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28/09/2011 - Un día como hoy pero de 1917

Nacía en el gran músico Gustavo "Cuchi" Leguizamón

Pianista, escritor, abogado, profesor universitario, diputado provincial y nacional y compositor de inusitada calidad, formó junto al poeta Manuel J. Castilla un dúo antológico e irrepetible en la música folclórica del noroeste argentino, pero también compuso temas sobre poemas propios y de otros grandes autores, como César Perdiguero, Luis Franco, Jaime Dávalos y Armando Tejada Gómez.. VIDEO, con “Canción de cuna para el vino”.

El Cuchi Leguizamón, un musiquero genial e irreverente

Fue una figura capital de la música argentina, autor de zambas, chacareras y vidalas de una belleza incomparable · Nunca abandonó Salta, la provincia donde nació y de cuyo paisaje formaba parte · Hijo de una familia aristocrática, sobre el final no le alcanzaba el dinero para arreglar su piano oxidado. 

MUSICA EN EL ALMA. El Cuchi armó conciertos de campanarios e intentó uno de locomotoras, fascinado por lo que llamaba "ese instrumento maravilloso". 

Gustavo El Cuchi Leguizamón leía al Che Guevara en el exclusivo Club 20 de Febrero de Salta en plena dictadura, y bastante después, opinó que a Menem "hay que tomárselo en broma". 
Nacido en Salta el 29 de setiembre de 1917, el Cuchi fue poeta, músico, compositor, abogado penalista, defensor de pobres por sentimiento, y profesor de historia, literatura y filosofía. También un polemista filoso, capaz de decir más en serio que en broma que todos los males argentinos se deben a que "este país se ha amariconado, y no se puede ser traidor con el sexo".

Casado con Ema Palermo, padre de tres varones y una mujer, Leguizamón es autor de más de ochocientas obras, incluyendo piezas inolvidables como Corazonando, La Pomeña, Zamba del silbador, Carnavalito del duende, Zamba del laurel, Elogio del viento, Balderrama, Lloraré, Zamba de Juan panadero, Coplas del regreso, Zamba del guitarrero. 

Orquestador del memorable Dúo Salteño (ver La riqueza de...), además de sus propias letras, musicalizó los poemas de su entrañable amigo Manuel J. Castilla, pero también los de César Perdiguero, Luis Franco, Jaime Dávalos y Armando Tejada Gómez.

Este hombre a quien ya anciano no le alcanzaba la plata que cobraba por derechos de autor para arreglar su piano oxidado tenía una prosapia que lo marcó. 
Una de sus bisabuelas, Martina Silva de Gurruchaga, criolla de hacha y tiza que peleó en la Batalla de Salta, embaucaba a los pretendientes de sus hijas con su exquisito dulce de leche casero. Su marido, José María Todd, era un hombre fuerte de la región que, recomendado por su tío, el general Arenales, había sido ayudante del Manco Paz y llegó a teniente primero. Urquiza le ofreció los despachos de coronel, y Todd los rechazó indignado: "¿Cómo voy a mixturar charreteras ganadas con sangre y charreteras pegadas con moco?". 
Una vez, cuando Todd debía ausentarse de la comarca, los Uriburu le prepararon una revuelta. Entonces, y hasta su regreso, nombró gobernador interino al Señor del Milagro, y en esos días nadie se atrevió a robar ni una gallina. Juan Martín Leguizamón, su abuelo, desoyó los consejos de su propio padre sobre las propiedades embelesantes del dulce de leche y se casó así con Emilia Todd Gurruchaga.

