin dejar por eso de deambular por las calles prefigurando al poeta que, años después, descubrirá sus símbolos. Durante la década del 20 colabora en el periódico literario Martín Fierro (véase) y en la revista Proa. En 1926 viaja por primera vez a Europa, frecuenta en España a los redactores de La Gaceta Literaria y la Revista de Occidente, y se reúne en Francia, con los pintores y escultores del llamado "grupo de París": Butler, Basaldúa, Berni, Bigatti, Forner, Fioravanti, Spilimbergo. En 1929 realiza su segundo viaje a Europa. En 1930, en París, escribe los capítulos iniciales de Adán Buenosayres (véase). Se casa con María Zoraida Barreiro, quien habría de fallecer en 1947, y a quien dedicaLaberinto de Amor. En 1948 viaja otra vez a Europa. En 1950, decide convivir con Elbia Rosbaco, inspiradora de algunos de sus poemas. Muere en 1970 en Buenos Aires.
Las herramientas de la Patria
Por Leopoldo Marechal
Cuando un país vive las horas genéticas de su destino, todas las actividades
que contribuyen a esa inmensa "promoción de la Patria" tienen un
común denominador que signa y une a los hombres lanzados a la empresa; y ese
común denominador está en todos los factores de la Patria, desde un martillo a
una sinfonía.
Los organizadores de la última exposición de máquinas y herramientas argentinas
tuvieron sin duda esta noción cuando nos invitaron a visitar esa muestra en sus
instalaciones de Palermo. Estábamos, entre otros, Ernesto Sábato, Antonio
Berni, Alberto Ginastera, Astor Piazzolla y yo: las ciencias, las artes y las
técnicas que representábamos nos unieron allá en una sola conciencia, la del
que hacer nacional. Y todos nos entusiasmamos como niños adultos: niños en esta
infancia de la Patria, y adultos en la meditación de su destino.
Por mi parte no era ciertamente ajeno a la visión de aquellas maquinarias ni al
uso de aquellas herramientas. Mi padre, Alberto Marechal, fue un mecánico de
excepción: toda máquina nueva se le presentaba como un desafío a su ingenio, y
toda máquina enferma como una solicitud a su arte de curar los humildes robots
de principios de siglo.
Fue gracias a su habilidad que, pese a nuestra digna pobreza, tuve yo en mi
niñez los juguetes más insólitos, los manomóviles más raudos, los más certeros
fusiles de aire comprimido y patines más voladores, obra de sus manos inquietas
y de su invención que no dormía. Yo, un niño de diez años, lo ayudaba tanto a
aquellas maquinaciones ingeniosas como en la reparación de relojes, máquinas de
coser y otros artefactos de los vecinos, a que mi padre se daba gratuitamente
por amor del arte y de sus prójimos.
Al mismo tiempo, su afición a las técnicas nacientes introdujo en el hogar la
primera cámara fotográfica con su laboratorio de revelación, el primer
fonógrafo a cilindros que conoció el barrio y la recuerda en la primera
instalación eléctrica que sucedió gas. Cuando el primer aviador francés llegó
al país, hizo en Longchamps una exhibición de vuelo en su máquina de varillas y
telas, mi padre y yo asistimos a ese milagro de volar cien metros, a cuarenta
de altura; y regresamos de Longchamps con un entusiasmo que nos convirtió en
aeromodelistas. Construimos entonces una miniatura de biplano con su hélice, y
mi padre se desveló en el problema de darle motores. Le falló un mecanismo de
reloj: era excesivamente pesado. E inventó al fin un sistema de gomas de honda
retorcidas, que al desenrollares nos ofreció un despegue insuficiente pero
consolador.
Fue la exposición de máquinas y herramientas la que suscitó en mí esta serie de
recuerdos infantiles; y me pregunté allá si los ingenieros de aquellas máquinas
no serían los sucesores lógicos de mi padre, aquel oscuro y genial mecánico de
Villa Crespo.
Pero durante la visita, mis evocaciones continuaban en aquel orden de ideas: yo
siempre fui un desvelado espía de los hechos nacientes que iban relacionándose
con la Patria. Cuando realicé mi primer viaje a Europa, lo hice en un barco
alemán de clase única y naturalmente bajo el pabellón de aquel país. Yo tenía
veinticinco años; y durante toda la navegación, adaptándome a los usos,
alimentos y costumbres germánicos, me pregunté si alguna vez me sería dado
cruzar los mares bajo el pabellón nacional y entre hombres y cosas
argentinos.
Más tarde, la creación de nuestra flota de ultramar satisfizo aquel deseo de mi
juventud. Pero una nueva inquietud se apoderó entonces de mí: si viajaba yo
bajo los colores azul y blanco de mí patria, el buque donde lo hacía era de
construcción extranjera. Y al punto soñé con los futuros astilleros nacionales,
instalados junto a nuestro río y nuestro mar, donde mis compatriotas armarían
las grandes naves de nuestra expansión marítima.
Me digo aún que si es lícito y necesario "comprar" al extranjero
nuestras maquinarias de la paz y la guerra, sería más lógico, y más de hombres,
que las fabricáramos nosotros. El mejor obrero es el que maneja una herramienta
de su propia factura y el mejor soldado es el que esgrime un arma templada por
él mismo.
Aquella tarde, en las grandes instalaciones de Palermo, y llevado por mis nunca
silenciosas inquietudes, le pregunté a un técnico que nos acompañaba si la
construcción y lanzamiento de un vehículo espacial argentino entraba en lo
posible. Y me contestó, abarcando con sus ojos las criaturas de metal que
llenaban el recinto: "Aquí están ya todos los elementos necesarios a esa
obra".
Credo a la vida
Creo en la vida todopoderosa,
en la vida que es luz, fuerza y calor;
porque sabe del yunque y de la rosa
creo en la vida todopoderosa
y en su sagrado hijo, el buen Amor.
Tal vez nació cual el vehemente sueño
del numen de un espíritu genial;
brusca la senda, el porvenir risueño,
nació tal vez cual el vehemente sueño
de un apóstol que busca un ideal.
Padeció, la titán, bajo los yugos
de una falsa y mezquina religión;
veinte siglos se hicieron sus verdugos
y aun padece, titán, bajo sus yugos
esperando la luz de la razón.
Fue en la humana estultez crucificada;
murió en el templo y resurgió en la luz...
¡Y, desde alli, vendra como una espada,
contra esa Fe que germino en la nada,
contra ese dios que enmascaro la cruz!
Creo en la carne que pecando sube,
creo en la Vida que es el Mal y el Bien;
la gota de agua del pantano es nube.
Creo en la carne que pecando sube
y en el Amor que es Dios.
¡Por siempre amén!
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