Mi padre siempre decía: —Cuando la mierda valga plata, los pobres se quedarán sin culo. La gente se reía de mi padre. Se mataba de risa, quién sabe, porque no entendían lo que él quería significar con eso. Yo la miraba a mi madre y me quedaba como ella serio, un poco avergonzado delante de doña Gertrudis y los vecinos.
Coautor con Fernando Solanas, de La hora de los hornos ,Argentina, 1968 Octavio Getino fue director de cine y televisión y docente universitario. Asimismo, fue asesor de organismos internacionales ,Unesco, PNUD, PNUMA, IICA, en Perú, México, Costa Rica y Ecuador, en temas de educación y cultura, y coordinador de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano ,Cuba, en investigaciones sobre el espacio autodiovisual en América latina. Publicó numerosos trabajos, entre los que se cuentan Cultura, comunicación y desarrollo en América latina ,México, 1985, Cine y dependencia: el caso argentino ,Argentina, 1988, Cine latinoamericano; economía y nuevas tecnologías audiovisuales ,México, 1989, y Las industrias culturales en la Argentina; dimensión económica y políticas públicas ,Argentina, 1995
Por Octavio Gettino
Mi padre siempre decía:
—Cuando la mierda valga plata, los pobres se quedarán sin culo.
La gente se reía de mi padre. Se mataba de risa, quién sabe, porque no entendían lo que él quería significar con eso. Yo la miraba a mi madre y me quedaba como ella serio, un poco avergonzado delante de doña Gertrudis y los vecinos.
A mi padre le gustaba hacer refranes. Los escribía cuando escaseaba el trabajo en el güinche y después los pegaba en la columna que está en Balancines. Era la columna de mi padre, decían los balancineros.
Creo que la gente lo extraña; nos hubiera gustado que él estuviera ahora con nosotros. Yo le digo eso a Ledesma y él pone una cara como si no le importase: Ledesma no conoció a mi padre.
—Todos hablaban de mi padre en la fábrica. La verdad, lo querían —le digo, para que sepa.
El dice que de costumbre, los güincheros son los más conocidos en cualquier fábrica.
—De costumbre, no —corrijo.
No lo conoció a mi padre. Si no de seguro que no hablaría así.
La fábrica está ahí en la otra vereda. Desde aquí se la ve tan callada y quieta, que no pareciera la fábrica. Su frente empieza y termina en la misma cuadra, pero a los fondos se extiende lejos, llega hasta los baldíos donde los cirujas prenden fogatas cuando viene la noche.
Por dentro, se modifica de a poco. Hace tiempo, antes de la huelga, sacaron la columna de mi padre. Cambiaron de lugar las máquinas. Las cambian dos veces al año.
—Es para evitarse impuesto —decía mi padre.
No sé si será para eso, aunque a veces creo que sí porque las corren un cachito y ahí no más las dejan hasta otra vuelta. Con el material que gastaron para cambiar de lugar la rectificadora, él decía que podía terminarse nuestra casa. Eso es cierto. Mi padre sabía de esas cosas. En un tiempo fue albañil, luego oficial. Si no fuera por esa enfermedad que tuvo, fácil que ahora sería capataz. El edificio que está en Leandro Alem, ese grandote, lo hizo él. Después tuvo que venirse a trabajar de güinchero. Antes de su muerte lo ayudé a levantar cuatro paredes en un lote que tenemos en Ciudadela. Lo hacíamos de a puchos. Quería juntar plata para terminar una pieza y meternos allí con mi madre, pero él murió antes de tiempo. Mi madre acostumbra decir:
—Felipe tenía que esperar más para morirse.
Yo pienso que no; que él no pudo esperar más. Estaba apurado. Se subía al güinche como si no le importase nada. Yo rogaba para mis adentros que no se le fuera a ocurrir caminar por la pasarela, tan estrechita ella que apenas si le cabían los dos pies juntos. Mi padre caminaba lo mismo. La gente de la fábrica miraba cómo hacía piruetas allá arriba y le tiraba tuercas o pelotas de trapo como si quisiera que se cayese al suelo, aunque yo sé bien que no era tal cosa lo que quería la gente.
