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06/06/2011 - Momento justo

Reeditan libro sobre los Schoklender

Es la crónica de un parricidio. Sergio Schoklender, hoy investigado por el manejo de fondos públicos de las Madres de Plaza de Mayo, fue condenado junto a su hermano Pablo por el asesinato de sus padres, en 1981.

Hace 25 años, la Editorial Perfil publicó la investigación que Ricardo Halac y Juan Carlos Cernadas Lamadrid realizaron para el exitoso programa televisivo Yo fui testigo.

El crimen, las sospechas y las dudas de un caso que conmovió al país. Imágenes: Mauricio Schoklender y su esposa, Cristina Silva, cuyos cadáveres aparecieron en el baúl de un automóvil (arriba izq.) estacionado en Barrio Norte, en 1981. Pablo y Sergio, sus hijos, fueron condenados por su muerte.

Sergio memora los hechos a partir del sábado 30 de mayo. Esa noche, según la declaración, salieron a cenar con sus padres a la Costanera. Era su cumpleaños al otro día, y la propuesta de cenar afuera surgió para evitar tensiones entre Pablo y sus padres. Pablo tenía una mala relación con los padres y estaba viviendo en un hotel. Durante la cena la madre bebió mucho. Pronto surgió una dicusión generalizada, en la que Cristina Silva de Schoklender bebía más y más. Para evitar el mal rato de tener que atravesar el restaurante llevando a una mujer ebria, Sergio decide salir antes con sus hermanos. Llegan al departamento de la calle Tres de Febrero y él y Ana Valeria se van a dormir. A eso de la una de la mañana es despertado por Pablo. Este se había escondido en un placard. Se ponen a conversar en el living sobre la afligente situación de la familia. A Pablo lo persigue la obsesión de matar a su padre. Siguen conversando cuando oyen pasos. Rápidamente Pablo se oculta. Ingresa la madre muy bebida.

Mientras Sergio conversaba con la madre, Pablo entra provisto de una barra de acero, golpea a la madre en el cuello y ésta cae, profiriendo sonidos guturales. Sergio entonces se levanta del sillón, toma la barra de acero, pesas que tenía su hermano y vuelve a golpear a su madre en el cuello.

Mientras ésta yace en el piso, sangrando, Pablo va al cuarto de servicio para buscar un trapo con que limpiar la sangre y Sergio se dirige al lavadero en busca de una camisa suya de color azul. Con ella, estrangula a su madre. Sabe que ha muerto cuando la mujer deja de gemir. Pablo busca una sábana y con ella envuelven el cadáver. Antes, para evitar que chorreara sangre, le ponen una toalla en la cabeza y luego cubren ésta con una bolsa de polietileno, de las que se usan para residuos. Hecho esto, van al comedor diario a conversar sobre lo ocurrido.

Sergio insiste en que deben huir; Pablo, en que antes deben matar al padre. Convencidos de esto último, Pablo toma una soga de las usadas en los astilleros y Sergio empuña la barra con la que ultimó a su madre. Van al cuarto donde dormía Mauricio Schoklender. Sergio lo golpea en el cráneo una y otra vez. Luego, para rematar el hecho, con la misma barra y la soga que Pablo le alcanza hace un torniquete en torno al cuello del ingeniero. Aquí también repiten las acciones de limpiar con un trapo, envolver la cabeza con una toalla y luego con una bolsa de polietileno y finalmente envolver el cadáver en una sábana. Pablo baja al garaje del edificio, abre el baúl del Dodge Polara y manda el ascensor hacia arriba. Por él, baja Sergio con el cuerpo de su madre, colocándolo en el fondo del baúl. Luego suben ambos y entre los dos bajan el cuerpo del padre, llevando también la almohada y lo dejan en el baúl al lado del otro cuerpo. Luego, volvieron al departamento, limpiaron las manchas de sangre en el living y dormitorio y tomaron algunas prendas de sus padres. Acomodaron dichas prendas en un bolso y bajaron por el ascensor. Sergio llevaba el bolso. Pablo bajó del ascensor a esperar a su hermano en la puerta del edificio. Sergio siguió al garaje. Allí estaba el encargado, dispuesto a lavar el auto de los Schoklender, el Dodge Polara, por orden del ingeniero. Sergio le dijo que no lo hiciera, pues él partía en ese mismo momento. Acomodó como pudo el bolso en el auto y arrancó. En la puerta estaba Pablo esperando. Salieron del edificio de Tres de Febrero y tomaron rumbo hacia Barrio Norte. La presencia de algunos policías los asustó. Pablo bajó del auto en Las Heras y Pueyrredón y Sergio siguió hasta dejarlo estacionado con su macabra carga frente al número 2049 de la Avenida Coronel Díaz (fuente: La Razón, 5-10-81). (...)

