El que conocía todos los piringundines era mi amigo, el Narigón Costoya. Hombre de la noche a pesar de su juventud, era para mí una imagen digna de admiración y envidia, cuando se entreveraba con gente avezada en el trajín algo turbio de boliches y reductos tangueros. Por eso, aquella vez en que me dijo: "Esta noche nos vamos al Tabarí", no puse ningún tipo de objeción, dado que mi confianza en el Narigón era completa.
Roberto
El Negro Fontanarrosa nació en Rosario,
en 1944. Su carrera comenzó como dibujante
humorístico, destacándose rápidamente
por su calidad y por la rapidez y seguridad con que ejecuta
sus dibujos. Estas cualidades hicieron que su
producción gráfica sea copiosa; a las
recopilaciones de chistes sueltos ¿Quién es
Fontanarrosa?, Fontanarrisa, Fontanarrosa y los
médicos, Fontanarrosa y la política,
Fontanarrosa y la pareja, El sexo de Fontanarrosa, El
segundo sexo de Fontanarrosa, Fontanarrosa contra la
cultura, El fútbol es sagrado, Fontanarrosa de Penal,
Fontanarrosa es Mundial y Fontanarrosa
continuará se le suman las de historietas Los
clásicos según Fontanarrosa, Semblanzas
deportivas, Sperman y las andanzas de sus personajes
más famosos: Inodoro Pereyra y Boogie, el
aceitoso, de los que ya existen veinte y doce
volúmenes, respectivamente.
En medio de esta avalancha gráfica,
publicó allá hace tiempo un libro de cuentos,
Los trenes matan a los autos que fue tratado con
cierta condescendencia por la crítica como el intento
de un dibujante jugando a ser escritor. Años mas
tarde insistió con la novela Best Seller, una
aventura del mercenario sirio homónimo. Esta vez su
próximo libro escrito no tardó en aparecer
(El mundo ha vivido equivocado, cuentos), y desde
entonces lo han venido haciendo regularmente. Hasta el
momento, además de los citados, lleva publicadas las
novelas El área 18, La Gansada y los libros de
cuentos No sé si he sido claro, Nada del otro
mundo, El mayor de mis defectos, Uno nunca sabe y La
mesa de los Galanes (y probablemente algún otro
que no conozco).
En sus ratos libres se lo puede encontrar
tomándose un cafecito en el bar "El Cairo", escenario
de muchos de sus mejores cuentos.
El que conocía todos los piringundines era mi amigo, el Narigón Costoya. Hombre de la noche a pesar de su juventud, era para mí una imagen digna de admiración y envidia, cuando se entreveraba con gente avezada en el trajín algo turbio de boliches y reductos tangueros. Por eso, aquella vez en que me dijo: "Esta noche nos vamos al Tabarí", no puse ningún tipo de objeción, dado que mi confianza en el Narigón era completa.
Purretes todavía, a pesar del estímulo varonil que nos prestaban el cigarrillo con boquilla y la botita charolada, el ambiente noctámbulo nos atraía como la miel a las moscas.
Canta un coso que no te podes perder me confió Costoya. No teníamos mucho níquel en el bolsillo, eran otros tiempos, pero sí podíamos ufanarnos de un atrevimiento a toda prueba. En especial de parte del Narigón, poseedor de un ángel y una soltura verdaderamente notables.
Años más tarde hablaría de él aquel inmortal bardo que fuera don Nicolás Casona.
La
verdad fue que llegamos al Tabarí, ahí por Suipacha al 400, pasamos
bajo la mirada entre severa y cómplice de "Lopecito", el portero, y nos
mandamos para adentro. "Lopecito" no se dejaba engañar por nuestros
bigotes ni por nuestros sombreros, él sabía que éramos menores, pero muy
a menudo el Narigón le pasaba algún dato para Palermo y así se había
ganado la amistad de aquel hombre. Tiempo después me enteré de que
Lopecito había muerto de una gripe mal curada, pobrecito, en un sórdido
hospital de Montevideo, la capital uruguaya.
