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14/06/2011 - En General

Cuándo el dolor tiene un precio

El presidente de la Fundación Derecho a mis Derechos, Juan Manuel Frangoulis, en un comunicado se refirió a la situación social de los sectores más postergados

…“Ricardo Medina, de 38 años, murió el domingo pasado a las 20.50 en el hospital Centro de Salud, una hora y media después de haber recibido dos puñaladas en el abdomen y el tórax.       

                              El hecho ocurrió el domingo a las 19.20 en la esquina de Honduras y Costanera. En ese lugar se encontraba Rocha con tres amigos bebiendo vino cuando se hizo presente Medina, quien reclamó a la barra por el trato que le dieron a una de sus hijas, y les pidió que le devolvieran el celular que le habían robado minutos antes…Rocha se enfrentó con Medina y por ese reclamo se trenzaron a golpes de puño. Una fuente policial indicó que la lucha duró casi cinco minutos hasta que Rocha sacó de entre sus ropas una punta y le asestó a su rival dos puñaladas. Una en el abdomen y la otra en el pecho que le lastimó el corazón”…(informa la prensa local el 06/06/2011 )


 

Cuando el dolor tiene un precio

 Juan Manuel Frangoulis

(Presidente Fundación Derecho a mis Derechos)

 

No les voy a negar que siento mucha lástima por no poder empezar nunca una línea con el popular “había una vez”. Ojalá algún día pudiese ser cronista de grandes hazañas, aventuras, princesas y castillos, que no recuerdan fosas y cocodrilos, sino un bonito “…y vivieron felices…”; sin embargo, el camino que elegí –y no lo hice solo- ha sido aquel en el que uno pasa a segundo plano; en el que, a veces, uno vive en los llantos de otros ojos, en las sonrisas imperfectas de las mejores risas que uno pueda escuchar y las manos de barro y con barro, que no temen al llegar a las entrañas de la desesperanza en busca del hoy, ya ni siquiera del mañana.

Vivir realidades prestadas, sentir lo injusto como propio, sin mirar colores, calles o bolsillos, es una de las elecciones más difíciles que se puedan hacer; dejar egoísmos impuestos por una mecánica de reproducción a lo Smith y, decididamente, pasar a segundo plano, pues además tampoco es estática, es una construcción del propio yo que debe renovarse cada día, un ejercicio, una tarea; la del Hombre Nuevo, una elección que se renueva cada día.

Pasó, casi un año y medio desde que nos aventuramos en esta elección, de creer -y crear- en dispositivos genuinos de cooperación y solidaridad; de tardes de manos estiradas que clamaban por una taza de chocolate caliente (quizás no sólo de pan viva el hombre, pero es un buen comienzo),  para luego discutir el despertar de la conciencia del mañana, porque uno también se aliena en un presente eterno.

En ocasiones nos reímos de nuestra propuesta: “vos pones tu tiempo, tu trabajo, tu plata y, a cambio, recibís un abrazo, una sonrisa, un canto a la esperanza, en un mundo que, aún (aunque creo cada vez menos) se mide por “el cuanto tenés, cuanto valés”.

Este camino, el de la militancia, el de “militar con alegría”, como la vida, tampoco es color de rosa; pues hay momentos en los que la bronca te atraviesa, es visceral el odio a la injusticia, al oportunismo frente al dolor ajeno, que quiere destrozar con la fuerza de la billetera lo hecho, que busca doblegar las voluntades que se alfabetizan con nosotros, que cosen la ropa rota y donada como desperdicios, buscando el pan de cada día; una huerta que pasa a ser improductiva frente a la fuerza del bolsón; la inocencia de la niñez en  apoyo escolar se tienta en sucumbir frente a “cien pesos el voto”; la batalla de la esperanza contra el hambre de hoy. Lo maquiavélico de la situación.

Estas líneas responden más a esa bronca, a la de Pedro y Pablo, que a la alegría.

Sobre todo, hubieron dos situaciones esta semana que alertaron nuestras trincheras de ideas, nuestra pasión revolucionaria, nuestros anhelos de justicia social.

La primera, la muerte en el dolor de la pobreza (por que eso sí, la pobreza duele, y duele con fuerza en el lugar donde vive el alma). Benedetti, si mal no recuerdo, supo escribir que la “muerte nos iguala” y lo creímos, hasta esta semana lo creímos; sin embargo, la muerte es un privilegio que pocos pueden darse; porque cuando murió “el Chunca” (Ricardo Medina para la crónica policial) no teníamos ni siquiera un cajón donde poner el cuerpo: nos inundó la soledad de la morgue, la frialdad de la declaración policial que se mezclaba con los gritos, la sangre en las manos de una despedida que no quería ser y las lágrimas.

Ese día estuvimos solos.

Conseguimos lo material, sólo eso. Un sepelio, un cajón, el traslado, un lugar en el que enterrar a nuestro ser querido. La muerte no nos iguala, sino que hace visible las diferencias entre los que pueden despedir a sus muertos y los que no saben cómo hacer para salir de la morgue policial.

Nunca ví tanto amor en un adiós, tanto dolor, tanta angustia, tal fue así, que a la mañana siguiente no me atreví siquiera a interrumpir ese adiós para dar lo que parecía, en ese momento, un estúpido pésame. Y cuando llegaron los mercaderes de la muerte, los que fueron a cambiar votos por el dolor, quienes se acordaron de que Ricardo existía cuando salió en las páginas de los diarios, parte de una familia que ni siquiera existe como el número de los censos, despertaron el rencor de los sin voces en mis entrañas, en esa empatía que la militancia te genera.

Yo que, cuando sostuve el DNI del Chunca, lo recordé sonriendo, con chistes verdes, todos y cada uno de ellos subidos de tono, comiendo con nosotros, y lloré puteando a la muerte, que ni para ella somos iguales, al verlos llegar con oportunistas promesas proselitistas transformé el dolor en la bronca de la injusticia actual.

La segunda, fue hoy, hace unos instantes, la que me decidió a escribir estas líneas; un mensaje de texto de una amiga de la Costanera que contaba que ofrecían las que -en teoría- son madres del dolor del paco (las que llevan pañuelos de oscuridad en sus cabezas) bolsones para que la pobreza fuese a votar a las internas que un partido centenario celebra hoy. Vaya canto a la democracia que nos costó construir.

¿Cuál es el precio del dolor?

Nunca fui un fans de ellas, ni me gusta cómo se manejan, me recuerdan a la trunca carrera política del falso ingeniero en Buenos Aires, pero me pregunto: ¿Cómo puede una madre ser una negociante de votos, luego de hacerse famosa por la muerte por el paco?

¿Por qué un bolsón y un pañuelo negro se hacen amigos?

A veces, el amor me embarga y otras me atraviesa visceralmente el odio.

Nosotros seguiremos, haciendo lo que elegimos hacer: estar en segundo plano; poniendo lo poco o mucho que tenemos; partiendo panes y peces con todos y todas. Molestando a cada amiga y amigo, a un familiar, pidiéndole ayuda a una persona muy querida con la que trabajo, que nunca me pidió nada a cambio y prefiere mantener su anonimato.

Pedimos, mangueamos. Los pobres no tienen vergüenza, me enseñaron una vez.

Una elección que renovamos cada día.

Nunca más, nunca menos; o, como diría un compañero, “nunca menos y ni un paso atrás”.

Hasta la victoria siempre


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