Me hizo entrar cuando terminé quinto grado. Va para tres años casi. Le habló a don Cosme que en ese tiempo era jefe de personal. En el taller yo era el más chico. Lo soy todavía.
Mientras mi padre vivió nadie se atrevía a hacerme nada; después, sí. Me tomaron de punto. Me colgaban papeles escritos en la espalda o trapos sucios o un poco de estopa. Si no me llegaba a dar cuenta, luego le prendían fuego. Una vez me pusieron una lauchita en el bolsillo del saco. Recién me enteré en el colectivo cuando buscaba monedas y entonces la saqué asustado, la tiré por encima de la gente sin querer ofender a nadie, pero igual me hicieron bajar a los empujones.
Me reía cuando en la fábrica hacían conmigo tamañas bromas. A ellos no les causaba gracia alguna que yo me riera, querían verme engranar en seguida, pero yo que los conozco bien, nunca guise darles el gusto.
Ciertamente que ellos recibieron también lo suyo. No soy ningún pavo, aunque alguno piense que sí. Un sábado antes del descanso, les puse un sapo muerto en la pava del agua. Cebaron mate como si tal cosa. El Asturiano chupaba la bombilla que era un contento. ¡Cómo me reí yo aquel día! Me acuerdo que el Asturiano se puso chinchudo y me corrió por toda la fábrica. Si mi padre no hubiese muerto para ese entonces, también él haría lo mismo. No le gustaban esas bromas. Decía que ya se perdió el respeto por la gente.
—Con la bondad usted mañana o pasado necesita una mano y se la dan, pero vaya con maldades y no camina.
Así hablaba mi padre.
—Al hombre bueno nunca le va mal, nunca le va mal. Aunque usted haga un servicio y no se lo paguen, mala suerte. Tarde o temprano, se cobra.
Lástima que no esté aquí ahora.
Somos poco más de veinte los que esperamos que Suárez regrese del sindicato.
Recién han puesto dos guardias en los portones de la fábrica. Adentro está lleno. Tienen la cara cruda y tan negra que de verdad meten miedo. Yo les digo a los que están conmigo que se parecen a Ladera, por lo fieros, y ellos dicen que sí. Ledesma se ríe. No sé por qué se ríe, si a fin de cuentas él no conoció a Ladera. Si lo hubiese conocido se pondría a pensar como los otros.
Ladera fue un capataz que teníamos en la sección. Le quedó ese nombre de un apodo que tuvo antes. Al principio cuando trabajaba en Montaje, le llamaban Heladera. Alguien le puso ese apodo porque según se decía trabajaba cinco minutos y paraba quince. Nadie supo cuál era su nombre verdadero. Hasta don Cosme en la oficina le llamaba Ladera. Yo entré dos meses antes que a él lo mandaran a una sucursal que la empresa puso en San Justo. Si digo que los guardias se parecen a él, es porque los que están conmigo le tenían rabia a Ladera lo mismo que ahora a los guardias. Se les nota en la cara que ponen cuando los miran, cuando se quedan serios y no dicen nada.
Aunque yo quiera hacer lo mismo, no puedo. A veces lo intento. Aprieto los dientes, endurezco el cuerpo, pienso en cuando mi padre carajeaba y me corría alrededor de la prefabricada, o cuando le tiró aquel cuchillo a mi madre por la cabeza. Pienso en cosas malas para ponerme chiche, pero es inútil. No consigo tenerles rabia. A Ladera, sí. A Ladera empecé a odiarlo enseguida.
Venía hasta el comedor cuando yo me ponía a lavar los platos de la gente y me decía que si no me iba de allí nunca iba a ir adelante. Me sermoneaba a cada rato con cierto aire de lástima.
—Mirá cómo Quique estudia en la Industrial —agitaba su dedo admonitorio contra mi nariz porque me negaba a escucharle.