El doble asesinato conmovió a la opinión pública. El tilde de “parricidio” sobrevino poco después, muy poco después. Los hechos, tal como los fueron consignando los diarios, ocurrieron así: el domingo 30 de mayo de 1981 fueron descubiertos los cadáveres del ingeniero Mauricio Schoklender y de su esposa, Cristina Silva, en el baúl de un automóvil estacionado en pleno Barrio Norte de esta capital.

Durante la mañana de ese domingo, unos niños que jugaban en la vereda de la calle Coronel Díaz, entre Pacheco de Melo y Peña, advirtieron que de un automóvil Dodge Polara, color metalizado oscuro, chapa C-726.713, manaba un hilo de sangre proveniente del baúl. Asustados, comunicaron el hecho a sus padres, quienes llamaron a la policía. Un rato después, otro vecino, que no se identificó, repitió el llamado a la comisaría 21ra. Eran las 11 de la mañana.

Alrededor de las 17, se hicieron presentes los efectivos de seguridad. Sí, del coche había manado sangre. Lo primero que hicieron los funcionarios policiales fue tender un hermético cerco en torno del vehículo, impidiendo así acercarse inclusive a los reporteros gráficos. Al lugar convergieron también tres grúas y dos camiones de bomberos. Uno de los oficiales que participó en el procedimiento negó todo tipo de información a la prensa, derivando el caso al Departamento Central de Policía. Sin embargo, algunos vecinos –que no pronunciaron sus nombres– dijeron que, ante la imposibilidad de abrir el baúl del auto, la policía empleó un detonante. Este dato no figura en la causa. Una vez abierto el baúl, con detonante o no, econtraron, según informes del Departamento Central de Policía otorgados a los medios de difusión, dos cadáveres correspondientes a un hombre y una mujer de 45 años, aproximadamente, ambos muertos por estrangulamiento. Posteriormente, se amplió la información a la prensa: los cuerpos de la pareja estaban envueltos en una sábana blanca. Las cabezas, cubiertas por sendas toallas y luego por bolsas de polietileno de las usadas para residuos, presentaban golpes hechos con una barra de metal. Dicha barra estaba aún en el cuello del ingeniero Schoklender, y con ella y una soga se había efectuado un torniquete que le había provocado la muerte por asfixia o estrangulamiento. El cráneo del ingeniero Schoklender, especialmente, parecía casi destrozado (fuente: diario Clarín).

Una hora después del pavoroso hallazgo, alrededor de las seis de la tarde, es llamado como médico forense al doctor Marinoni. Al aceptar el cargo, se le hace saber que fue requerido para desempeñarse, textualmente, “en la prevención sumaria que se instruye por el delito de Homicidio Ochenta del Código Penal, en el que resultan damnificadas las personas de Mauricio Schoklender y Cristina Silva, y acusados Pablo y Sergio Schoklender”.

Impuesta de los hechos, la Justicia comienza a actuar.

Ese domingo macabro era juez de Instrucción Nacional en Primera Instancia el doctor Juan Carlos Fontenla, el primero en entender la causa abierta, quien manifestó: “En ningún momento se los tuvo como culpables desde un comienzo. Cuando fueron identificados los cadáveres, el comisario me puso en conocimiento de que había llamado a la casa de Schoklender y fue atendido por uno de los hijos. Allí le manifestó que su padre había tenido un accidente, que concurriera a la seccional”.

Los hermanos Sergio y Pablo no se presentaron.

Son llamadas por las autoridades que han tomado el caso las novias de los Schoklender, ambas menores de edad, y novias “oficiales” de los jóvenes. Como ellos, de buena posición económica. Al día siguiente se presentan al llamado de la policía y relatan cómo transcurrió, hasta donde ellas saben, el domingo posterior al homicidio. Los relatos fueron coincidentes: era el cumpleaños de Sergio y las dos parejas habían decidido pasarlo juntas. Pablo vivía en un hotel, por lo que las jovencitas pasaron a buscarlo por allí. Al llegar, ya estaba en el lugar Sergio. Almorzaron juntos y luego fueron a la casa de la familia Schoklender, sita en la calle Tres de Febrero Nº 1480.