Hijo de un contador fanático de la ópera y de una mujer que heredó la costumbre de silbarles a los pájaros para que la siguieran, Leguizamón es un arquetipo al que reverenciaron los ricos y los pobres, la izquierda y la derecha, el apetito y las ganas de comer. 
Pero, ¿cuál fue el secreto de esta magia? La respuesta, acaso se pueda rastrear en su propia historia. Aquella delgadez Tenía meses apenas y a su madre le preocupaba su delgadez. Fue en esa época que le ofrecieron unos chanchos para ver si podía comprarlos. 
"¡Pero están flacos como este cuchi!", regateó mirando a su hijo. En ese instante Leguizamón quedó rebautizado: desde entonces y para todos sería El Cuchi, vocablo que en quechua quiere decir precisamente chancho, pero al que en Salta se le otorga un significado no peyorativo sino simpáticamente cómplice.

Como padecía de sarampión, a los dos años su padre le regaló una quena, con lo cual lo hizo musiquero antes casi de que aprendiera a hablar. 
Su familia cuenta que pronto le arrancaba al instrumento El barbero de Sevilla casi íntegro. Después, siempre de oído, la emprendería con la guitarra y el bombo, hasta que recaló en el piano. 
Cuando tenía veinte años y debía resolver su futuro, ya era músico. Le comunicó a su padre que iba a estudiar Derecho, y el hombre se encrespó. 
Su idea era que fuera a París para perfeccionarse. El le giraría la mensualidad. 
El Cuchi, que se deleitaba con tener una historia al revés de los convencionalismos, no hizo caso y marchó a La Plata, donde en 1945 obtuvo el título de abogado. 
No olvidaría jamás aquella estudiantina que lo llevaba a Buenos Aires a recalar en El Olimpo, un tugurio del Bajo donde se jugaba ajedrez. Allí conoció a Witold Gombrowicz, al que descubrió con unos botines rotosos pero inmensos. 
"El único que puede tener patas de ese tamaño —maquinó— es Ariel Ramírez". Y acertó, porque Ramírez le había regalado los zapatos al polaco.

Cantó con el coro universitario, jugó rugby y después ejerció treinta años la abogacía, hasta que decidió "dejar de vivir de la discordia humana y vivir de la alegría", como había querido su padre. 
En los cuarenta, cuanto tenía algo más de 25 años, trenzó una amistad entrañable con el poeta Manuel J. Castilla, el hijo del jefe de la estación de Cerrillos, a quien en una de sus obras mayores le diría: "Padre, ya no hay nadie en la boletería...".

Más que amigos, El Cuchi y Castilla fueron cómplices. 
Cuando el zoológico de Salta cerró, a uno de los empleados lo indemnizaron con un león desdentado, que coqueaba y movía la cola como un perro. 
Leguizamón, Castilla y otros duendes de noches que ni el amanecer clausuraba decidieron proveer de aparato masticatorio al animal, y la idea fue hurtarle la dentadura postiza al cura de Cerrillos. 
Fue el clérigo entonces el que se convirtió en un león, ya que no podía rezar misa sin dientes, y hubo que devolver el implemento.

Al Cuchi, en fin, muchas veces con letra de Castilla, la música argentina, la universal en verdad, le debe zambas, chacareras, carnavalitos, vidalas inolvidables en las que habitan el amor, la tragedia, la miseria, el sarcasmo, la ternura.

Era un enamorado de la baguala ("Toda gran zamba encierra una baguala dormida: la baguala es un centro musical geopolítico de mi obra") pero también de Bach, Mahler, Ravel, Stravinsky, Schönberg y sobre todo de Beethoven, al que definió con sabiduría como "definitivo".

