La historia, aunque a decir verdad los hechos escasos y simples que la constituyen, desde el punto de vista de las leyes del melodrama que imperan hoy en día en lo que podríamos llamar el mercado persa del relato, no alcanzarían a formar una historia, es más o menos la siguiente: un domingo a la mañana Barco, que acababa de cumplir cincuenta y dos años, buscando algún texto corto para leer antes del almuerzo...
Juan José Saer (1937-2005). Escritor argentino, natural de Serodino, provincia de Santa Fe y radicado en París desde 1968. Vivió en el campo natal y enseñó en su país y en la francesa universidad de Rennes. Es autor de algunos cortometrajes cinematográficos y artículos de crítica literaria. En sus primeras obras se advierte la impronta del realismo y del Regionalismo americano: En la zona (1960), Palo y hueso (1965) y Unidad de lugar (1967) son colecciones de cuentos, que alternan con las novelas Responso (1964) y La vuelta completa (1967). A partir de los relatos de Cicatrices (1969) registra la influencia del objetivismo de la llamada nueva novela francesa, con la desaparición de los personajes y el protagonismo de los hechos y las cosas. En esta línea figuran los cuentos de La mayor (1976), y las novelas El limonero real (1974), Nadie, nada, nunca (1980), La ocasión (1988), Glosa (1988) y Lo imborrable (1992). En El entenado (1983) evoca un episodio de la conquista de América. Ocasionalmente hizo poesía y la reunió en El arte de narrar (1977). En 1987 obtuvo el Premio Nadal.
Al ingeniero Saer
La historia, aunque a decir verdad los hechos escasos y simples que la
constituyen, desde el punto de vista de las leyes del melodrama que imperan hoy
en día en lo que podríamos llamar el mercado persa del relato, no alcanzarían a
formar una historia, es más o menos la siguiente: un domingo a la mañana Barco,
que acababa de cumplir cincuenta y dos años, buscando algún texto corto para
leer antes del almuerzo, encontró una versión de La ascensión del monte Ventoux
de Petrarca, y se instaló a leer en su estudio de abogado, en un sillón ubicado
estratégicamente cerca de la ventana que daba al patio, para aprovechar al
máximo la luz natural, de la que Barco era como se dice partidario ferviente
cuando se trataba de lectura, aunque a causa de su trabajo únicamente de noche
le quedaba tiempo para leer un rato antes de irse para la cama. El texto de
Petrarca hacía años que no lo leía, y si lo eligió fue más bien a causa de su
extensión, para poder terminarlo antes de mediodía, porque Tomatis estaba en
Buenos Aires y se había anunciado en Caballito para el almuerzo, con el fin de
traerle su regalo de cumpleaños y presentarles, a Miri y a él, su nueva pareja,
una chica arquitecta que, según el sarcasmo de Miri, «por suerte gracias a su
profesión podía hacer cosas un poco más constructivas que ponerse de novia con
Tomatis», aunque Miri se olvidaba de que, treinta años atrás, Tomatis había
estado enamorado de ella y ella, durante un par de semanas por lo menos, estuvo
a punto de dejarse tentar por la cosa.
Lo cierto es que Barco se sentó esa mañana de domingo a leer a Petrarca. San
Agustín –o, a estar con algunos, el colectivo publicitario de la iglesia
primitiva que conocemos con el nombre de San Agustín– pretende que fue
escuchando un sermón de San Ambrosio que se convirtió al cristianismo, lo que
es igual que si hubiese sido leyéndolo, porque hasta entonces sólo se leía en
voz alta, de modo que un sermón era una simple lectura comentada, semejante a
lo que hoy llamaríamos una conferencia, y hay que reconocer que casi todas las
grandes iluminaciones, exaltaciones, conversiones o revelaciones de los tiempos
modernos provienen de la lectura. Pareciera ser que, en el estado actual de
nuestra especie, siempre es necesario que lo poco que nos pasa de esencial le
haya pasado primero a algún otro, de manera que sólo comparativamente podemos
llegar a sentirnos, gracias a una lucidez pasajera, y muy de tanto en tanto,
con fugacidad fragmentaria, lo que creemos ser o lo que tal vez somos.