Esa noche de sábado, el
"Tabarí" estaba de bote en bote y corría la bebida entre la algarabía
del gentío. Gracias a la gentileza de uno de los mozos (el Narigón le
tiró unas rupias) conseguimos una mesa cerca del escenario. Ya se había
dejado de bailar y recuerdo que muy pronto tuvimos la compañía de dos
niñas que trabajaban en el local. Eso colmaba todas mis aspiraciones de
sentirme hombre mundano, a pesar de saber perfectamente que aquellas
muchachas estaban trabajando y sólo pretendían un mayor consumo de
nuestra parte. Yo, bastante más tímido que mi amigo, no vacilé, no
obstante, en pedir un par de botellas de champagne, ante la admiración
de nuestras ocasionales acompañantes. No habría pasado más de una hora
cuando subió al escenario, hasta ese momento desierto, una pequeña
orquesta y a renglón seguido un hombre aún joven, delgado y pálido como
una porcelana. Hubo aplausos y vivas al artista pero pronto se hizo un
respetuoso silencio cuando el bandoneón rompió con sus primeras quejas.
¡Qué notable el mutismo de aquel público de habitual mordaz y
bullanguero! ¡Qué dominio sobre la audiencia poseía aquel cantor de fino
bigotito y voz cristalina que a cada momento amenazaba quebrarse!
El
artista finalizó sus canciones y no pudo abandonar el proscenio, ante
los hurras y reclamos de la gente que pedía, a grito pelado, alargar su
actuación. Fue cuando yo, intrigado por ese magnetismo increíble que
irradiaba de esa garganta privilegiada, le toco el codo al Narigón y le
pregunto: Che, ¿Quién es?
¿Cómo? ¿No lo conoce? se adelanta, entonces, una de las pibas.
Es
Agustín Magaldi dice la otra. Yo, recuerdo, hice un gesto de
asentimiento sorprendido pero, en verdad, no conocía mucho sobre ese tal
Magaldi. Había oído de sus condiciones, sí, pero sólo un par de veces,
como de paso.
El gran Agustín Magaldi sentenció el Narigón, que había
vuelto a sentarse, tras la euforia del agasajo. En el escenario,
Magaldi estaba anunciando ante la ávida expectativa de la multitud, su
última entrega. En eso, una voz estentórea interrumpe su soliloquio:
¡Tenga
mano, compañero! Giramos todos nuestras miradas hacia la puerta y vemos
la silueta amenazadora de un hombre recortada frente a los vidrios de
la entrada. Se hizo un silencio de muerte cuando el recién llegado
comenzó a avanzar hacia el escenario a paso firme. Llevaba una daga
impresionante en la mano. De más está decir que la gente se abrió,
presurosa, en el camino de aquel malevo. Cuando trepó al tablado pude
verlo mejor, un morocho grandote, aindiado, de rasgos nobles a pesar de
su ferocidad, con el hombro derecho cubierto por un poncho y el toque
elegante de unos gemelos de oro en el puño que sobresalía bajo la manga
que cubría el brazo sostenedor de la faca amenazante. Se enfrentó a
Magaldi y, ante el horror de todos, gritó:
¡No me gustan los cantores
de voz finita! y le tiró una puñalada. Pero quiso Dios Todopoderoso que
un segundo antes una mano femenina le propinara un empujón a Magaldi
quitándolo del rumbo homicida del puñal. El fierro prosiguió su vuelo y
se ensartó en el instrumento del primer bandoneonista. Recuerdo que el
fuelle, herido, exhaló un quejido profundo, como un lamento. El matón,
defraudado, retiró el arma, miró con desprecio a Magaldi que había caído
sobre el piano y se retiró a paso vivo, dejándonos con la boca abierta.