No me gusta que nadie venga a decirme lo que tengo que hacer. Ya bastante lo hacía mi padre y por eso a veces lo miraba mal y yo no lo quería mirar de esa manera pero muchas noches lo hice como si no pudiera aguantarme lo que llevaba adentro.
Y más que odio a los que tienen lástima de uno.
Ladera quiso llevarme a trabajar con Quique en el balancín. No fui. Quique es un zonzo. Hace trabajo de “especializado” y le pagan como peón. Se pone contento si lo dejan a él solo con la máquina. No me gusta esa clase de gente; además le tengo miedo a las máquinas. No me olvido de aquel día que se incendió la que estaba junto al pasillo y el fuego se propagó al güinche. Pienso en aquello y los ojos se me quedan quietos, se me ponen tristes. Y eso no debe ser nada bueno.
A Ladera sí le tengo rabia. Si hubiese estado ayer cuando ocupamos la fábrica, no lo habría dejado salir. Haría como hizo el Asturiano con su cuadrilla de peones y me pondría a la puerta para que ningún empleado pudiera irse lo más tranquilo a dormir a su casa. Me gustaría verlo como a los otros quedándose encerrado en la oficina, haciendo chistes o contando pavadas como si les trajera sin cuidado lo que nosotros hacíamos. No, yo no lo dejaría irse. Suárez hizo mal en permitir que salieran los empleados.
Suárez y el Asturiano no se llevan de acuerdo. Suárez dice que el otro no es un hombre honesto porque hace de quinielero y un día lo van a agarrar los de vigilancia y él, que quiere ser imparcial, se lavará las manos. El Asturiano replica que Suárez es flojo, que todos los delegados son flojos. Además, que si se lava las manos es porque sin duda las tiene sucias. Le tiene pica a los de la Interna. Todos sabemos que saca plata de la quiniela pero nadie se lo echa en cara. La gente viene lo mismo a que le anote un número, como si nada. No sé por qué Suárez lo mira tan mal. Si cuando la policía rodeó la fábrica y quiso voltear el portón, fue él quien se apareció con sus cuadrilleros armados de varillas gruesas y se puso en primera fila para echarlos a punta de golpes.
Ahora ellos están adentro chupando mate en nuestras bombillas. Nosotros estamos afuera, recalentándonos al sol como una manga de borregos.
Le pregunto a Ledesma cuántos somos y él dice:
—Somos catorce.
Los cuento y digo que sí, que es cierto. Somos catorce. Ni uno más. Si Suárez tarda, no sé cuántos estarán aquí a su regreso.
En el sindicato le lavarán la cabeza porque suponen que él resolvió ocupar la fábrica pero eso no es cierto. Está bien que Suárez quiera quedar bien con nosotros y con ellos, y que en el sindicato se lo basureé, porque se lo merece, pero no es justo que ellos piensen que lo que hicimos fue idea de Suárez. La idea fue del Asturiano y de los mecánicos del primer piso.
El Asturiano dijo que un cuñado le mandó una carta de Tucumán y le explicó cómo habían hecho en el ingenio y por eso el Asturiano lo repetía en voz bien alta para que todos, porque éramos muchos, nos enteráramos. Y nosotros dijimos que sí y levantamos la mano no bien Suárez preguntó si estábamos de acuerdo. Además, no creo que hayamos hecho mal, si no las mujeres no hubiesen venido como vinieron a la tarde a traernos comida y ropa y nosotros no nos hubiésemos puesto tan contentos mientras ellas corrían por la calle y burlaban a los guardias y colgaban los paquetes grandes en los ganchos que les tirábamos desde el piso de arriba.
Estuvieron toda la noche en la vereda de enfrente, justo donde estamos nosotros ahora. Se pasaron la noche mirando para arriba, a las ventanas donde nos apretujábamos mitad zonzos, mitad tristes, pero orgullosos, como si termináramos de descubrir otro planeta. Uno de la Mecánica les pedía a las mujeres que llamasen por teléfono a su hermana porque el de la fábrica no andaba bien. Le preguntaron a los gritos quién era su hermana y él dijo:
—Trabaja en una casa de Parque Saavedra. Se llama Eloísa. Es petisona y medio flaca.