A los pocos minutos de haber empezado a leer, Barco tuvo una experiencia
semejante, pero no le advino ni un éxtasis ni una revelación, sino algo más
íntimo y más querido: un recuerdo. Petrarca, que tenía desde hacía cierto
tiempo la intención de escalar el Ventoux, cuenta que uno de los dilemas que se
le presentaban era la elección de una compañía que fuese al mismo tiempo útil y
agradable, y que después de haber vacilado entre varios de sus amigos, decidió
llevar a su hermano menor, por el que sentía mucho afecto, pensando que la
subida, que no era a decir verdad más que un paseo largo y fastidioso, y no una
verdadera aventura, le daría al muchachito a la vez instrucción y placer. Y,
gracias a las imágenes que, mientras avanzaba en la lectura, iban formándose en
la parte más clara de su mente, el recuerdo, desde la oscuridad sin nombre y
sin extensión o forma definida en la que yacía arrumbado o en la que derivaba
desde hacía más de cuarenta años, nítido y entero, constituido de mil detalles
hormigueantes y vivaces, hizo su aparición instantánea. Petrarca y su hermano
menor escalando la ladera polvorienta y atormentada del monte se asociaron de
un modo explicable pero inesperado, con un viaje que su hermano mayor y él, que
tenía en ese entonces alrededor de diez años, habían hecho una tarde de otoño.
Existe siempre durante el acto de leer un momento, intenso y plácido a la vez,
en el que la lectura se trasciende a sí misma, y en el que, por distintos
caminos, el lector, descubriéndose en lo que lee, abandona el libro y se queda
absorto en la parte ignorada de su propio ser que la lectura le ha revelado:
desde cualquier punto, próximo o remoto, del tiempo o del espacio, lo escrito
llega para avivar la llamita oculta de algo que, sin él saberlo tal vez, ardía
ya en el lector. De modo que después de atravesar en un estado más bien neutro
las informaciones del prólogo escrito por el traductor que había vertido el
texto del latín al castellano, a los pocos minutos de empezar el relato
propiamente dicho, Barco alzó la vista del libro y, con los ojos bien abiertos
que no veían sin embargo nada del exterior, la fijó en algún punto impreciso de
la habitación y se quedó completamente inmóvil, lleno hasta rebalsar del
recuerdo que la lectura había suscitado.
Un atardecer de Semana Santa, un miércoles al final de la tarde para ser más
exactos porque, para aprovechar al máximo las vacaciones habían decidido
lanzarse a la aventura el mismo miércoles al salir de la escuela, sin esperar
hasta el día siguiente, con el fin de ganar la noche del miércoles y la mañana
del Jueves Santo en el pueblo en el que pasaban todas sus vacaciones, de
verano, de otoño, de invierno o de primavera. Casi todos sus tíos, tías, primas
y primos vivían en el pueblo o en los pueblos vecinos y para Barco, hasta los
dieciséis o diecisiete años por lo menos, el pueblo ese tirado en medio de la
llanura, el puñado de manzanas geométricas dividido en dos por las vías del
ferrocarril, había sido una especie de paraíso: ninguna otra felicidad podía
igualarse a la que lo asaltaba ante la perspectiva de ir a pasar en él unos
días. Y era justamente a causa de la impaciencia que se apoderaba de él que se
habían encontrado, él y su hermano mayor, que le llevaba cuatro años, en esa
situación, o sea caminando los dos al atardecer en medio de la llanura vacía,
por el camino de tierra de unos quince kilómetros que unía el pueblo con la
ruta de asfalto donde los había dejado el colectivo de Rosario.
Al bajar del colectivo, habían esperado en el cruce una media hora sin que
pasase un solo auto, y como se acercaba la noche, habían decidido empezar a
caminar por el borde del camino de tierra, y a medida que se alejaban del
asfalto la llanura se iba volviendo más desierta y más silenciosa. Como
avanzaban hacia el oeste, en el fondo del camino recto y grisáceo, el disco
rojo del sol, enorme y llameante, flotando no lejos del horizonte, parecía
estar esperándolos con la intención de impedirles seguir adelante. Había
llovido mucho la víspera, y el camino era un magma barroso en muchos trechos,
donde algún vehículo, tirado a motor o a sangre, se había atrevido a pasar,
formando huellas profundas de las que únicamente los bordes rugosos se habían
resecado un poco. El estado en que había quedado el camino después de la lluvia
explicaba la ausencia inusual de coches, aunque en aquella época los autos y
los camiones no eran demasiado frecuentes en el campo, y de todas maneras la
situación en la que se encontraban había sido prevista por sus padres, ya que
la madre había querido oponerse a que viajaran esa tarde, argumentando justamente
que había llovido y que la noche podía sorprenderlos en el camino, pero el
padre, que tenía cierta predilección por su hermano mayor (o por lo menos Barco
así se lo imaginaba en aquel entonces y seguía imaginándoselo en la actualidad,
aunque su padre había muerto hacía treinta años y su hermano el año anterior),
había dicho que gracias a la prudencia y al sentido de responsabilidad de su
hermano no iba a sucederles nada malo (de todos modos, en ese punto o en
cualquier otro, bastaba que su madre tuviese una opinión para que su padre
formulase exactamente la contraria, y lo mismo sucedía, pero al revés, cuando
era su padre el que argumentaba en primer término).