Pero no se quedó ahí. También admiró a otro genio argentino, Enrique Villegas, y a Chico Buarque, Milton Nascimento, Vinicius ("Las corrientes de música popular americana más importantes están en Brasil") y Ellington. Capaz de organizar en Salta primero y en Tucumán más tarde conciertos de campanarios (literalmente, pues el sonido lo proveían los bronces de las iglesias), es cierto que Leguizamón saltó sobre el pentagrama y pulsó cuerdas, digitó teclados, sopló en maderas, cobres y cuernos, como se escribió alguna vez, a pura oreja. 
La prueba es que intentó también un concierto de locomotoras, fascinado por "ese instrumento musical maravilloso que tiene fácilmente dieciocho escapes de gas que son sonidos y un pito con el cual se pueden hacer maravillas, por no contar su misma marcha". Al principio —hasta hizo fundir una quena para agregarla a la máquina—, los ferroviarios lo miraban como a un bicho raro. Después se entusiasmaron. Los maquinistas lo saludaban con el saludo sonoro de la locomotora, que además le enseñaron a plasmar. Pelearle a la vida En tiempos de Arturo Illia, El Cuchi fue diputado provincial extrapartidario y en tiempos del gobernador peronista de Salta Roberto Romero, asesor cultural de la provincia. Fue entonces cuando embistió con mayor fiereza contra una burocracia sorda que impedía importar pianos y protagonizó en la Legislatura debates memorables para propender al descongelamiento cerebral. 

Capaz de respetar a Churchill tanto cuanto despreciaba a Thatcher, Malvinas fue para él una herida abierta pero no ciega, porque supo adjudicar responsabilidades cuando se preguntó por qué fuimos y no peleamos.

Impensable en Buenos Aires, Leguizamón —que mascaba hojas de coca, y defendía la costumbre— fue parte del paisaje de Salta, a la que amó profundamente, desde los olores de sus yuyos secos hasta el aire que viene de la quebrada Escondida por la cual Belgrano sorprendió a los españoles.

Profundo conocedor de los animales, enseñó: "El gato al que tanto admiran los gimnastas, cuando está echado se relaja: por eso no necesita entrenarse. La llama es un animal mucho más inteligente que el gato: relaja andando; es un animal que danza desarrollando ritmos".

Se desvivía por los filósofos de la Grecia antigua que, como él, salían a caminar mientras reflexionaban y gozaban del clima, y después se burlaba: "Yo siempre ando distraído, silbando, pensando cosas en la calle; los entendidos dicen que estamos confundiendo a Salta con Atenas y que andamos queriendo aquí otra colonia peripatética".

Este hombre al que le encantaba escudriñar el cielo, erudito de la cocina criolla y la antropología, amó a las mujeres de una manera que erizaría los pelos de una feminista: "Las mujeres del artista tienen que ser santas de la vida, es decir, grandes aristócratas o maravillosas mujeres del pueblo", ésas que según él engualichan con la comida como preludio de un sueño que no es tal sino otra cosa.

Defensor a ultranza de la cultura popular y de su sujeto y objeto ("¿Cómo podés matar de hambre a la gente y pensar que hay que pisar los cadáveres de los sumergidos para que la patria financiera no se despeine?") este místico irónico y dulcemente perdulario que reía con sus propias mentiras y sobresaltaba con sus risotadas, padecía un astigmatismo crónico que no le impidió escudriñar desde la Pachamama la idea de Dios.

Por eso, acaso, escribió: "Pobrecito Tata Dios / siempre solito y ausente / se moriría de aburrido / si no fuera por la gente. / Pobrecito Tata Dios / administrando perjuicios / pobreza, muerte y olvido / la pucha con el oficio. / Pobrecito Tata Dios / ni siquiera cantar sabe / sin sentimiento ni sueño / no tiene Dios que lo ampare. / Pobrecito Tata Dios / cuándo aprenderá a ser gaucho / qué sabrá el pobre de amores / sin mujer y sin caballo. / Pobrecito Tata Dios / no le queda un solo amigo / siempre rodeado de adulones / que van a chu parle el vino".

Es algo que El Cuchi no perdonaba, pues hasta le escribió una canción de cuna: "Si el vino me ha dormido tantas veces, es justo que yo lo acune alguna vez".

 

Por JORGE EZEQUIEL SANCHEZ. De la Redacción de Clarín, 28 de septiembre del 2000.

 

 


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