Me puse contento, mucho más que antes, cuando a la mañana me dijeron que mi madre había venido. Ya no estaba. Dicen que se paró en esa esquina, un poco alejada de las otras mujeres y que miraba también como ellas. Me buscaron pero nadie supo decir dónde estaba. No pude verla, es cierto, pero es igual que si la hubiera visto. Quizás haya llorado y alguna mujer vino a decirle que no llorase, pero lo más posible es que si lo hizo, lo haya hecho para adentro porque sus ojos son duros y secos y ni soltó lágrima cuando llevaron a casa a mi padre muerto.
Me dejó un salamín, un pedazo gordo de pan y una botella chica de vino. También una notita que tengo aquí y que dice que se fue a Ciudadela. Que no haga tonterías y no vaya a perder la botella. Que la cuide.
Se fue a sacar los yuyos que se amontonan entre las paredes ciegas que levantó mi padre. No entiendo por qué hace eso todos los sábados, si total, a la semana siguiente los hierbajos vuelven a retreparse por los ladrillos y falta poco para que se caiga. Aunque ella quiera, no podremos techarla nunca. Es como un cajón sin tapa, agujereado en un costado, vacío, que se pudre y lo carcomen las ratas. El día menos pensado se viene abajo y chau. No sé qué hará entonces mi madre.
—Antes de las once estoy de vuelta—nos dejó dicho Suárez, pero ya son más de las once y seguimos sin noticias.
La gente se va yendo para sus casas. Cada vez quedamos menos. Parece mentira, pero las caras no son las mismas de ayer tarde. Ayer los ojos chispeaban, estábamos como deslumbrados. Nos hacíamos bromas los unos a los otros, corríamos a ver quién corría más por los pasillos. Alguno se tiraba al suelo y se revolcaba para sacarse los nervios de encima. Después, más tranquilos, nadie esquivó el bulto cuando hubo que poner la fábrica en orden. Hasta el mismo Asturiano, que es bastante echado atrás para el trabajo, agarró un escobajo y fue a destapar los retretes.
Yo subí al comedor y di brillo a las cacerolas, lavé el piso, limpié los estantes y abrí las ventanas de par en par. La fábrica quedó más limpia que nunca. Olía como huele la ropa que lava mi madre. A cosa limpia. Era distinta. Nos sentíamos en aquel silencio de máquinas paradas, ligeramente extraños. Era un rumor vago, sólo de voces, las nuestras, y la tarde declinaba.
Estábamos nerviosos. Yo veía en los ojos de la gente que había un poco de alegría y un poco de miedo. Que muchos se encontraban terriblemente asustados, pero la sensación de estar haciendo algo inverosímil nos llenaba a todos la cabeza de ideas nuevas, felices o pobres, como nunca había ocurrido hasta ahora. Si yo me asusté algo fue porque los vi a ellos tan alegres, pero a la vez intensamente preocupados. Ledesma se distendía en el sillón del gerente. ¡Quién lo vio ayer como un señor y quién lo ve ahora recostado en el suelo, muerto de sueño!
Yo, lo que él, hubiese dormido algo. Dice que aunque puso la cabeza sobre la mismísima carpeta del gerente no logró pegar los ojos. Nadie pudo sacarlo del sillón ni en el día ni en la noche. Se ocupó de atender el teléfono y discar inútilmente los números que la gente le daba. El teléfono confundía las líneas, pero era el único contacto que teníamos hacia afuera. Formábamos corrillos alrededor del escritorio para escuchar las voces confusas que llegaban a través del tubo. Cuando los guardias lo cortaron esta madrugada, por lo aislados que quedamos, nos llegó a parecer que se hubiese cortado también algo dentro de nosotros. Y nos dolía.