La cuestión es que avanzaban, ansiosos por llegar pero lentos a causa del
barro, por el camino solitario, hacia el gran disco rojo que, como se dice,
ensangrentaba el cielo en el oeste. Las nubes que se arremolinaban en la altura
no interceptaban el disco rojo vivo, como si, inmóviles y asumiendo las formas
más diversas, se hubiesen apartado igual que cortesanos respetuosos para no
ocultar, con sus masas fofas y toscas, la perfección circular y ardiente de su
presencia misteriosa. A cambio de esa discreción reverente, el sol las teñía de
sus tonos innumerables, encendidos, claros y brillantes en las inmediaciones
del disco, y que iban haciéndose cada vez más oscuros y más fríos –naranja,
rojo, rota, violeta, azul– cuando iluminaban los copos algodonosos suspendidos
hacia el este, en la porción opuesta del cielo. En el otoño ya avanzado, los campos
de maíz parecían ruinas, con los tallos quebrados y grisáceos y las hojas color
beige desgreñadas, resecas y colgantes, sugiriendo un ejército innumerable y
fijo, aniquilado en una batalla reciente y del que hubiese vuelto a este mundo
la muchedumbre de espectros, retomando el hábito de alinearse en orden para
formar una teoría de almas en pena muda y amenazante. En un campo cercano, un
rebaño de vacas negras había dejado de pastar, y los animales, orientados todos
en sentido opuesto a la caída del sol, la cabeza un poco levantada como si
estuviesen tratando de captar una señal remota, completamente inmóviles, todos
en la misma actitud como si se tratase de la misma imagen plana reproducida
cuarenta o cincuenta veces, le sugerían a Barco, en el momento en que estaba
recordándolas, esas manadas que aparecen en las pinturas rupestres, más
misteriosas por la extraña vida interior que emana de los animales que por las
intenciones de los hombres fugitivos que los dibujaron en la piedra. Durante
unos minutos de marcha únicamente oyeron el ruido de sus propios pasos,
vacilantes y demorados, buscando suelo firme entre los trechos removidos de
barro blando y los charcos de agua lisa que enrojecían el anochecer, hasta que,
de algún punto lejano de la llanura un ganado invisible empezó a mugir, sacando
al que tenían a la vista del sopor en el que parecía haber caído e incitándolo
a seguir tascando en silencio. La inminencia de la noche cuya llegada, para
precipitar al mundo en la negrura, parecía ir acelerándose, oprimía el pecho de
Barco y le anudaba el vientre, de modo que para que no se pusiese a temblar,
hundió la mano libre –en la otra llevaba una valijita– en el bolsillo del
pantalón.
Al cabo de un rato de marcha, a la izquierda del camino, a unos cien metros adelante,
divisaron el cementerio. Por temor de percibir en él el mismo terror apagado
que empezaba a invadirlo, Barco no se animaba a mirar a su hermano, ni siquiera
de reojo, y fue en ese momento en que se dio cuenta de que la llanura, en ese
lugar que había atravesado decenas de veces, idéntico por otra parte a muchos
otros en sesenta o setenta kilómetros a la redonda –camino de tierra,
alambrados, maizales, campitos de pastoreo, redondel rojo enorme al atardecer,
cuadrado de muros blancos del cementerio y cipreses negros sobrepasándolos–, de
habitual que había sido hasta ese momento, se estaba volviendo irreconocible y
extraño. Era incapaz de formularlo así en ese entonces, pero una luz
cintilante, ultraterrena, transfiguraba el espacio y las formas que lo poblaban,
poniendo a la vista, del paisaje familiar, su pertenencia a un lugar
desconocido en el que, hasta ese momento, ignoraba que había estado viviendo.
Durante años sentiría el malestar de esa revelación hasta que, gradualmente,
capas y capas de experiencia, como sucesivas manos de pintura sobre una imagen
odiosa, terminarían por hacérsela olvidar, hasta que esa mañana la lectura de
Petrarca la trajo de nuevo a la luz viva del recuerdo.