El día 1º de junio de 1981, fueron inhumados los restos del matrimonio asesinado. Los funcionarios policiales no emiten declaraciones ni se proporciona fotografía de los ultimados.

La policía respeta el “secreto de sumario”.

Pese a esto, trasciende demasiada información. A pesar de esto, comienza a circular la versión extraoficial de que los autores materiales del crimen serían Sergio y Pablo Schoklender. Los periodistas interrogan al juez Fontela, quien admite que “hay indicios de que pueden ser ellos”. También se “filtra” la información de que ambos “sospechosos” han emprendido la fuga, presumiblemente a algún punto fuera del país, luego de haber solicitado un préstamo de cinco mil dólares a una persona vinculada con la actividad empresaria del padre. La policía interroga también a Ana Valeria Schoklender, hermana menor de Sergio y Pablo, a la sazón de 19 años, quien inmediatamente es considerada como fuera de toda sospecha. Como el hermetismo policial continúa, los hombres de prensa intentan recabar datos por las suyas. Se presentan así en el edificio de la calle Tres de Febrero y dialogan con el encargado del mismo. El empleado –citamos al diario Clarín–, cuyos datos de filiación no se conocen, o al menos se prestan a una apreciable confusión, declaró durante todo el fin de semana con soltura, ante los representantes de varios medios de comunicación, sosteniendo que “los Schoklender eran una familia modelo” y que “los hijos del matrimonio están arriba, en el cuarto piso, profundamente apenados”. Dos días después, cuando ya la prensa hablaba de “los asesinos” y “los chacales”, el mismo encargado se negó a ser enfocado por las cámaras y con laconismo dijo: “Prefiero no hablar de los muchachos”

“Se inicia lo que fue una verdadera cacería”.

El día 3 de junio la agencia Télam se vio “bombardeada” por cables provenientes de Mar del Plata. Señalaban que era “casi inminente” la captura de los hermanos Schoklender, aparentemente cercados por un poderoso operativo policial desplegado en la zona cercana a Mar del Plata. La información iba acompañada por un relato digno de un “western” al estilo de los de John Wayne: una persecución encarnizada, dos jóvenes que huyen en caballos alquilados. Simulación con barbas postizas, cabellos teñidos, disfraces de paisano (bombachas incluidas), etcétera. Para completar el cuadro, se rumoreaba que uno de los hermanos fue reconocido en un bar rural, pese a que no se habían difundido hasta esa fecha fotografías de ninguno de los Schoklender. En dicho bar se habría armado una trifulca que culminó con golpes de puño, el prófugo reducido, maniatado y encerrado. Como en las películas, mientras el vencedor en el pugilato salía a avisar a la policía, el vencido se recuperaba rápidamente y huía a campo traviesa, siempre a caballo. No todas las versiones eran tan telúricas: junto a la del almacén de campo, aparece la hipótesis de una presunta fuga en avión, no menos espectacular que la precedente. Se afirma, en esta nueva especie, que los hermanos establecieron contacto en Mar del Plata con una empresa de taxis aéreos. La intención obvia, según este rumor, era alcanzar Uruguay vía Entre Ríos. Los cables mencionaban a un piloto aeronáutico que habría sido apalabrado para tal fin. No se menciona el nombre de dicho piloto.

Mientras los efectivos policiales desplegaban sus redes en Mar del Plata, Laguna de los Padres, Coronel Vidal, Cobo y Vivoratá, los llamados telefónicos saturaban las líneas de los medios de comunicación. Algunos de ellos insistían en la inocencia de Sergio y Pablo Schoklender: “Harán falta pruebas muy concluyentes para demostrar que Sergio y Pablo son los asesinos de sus padres. Si huyen, realmente, huyen para protegerse”. Naturalmente, quienes recibían estos llamados interrogaban a los interlocutores: “¿Protegerse de qué? Silencio. “¿Quién habla?”. Silencio breve y, tras la pausa: “Alguien que pertenece a la firma Pittsburgh & Cardiff, de la cual el ingeniero Schoklender era director”. Nadie se identificó.

La fuga, según el testimonio posterior de Sergio Schoklender.