Alguno se fue a dormir al güinche. Decían que en él corría un vientito fresco. No me gusta ver a nadie subiéndose allá arriba. Fui hasta la oficina de cuentas corrientes. Muy pocos durmieron. La mayor parte se pasó la noche hablando entre sí, como si se estuvieran viendo los unos a los otros, aunque todo estaba a oscuras. Hubo quien no se apartó de las ventanas para seguir mirando la vereda donde estaban las mujeres, apretadas igual que un puño bajo la llovizna, cubriéndose la cabeza con sus pañuelos blancos, como velándonos.
Antes de que amaneciese lo llamaron a Bruno desde la calle. Bruno es un italiano que atiende la rectificadora de la planta baja. Terminaba de decirnos que la ocupación le venía bien; el médico le había recomendado una cama dura porque sufría de la columna y el dormir en el suelo le relajaba los nervios.
—No tengo apuro en salir —nos decía confiado.
Por su vientre amplio y blando que cloquea cuando corre, Bruno parece una mujer preñada.
—¡Tano, te llama tu hijo! —le gritaron.
Allí corrió él y lo vio al pibe que es igualito a su padre, por sus brazos redondos y blancos, por su cara mofletuda y roja parecida a una manzana.
Había dejado de llover; el suelo todavía estaba húmedo y brillaba.
—¡La maámma está llorando!
Bruno que es un hombre buenazo, casi soltó también las lágrimas.
—¿Y per qué?
El pibe lagrimeando, bamboleaba los hombros como si lo sacudieran.
—¡La maámma llora! —prolongaba la voz para que su padre lo oyera.
—¿Y per qué llora la maámma?
—¡La maámma llora per que no hay retornato a casa!
—¡Eh, via, fillo mío, via, via!…
Ya estaba a su vez llorando.
Me puse entre los que proponían dejarlo salir por la puerta que da al baldío, pero la mayoría dijo que no. Tuvo que quedarse con nosotros. El, haciéndose el distraído, dijo, ¡bueno! Fue a sentarse junto a la rectificadora secándose los ojos. Allí estuvo hasta que salimos más tarde.
La sombra de los árboles cae derechita ahora. Deben ser las doce pasadas. Espero un rato más y luego voy al restaurante a preguntarle al Asturiano qué hago.
Es fácil que se haya puesto un pedo; si lo hizo tendré que acompañarlo hasta la pensión. Desde que murió mi padre me cuida como si yo fuera su hermano más chico. No deja que nadie me haga trampas con la comida y si alguno quiere hacerse el vivo conmigo, lo saca carpiendo.
Yo lo respeto como a un hermano mayor aunque a veces lo jodo y le hago morisqueta cuando anda con la borrachera encima. Es el mejor de todos sin desacreditar a los presentes.
Esta mañana fue él quien hizo apuntalar los portones y el que puso trancas en todas las puertas. La policía tuvo que volverse atrás cuando fracasó con la arremetida de sus camiones. Las bombas de gases rompieron vidrios y ventanas y algunas entraron adentro. Pero no resultó difícil agarrarlas antes de que explotasen y tirarlas a la calle. Los guardias corrían a todo trote al ver que se les venían de vuelta. Nosotros lo festejábamos con sonoros pedorreos.
Mientras mayor era el bullicio y el estruendo, más corría yo sin saber a dónde ir. Me iba de un piso al otro saltando por las escaleras, batiendo palmas loco de alegría, sin saber bien por qué. Lo que estaba ocurriendo me excitaba de sobremanera.
El día que se incendió el güinche y mi padre quedó prendido a la pasarela con las manos que se le vencían, yo trotaba igual que hoy y nadie podía pararme, pero no me reía, no, como lo hice esta mañana y por esa diferencia aquel día después de lo que le ocurrió a mi padre tuvieron que llevarme en la ambulancia al Rawson.