El chasquido de los pasos en el barro estallaba apagadamente y se dispersaba en
el aire que ya empezaba a volverse azul, mientras que del disco enorme que
interceptaba el camino en el horizonte ya no era visible más que el semicírculo
superior, y desde hacía unos minutos las nubes multicolores de un rato antes ya
se estaban poniendo negras. El muro blanco del cementerio, por encima del cual,
aparte de los cipreses, emergían las cúpulas y las cruces de cemento de algunos
panteones, fulguraba a causa de esa luz que no era de este mundo, y del
semicírculo rojo incrustado al final del camino, una turbulencia ígnea, de un
rojo en fusión, barnizaba todo lo visible con una substancia fluorescente en la
que el rojo y el negro parecían neutralizarse mutuamente produciendo una
luminiscencia insólita y glacial, una harina estelar, a la vez impalpable y
magnética, de la que también ellos, su ropa, sus cuerpos, sus órganos internos,
y hasta sus deseos y sus pensamientos hubiesen sido espolvoreados. Aunque
únicamente esa mañana, cuarenta años más tarde, era capaz de formularlo de esa manera,
Barco tenía la impresión de estar en el lugar remoto de un mundo cuyo centro
podía estar en un punto cualquiera del espacio, y que si en ese punto se
encontrara el sentido de la totalidad, aun cuando fuese contiguo al que estaban
atravesando, e incluso el mismo por el que en ese momento caminaban, piara
ellos sería siempre inaccesible y remoto. Por primera vez sentía, sin saber que
lo sentía, experimentando el terror de sentirlo sin gozar de la clarividencia
resignada de cuarenta años más tarde, que el mundo no estaba fuera de ellos,
sino que eran ellos los que le eran exteriores, y que el paisaje familiar en el
que había nacido y que consideraba semejante al paraíso, era una lisura sin
accidentes que toleraba un momento que la atravesaran hasta que, de golpe, se
los tragaba sin dejar de ellos en la exterioridad neutra y distante la menor
huella de su paso. El terror que se apoderó de él ignoraba esa evidencia; el
carecer de nombre lo multiplicaba, y ya estaba a punto de aullar y de salir
corriendo cuando, con suavidad, la mano tibia y un poco húmeda de su hermano se
apoyó en su cabeza, en un gesto cuya intención se le escapaba un poco, en razón
de esa relación peculiar que suele existir entre hermanos, íntima y distante a
la vez.
–Me parece que oigo un motor –le dijo. Y era verdad: rateando, dando bandazos,
el camioncito de la Liebre, el quiosquero, que había ido hasta el asfalto a
buscar los diarios de la tarde y las revistas semanales que le llegaban por el
colectivo de Rosario, frenó al cabo de unos minutos junto a ellos, y la cara
rojiza de la Liebre apareció por la ventanilla, ostentando una sonrisa
vagamente burlona en los labiecitos fruncidos que le habían valido el
sobrenombre, y sin decir palabra, con un movimiento jovial de la cabeza, los
invitó a subir.
Apenas oscureció, el camino se volvió todavía más dificultoso. La Liebre
conducía concentrado y tenso, y esa noche, su hermano contaría, durante la
cena, en medio de la risa general, cómo la Liebre, agarrándose firme del
volante, inclinado hacia el parabrisas para auscultar mejor el camino e ir
previendo los peligros, frenando y acelerando todo el tiempo, mientras ellos no
se atrevían a desviar la vista de la luz de los faros que iluminaban el camino
barroso, se hablaba a sí mismo en tercera persona, lanzándose advertencias,
insultos o amenazas a cada resbalón o bandazo demasiado violento que desviaba
al coche de la dirección que llevaba y daba la impresión de que iba a mandarlo
a la cuneta o a volcarlo: "Tené cuidado, Liebre. No boludiés. Aflojá con
el acelerador, Liebre. Ojo que hay un pozo adelante». Y así durante la hora que
le pusieron para recorrer diez o doce kilómetros. Pero Barco no le prestaba
atención: se iba calmando de a poco, como cuando, al despertar de una
pesadilla, cuesta un buen rato todavía convencerse de que se ha vuelto a la
vigilia y que la substancia opresiva del sueño se ha disipado. En la entrada
del pueblo, por fin, lo familiar se restableció: era otra vez él, él, Horacio
Barco y estaba llegando al pueblo con su hermano para pasar las vacaciones de
Semana Santa. Pero esa vez no era felicidad lo que sentía, sino únicamente
alivio. Cuando empezaron a rodar por la arboleda exterior que unía el camino
con el pueblo, ya era noche cerrada desde hacía un buen rato. De las casitas
Pobres de las afueras, salían gritos, risas, ladridos de perros alertados por
el motor del camioncito, música y voces que mandaba la radio, y por las
ventanas, proyectándose sobre los patios, las paredes, las veredas de tierra o
de ladrillos, las copas de los árboles, colgando en los cruces dé las primeras
calles, luces débiles pero cálidas, insignificantes en relación con la negrura
sin fin de la llanura, pero amistosas, próximas, fragilísimas, y nacidas, como
él, que las estaba viendo pasar, en ese mundo y en ningún otro, aunque a partir
de ese día le quedara por averiguar, y seguiría intentándolo, sin conseguirlo,
hasta el momento de su muerte, qué clase de mundo era.
Cuento perteneciente al libro Lugar, Muchnik Editores, Barcelona, 2002.
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