No voy a contar, por extensos, los comentarios que entonces se
sucedieron, el parloteo alarmado de las mujeres y el murmullo de asombro
entre los varones. Pero Magaldi era un hombre de decisiones rápidas,
pidió silencio golpeando sus palmas, exclamó
"Aquí no ha pasado nada" y dijo que el espectáculo iba a continuar. Todos se animaron nuevamente hasta el momento en que cayeron en la cuenta de que el bandoneón agonizaba sobre las rodillas de su desconsolado dueño por la puñalada recibida. No había poder humano que le arrancase un sonido. El Narigón, con esa facilidad suya para apoderarse de las situaciones, saltó sobre la tarima y gritó:
¡La fiesta recién comienza! ¡No vamos a permitir que una cosa así nos amargue la noche!
Y acto seguido, ante la mirada atribulada del gordito bandoneonista, tomó el herido instrumento diciendo:
Vengan conmigo. Acá cerca hay una gomería.
Y
ahí salimos todos en manifestación, ante la mirada atenta de los
presentes que aprobaban, entusiastas, la decidida acción de mi amigo.
Habremos sido unos catorce los que nos movilizamos hacia la estación de
servicio. Hacía frío, recuerdo, y el Narigón tuvo que explicarle a un
policía qué era eso de andar a altas horas de la noche llevando un
bandoneón en brazos como quien lleva un pibe accidentado. Debo confesar
que, dentro del absurdo, la cosa tenía algo de trágica, de litúrgica
procesión pagana tras la figura de un dios caído. El agente del orden
comprendió era un porteño, después de todo, y nos dejó seguir nuestro
camino. Cuando llegamos a la estación de servicio, la gomería estaba
cerrada: eran como las tres de la mañana. Había un pibe, sin embargo,
sentado en una pequeña caseta vidriada, haciendo la tediosa guardia
nocturna, tomando mate.
Queremos ponerle un parche a este fuelle le dijo el Narigón. El pebete lo miró con ojos vivaces y contestó:
Me parece difícil. La gomería está cerrada y don Hipólito está durmiendo.
En efecto, el pequeño galponcito que hacía las veces de gomería, tenía sus puertas de chapa cerradas.
¿Y ahora qué hacemos? pregunté yo.
Esperen nos dijo el pibe, comedido. Si don Hipólito se despierta, tal vez les hace el laburo.
Ante nuestra natural ansiedad, el muchacho se encaminó hasta el galpón y golpeó la puerta. Debo confesar que nosotros esperábamos por toda respuesta el insulto o el silencio más frío, pero de inmediato desde adentro se escuchó una voz áspera y somnolienta.
¿Qué pasa?
En breves palabras el pibe que nos había atendido le contó al tal don Hipólito nuestro problema. Al rato se dio vuelta y nos hizo una seña con la mano: que esperáramos. Enseguida se abrió la puerta, se encendió la luz de adentro y vimos la silueta de un hombrón grandote poniéndose una bufanda.
Pasen dijo. Al gordito dueño del bandoneón se le iluminó la cara.
Nos metimos todos dentro de aquel tinglado y durante casi una hora presenciamos, en un silencio respetuoso, cómo el viejo y el muchacho emparchaban la herida del fuelle, con un cuidado, un amor y una dedicación dignas del equipo más refinado de cirugía. Cuando hubieron terminado le pasaron el instrumento al gordito, que temblaba como un padre ante el retorno de su hijo accidentado.
¿Puedo tocarlo? preguntó.
Por supuesto dijo don Hipólito. Y allí mismo, en ese galpón de chapa, ante nuestro grupo amontonado por la falta de espacio y emocionado hasta las lágrimas, el músico se mandó "Desde el alma" de Rosita Melo. Puedo jurar que lloramos todos y hubo abrazos y aplausos.
Como si eso fuera poco, ni el pibe, ni el viejo de la gomería a quien habíamos despertado de su sueño de laburante, nos quisieron cobrar un peso. Pero no estaba terminada esa noche memorable para mí.