Sin embargo, hoy me hubiese gustado tener cerca a mi padre, para que viese lo que hacíamos. Yo les arrojé a los guardias unos cuantos tarugos de los que sirven para adoquinar el piso. Lo hice más que nada, porque todos lo hacían. En realidad no me provocaba mucho placer aquello y menos todavía cuando la cabeza de un guardia se puso a sangrar como la de un chancho y el desdichado nos puteaba desde la puerta de la farmacia y el farmacéutico elevaba su puñito pequeño amenazándonos.
Los policías vinieron con carros de asalto, tiraron bombas, dispararon ráfagas al aire y a muy pocos se les movió el pelo. Cierto que hubo quien bajó al sótano por si acaso, pero la mayoría estuvo a pie firme apuntalando los portones, tirándoles a los guardias fierros y porquerías.
Pero bastó que viniera un hombre del sindicato acompañado de un abogado que traía un portafolio grande, para que Suárez le escuchase y viniera enseguida a convocarnos a decir que si no salíamos ahora, en el sindicato se lavaban las manos.
No; no lo resolvimos así no más. Tardamos, es cierto. Teníamos un plazo de media hora.
Ledesma quiso hablar por teléfono con un hermano que es delegado en Tamet, pero ya habían cortado las líneas. Yo vi que a mucha gente le golpeaba más que no funcionase el teléfono, que lo que nos había dicho Suárez.
A mí me preocupaba solamente que el Asturiano no quería irse así porque así. Me coloqué junto a él, pegadito a su costado, por lo que pudiera ocurrir.
Luego fueron varios los que se pusieron a retirar las trancas y ninguno, ni siquiera el Asturiano se atrevió a impedírselo. Fuimos con ellos y abrimos los portones y salimos a la calle, juntos.
El sol estaba bien alto y apenas si quedaba alguna nube. Muchos corrieron a abrazar a las mujeres que esperaban desde ayer tarde. Otros, sin hacerle caso a Suárez, se marcharon hasta la Avenida a tomar el ómnibus.
Nosotros seguimos aguardando a Suárez.
Cuento: uno, dos, tres, cuatro… conmigo, cinco. Somos cinco los que esperamos. Ledesma, que tiene el pelo alborotado y los ojos enrojecidos, me pregunta:
—¿Esperamos?
—¿Esperamos?—le pregunto yo a mi vez.
—¿Esperamos, eh?—les dice él a los otros. Ellos se encogen de hombros. Estamos sentados en el cordón de la vereda. Caen algunas gotas de agua de los árboles.
—Entonces contate algo, pibe—me dicen.
Tomo la barrita de chocolate que Ledesma me ofrece; saboreo su dulce superficie con la punta de la lengua, me humedezco los labios. Después la mastico, la trago bulliciosamente. Les repito el refrán de mi padre y les hablo de las cosas que escribía para que aprendan a conocerlo y ellos se agarran la panza de risa que no dan más.
No lo hacen por lo que yo les cuento. Estoy muy lejos de tener la gracia que tenía mi padre. Se ríen solamente para sacarse la mufa y tirarla lejos. Para desahogarse. Lo sé, pero de cualquier modo, el verlos reír me produce una satisfacción muy honda y por eso me tiendo a lo ancho de la vereda y golpeo el suelo con los puños como hace Ledesma.
La copa de un árbol está colmada de bolitas verdes que tienden a amarillear y se desprenden. Le pregunto a Ledesma cómo se llama ese árbol y él dice que no sabe. Le pregunto por el nombre de ese que tiene un bronco apretado color gris ceniza donde se dibujan multitud de rombos verticales y responde:
—¡Me importa un rábano!
Los otros tampoco saben.
Se hace tarde. Si Suárez no viene pronto lo llevo al Asturiano a la pensión y me marcho a Ciudadela. Mi madre se alegrará mucho de que la ayude a sacar los hierbajos aunque no sirva de nada.
Vuelvo a sentarme bruscamente en el cordón. La fábrica se levanta y viene a golpearme los ojos.
Por un instante pareciera tan aquí, tan cercana, que si estiro no más ligeramente la mano, estoy seguro, alcanzaría a tocarla.
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