Ahora, a varios años de distancia de la detención de los hermanos, contamos con testimonios de cómo se realizó la fuga. Al recibir el llamado telefónico de la policía informándole que su padre había tenido un accidente, Sergio Schoklender se comunica con un amigo de la familia, el presidente de la firma donde trabajaba el padre, y le solicita cinco mil dólares. Ya en la posesión del dinero, alquilan un remise con su hermano y parten a Mar del Plata. Se alojan en un buen hotel y Sergio inicia contactos con gente de publicidad y luego con la empresa de taxis aéreos. Un piloto, que se acerca al hotel para concretar un viaje, le informa que el mismo no podrá hacerse de inmediato por las malas condiciones del tiempo. Los medios de comunicación, en tanto, dan cuenta de la supuesta autoría del crimen de los dos hermanos. Estos deciden separarse; Pablo intentará llegar hasta el norte del país y de allí a alguna frontera. Sergio intentará la vía Uruguay. Una vez solo, Sergio compra ropas nuevas, más acordes con su plan; alquila un caballo y se dirige a Cobo, distante 25 kilómetros de Mar del Plata. En esa localidad, a eso de las nueve de la noche del día 4 de junio, se detiene en un almacén de campo. La persona que lo atendió relató así el encuentro y lo sucedido:

“Llegó ese muchacho a las nueve y media de la noche, montado en un caballo. Iba queriendo llevar víveres para seguir un viaje que había iniciado en Punta Mongotes. El me dijo que iba a ir para el lado de Tucumán, Catamarca, Córdoba, y de ahí pensaba ir a los Estados Unidos. El viaje de él era ir a los Estados Unidos. Pidió víveres, algo de comer. Yo me fui a descansar. Eran las diez de la noche. El se quedó con mi compañero, el encargado. Había estado tomando un poco, pero no había llegado a emborracharse. Tenía unas copas arriba, sí.

”Mi compañero vino y me avisó que tenía al asesino que estaban buscando. Pero no lo encerró, no. El que lo maniató y lo encerró en el galpón fui yo. Era una piecita que teníamos de depósito. Ahora, que mi compañero lo haiga golpeado, no creo que lo haiga golpeado, porque el que iba a observar a cada rato era yo. Y él iba y lo interrogaba; le decía por qué había hecho lo que hizo, y qué sé yo… Y él contestaba que él no hizo nada, que el que hizo fue el hermano, que él estaba conversando con la madre y vino el hermano y le dio un golpe de atrás. Yo no me explico cómo se escapa porque la forma en que yo lo había mañado y encerrado bajo llave no era para que se me escapara. Ahora, que yo fui dos veces con mi compañero, allí, a verlo a la piecita, porque yo quería interrogarlo, preguntarle por qué había hecho cosas que no le correspondían a él, no siendo autoridad, a mi parecer. No le avisamos a la policía enseguida porque tuvimos problemas en la ruta, que no nos paraba nadie para poder avisarle. Una vez que lo agarramos, yo lo mañé, lo llevamos a la piecita, salimos a ver a alguno que pasara y nos informara el primer destacamento que había, así fuera Vivoratá, o para Mar del Plata, para que supieran que este hombre estaba detenido. Cuando regresé, que vino la policía de Vivoratá, creo que fue la primera que llegó, que serían las seis menos veinte de la mañana, hacía unos diez minutos que se nos había fugado el tipo. Y disparó de a pie, el caballo quedó atado y todo quedó acá, como había desensillado en la noche para quedarse… Porque cuando estuvieron conversando con mi compañero lo invitó a que se quedara y siguiera de día, así era de día el trayecto que iba haciendo, y que de noche descansara.”

Sergio huyó del almacén a pie. Deambuló por terrenos al descampado; hizo un alto para descansar bajo un puente y al amanecer salió a la ruta. La zona presentaba características inusitadas: efectivos de la Policía Federal y Provincial, apoyo de patrulleros, Unimogs, perros adiestrados, helicópteros.

En una charla que tuvo con su abogada, la doctora Lucila Larrandart, Sergio dijo: “Cuando vi tanto despliegue, cuando noté que había helicópteros, pensé que había golpe de Estado. No sabía que todo eso era porque estaban buscándome a mí”. A las 6.35 de la mañana sale a la ruta y se presenta ante un patrullero. Inmediatamente es llevado con fuerte custodia a Mar del Plata.

Fuente: Ricardo Halac y J.C. Cernadas Lamadrid. Perfil.


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