Es secuestrado por un grupo del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Argentino y hasta el día de hoy continúa desaparecido. Maestro rural, actor, director teatral aficionado, seminarista, empresario de transportes, piloto civil, profesor de latín y de filosofía, guionista cinematográfico, empleado bancario, nadador, navegante, disímiles experiencias de las que fue nutriendo su obra narrativa. VIDEO en el que habla del compromiso del intelectual.
Por Mario Goloboff
Nacido en los suburbios del pueblo pampeano bonaerense de Chacabuco, a los doce
años Haroldo Conti ingresó al Colegio Don Bosco de Ramos Mejía y a los catorce
al Seminario de los padres salesianos, del cual se fue y reingresó dos veces.
En 1944 pasó al Seminario Metropolitano Conciliar y empezó a escribir una
novela misional, Luz en Oriente, se formó en filosofía y comenzó a leer al
padre Leonardo Castellani. Terminó sus estudios en 1954 en la UBA y desde 1956
ejerció como profesor de escuela secundaria en Santos Lugares. Sobre un suelo
místico y existencialista, fueron asentándose en él lecturas de Stevenson,
Melville, Conrad, Gorki y, en otra vertiente, Faulkner, Pavese, Dylan Thomas,
muy probablemente los personajes de Horacio Quiroga y los del uruguayo Juan
José Morosoli.
La obra literaria de Haroldo Conti, que reconoce esas fuentes y otras más,
tiene sin embargo una gran originalidad y una gran fuerza, y es de gran
importancia para la literatura argentina y latinoamericana. Desde una de las
mejores novelas que a mi juicio se han escrito aquí, Sudeste (1962), pasando
por los cuentos de Con otra gente (1972), la novelas Alrededor de la jaula
(1967) y En vida (que recibió el premio Barral, fallado por primera vez, en
mayo de 1971), los relatos de La balada del Alamo Carolina (1975), hasta la
novela Mascaró el cazador americano, Premio Casa de las Américas en 1975, ella
se caracteriza por su homogeneidad y su considerable densidad.
Lamentablemente, no tuve relaciones personales con Haroldo Conti. Fue, sí, jurado,
junto a Humberto Costantini, en un concurso de cuentos de la revista
Microcrítica, en el que participé cuando era bastante joven, y donde me
concedieron una mención, según recuerdo. Es posible que, luego, me haya cruzado
con él en alguna librería o café de los comúnmente frecuentados, pero nada más.
Ni siquiera llegué a tratarlo luego de publicar un largo trabajo sobre su obra
literaria en la revista Nuevos Aires (“Haroldo Conti y el padecimiento de la
máscara”), y cuyo anticipo apareció en La Opinión a fines de 1972, puesto que
poco después me fui. Supe de su secuestro estando en Francia, nos preocupamos y
conversamos mucho de él con Augusto Roa Bastos, mi ocasional compañero en
Toulouse, y con otros exiliados, haciendo lo que se podía para denunciar el
atropello y reclamar su libertad.
No obstante esa falta de trato personal, por su lectura, por lo que sé de su
vida, por lo que cuentan quienes lo conocieron de cerca, me parece que, de las
escrituras con las que tuve contacto, la suya es una de las más parecidas al
hombre que la hizo. No suele ocurrir (más bien, sucede lo contrario) y, por
eso, desde que lo percibí, me llamó y sigue llamándome la atención. El río, las
islas, el viento, el barro, los botes, las lanchas, el barco, el transcurso
casi imperceptible del invierno y del verano, las horas muertas como los peces
moribundos, y la pasividad de los seres: toda esa quietud que rodea y contiene
la vida, admite apenas un leve movimiento de tiempo que se repite, que no
surca, que no avanza, pero que deja huellas. Desde Sudeste, su primera novela,
siempre sería así en los relatos de Haroldo Conti.
El moroso desenvolvimiento de sus narraciones, la humildad del tono, su
anunciada falta de originalidad y de grandeza temática en historias que, como
destaca En vida, “no significan un carajo para nadie, (son) un montoncito de
verdadera tristeza”, muestran un modo muy especial de aproximación a la materia
narrativa. Una insatisfacción que acompaña las idas y vueltas de héroes cuyas
vidas no son heroicas, ni ejemplares, ni típicas, ni siquiera importantes:
hombres que no tienen nada que contar, como no sea la historia de algún otro;
tipos que pueden cruzar la calle o no, torcer para cualquier lado; gente que
“va y viene en un tiempo que jamás se consume”.
Es un tiempo casi sin presente, que sólo vive desde el futuro de la memoria.
Ella mana el presente: “Fue un lindo tiempo, si se quiere, sólo que estaba
destinado a terminar. Todo tiempo está destinado a terminar, naturalmente, y el
principio de uno no es más que el término de otro. Pero en éste resultaba tan
claro que parecía un recuerdo desde el mismo principio” (Alrededor de la
jaula). La falta de certidumbre lleva a la memoria errátil, como a un campo de
producción de una escritura prerepresentativa. ¿Qué es, qué son, si no, ese
espacio lunar, y esa luna presente, y ese barro, en Sudeste? Origen
inapresable, presente sin datos, futuro contingente: se hace necesario recobrar
un tiempo también incontaminado en un espacio restituyente.
Es esta narrativa esencialista la que siempre me conmovió, esa monotonía, esa
persecución de lo fundamental, del ser y no del tener: los seres despojados de
todo (el Oreste de En vida; igualmente, Milo y el viejo, en Alrededor de la
jaula), personas que están frente a la naturaleza y al mundo y a las cosas y a
los otros seres como desnudos, como desapropiados. Una escritura sin duda
también desapropiada, pobre, con la riqueza de lo pobre, de lo trabajado hasta
pelarlo, para quitarle todo lo accesorio y dejar sólo lo sustantivo, lo
inmanente.
Siendo que “el lujo, el atavío y la disipación no son significantes que
sobrevengan aquí o allá, son los perjuicios del significante o del
representante mismo”, cabe preguntarse con Derrida cuál sería el agua, cuál el
barro y cuál la noche, de estos signos.
No parece absurdo pensar que tan radical poética buscó las respuestas, quizá
cerrando la parábola, en un libro como Mascaró el cazador americano, la última
novela del escritor, tan premonitoria inclusive de su propio destino. Aquí, en
esta fantasía donde los mascarones ya no son sólo máscaras sino proas y guías,
la inmersión en un sueño que se quiere colectivo parece anunciar el movimiento
de recuperación, aquel por el que la palabra sería de todos.
A esa extraordinaria coherencia entre escritura y vida, entre acción y
pensamiento, creo que alude el título de esta nota.
Fuente: Página|12, 30/05/10 | La imagen pertenece al artista
Ricardo Ajler
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