Cuándo volvimos al Tabarí, entre la algazara de la gente que nos recibió como quien recibe a los soldados volviendo del frente, la cosa se prolongó hasta que empezó a amanecer. Después nos fuimos un grupito, el más aguantador, a desayunar esas medias lunas maravillosas al "Viejo Roma", el cafetín de Parador y Reconquista. Me parecía mentira estar en compañía de aquella gente de la noche, entre figuras legendarias, entre nombres que había sentido nombrar una y mil veces en boca de los mayores. Fue allí cuando Natalio Perinetti, el que fuera celebérrimo insider de la Academia, me pasó una mano sobre el hombro y me dijo:
Pibe... de buena se salvó esta noche Agustín haciendo referencia al suceso de la puñalada. Yo asentí con la cabeza.
Ese malevo es muy peligroso me dijo. Muy peligroso.
¿Quién era? pregunté. ¿Usted lo conoce?
Cómo no voy a conocerlo, muchacho dijo Natalio ¡ese hombre era ni más ni menos que Juan Moreira!
De
más está decir que el recuerdo de aquella noche ha quedado impreso en
mi memoria con caracteres indelebles, máxime cuando con los años me
volví a encontrar con uno de sus protagonistas. Una noche, presenciando
un espectáculo tanguero en el "Café de Miguel", reconocí a aquel gordito
cuyo bandoneón había recibido el puntazo destinado al pecho canoro de
Agustín Magaldi. El muchacho estaba un poco más rollizo aun, mantenía su
expresión adormilada, pero su nombre ya era un crédito rutilante en las
marquesinas de los bailongos porteños: Aníbal Troilo.
Pero sin duda los detalles de esta anécdota memorable estaban destinados a no agotarse tan fácilmente. El año pasado, en ocasión de mi viaje a Estocolmo, con motivo de ir a retirar el premio Nobel con que me galardonaron, tuvo lugar una recepción de festejos en la Embajada Argentina.
No eran
muchos los invitados, pero había un ambiente de jolgorio ante la
distinción que se me había concedido, a mi juicio, inmerecidamente. De
pronto se me acerca un hombre no muy alto, semicalvo, con barba
entrecana.
Usted no se acuerda de mí me dice.
Para serle sincero. . . me disculpo.
Yo
soy Astor Piazzolla me dice. Es de imaginarse mi emoción ante la
presencia de tamaña figura de nuestra música y su cordialidad en el
saludo.
Por supuesto que lo conozco recuerdo que le dije. Pero no creo que hayamos tenido oportunidad de vernos personalmente.
Se equivoca me dijo el gran maestro, que se hallaba casualmente en la capital sueca brindando una serie de recitales. ¿Se acuerda de una noche en que usted y unos amigos llevaron un bandoneón a una gomería para emparcharlo?
Mi asombro entonces no tuvo límites. Me quedé mirando a
Astor con la boca abierta, sin atinar a soltar su diestra que aún
estrechaba.
Yo era el pibe de la gomería me dijo.
¡Después dicen que el destino no suele manifestarse en formas evidentes!
Y
le digo más me dice Piazzolla sin darme respiro. El viejo, el viejo a
quien desperté para que les arreglara el bandoneón, don Hipólito, era ni
más ni menos que don Hipólito Yrigoyen. El mismo que con el tiempo se
convirtió en caudillo del movimiento radical.
Aquello fue demasiado para mí. Estreché a Piazzolla en un abrazo y ambos lloramos como niños.
La semana pasada, nomás, leo en un reportaje que la valiente mujercita que apartó el cuerpo de Agustín Magaldi del curso mortal de la hoja del puñal agresor, supo también dejarnos, años más tarde, piezas que se enraizaron en lo más granado de nuestra verba: esa mujer no era otra que doña Juana de Ibarbourou.
Extraído del libro "No sé si he sido claro y otros cuentos", © 1985 by Ediciones de la Flor S.R.L.
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