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15/04/2011 - Capítulo treinta y siete de este interesante policial

Final de "Las dos muertes de Oliverio Puebla", de Montilla Santillán

La noche del 14 de Junio los faroles ardían ostentosos en el bastión de la familia D´Elissalde. En el jardín externo aguardaban los carruajes negros con sus negros caballos y la alta torre cuadrangular fulguraba a través de sus ventanales. Los hermanos estaban reunidos, impecables y terribles en sus trajes de etiquetas en un salón basto e impasible como el invierno.

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La sentencia de los Arcanos

La Entrega Final

La noche del 14 de Junio los faroles ardían ostentosos en el bastión de la familia D´Elissalde. En el jardín externo aguardaban los carruajes negros con sus negros caballos y la alta torre cuadrangular fulguraba a través de sus ventanales. Los hermanos estaban reunidos, impecables y terribles en sus trajes de etiquetas en un salón basto e impasible como el invierno.

-Lo hice por el honor de la familia. –la voz de don Alejandro clamó sonora y sin remordimientos. Los otros sentados en las altas poltronas eran jueces mudos de miradas feroces. En un rincón, enfundado en luto, Valmorás observaba taciturno.

Las nubes cabalgaban el cielo lunar con un color fiero que lejano llegaba desde Santa Ana.

-¡Hice lo que debía hacer! –gritó golpeando con el puño el escritorio de roble- Por ustedes, por la estirpe de los D´Elissalde. ¡¿O preferían que un bastardo reclame lo que por sangre nos pertenece?!

- Comprometiste el honor de la familia…al juicio público. –Evaristo apagó el cigarrillo mientras hablaba a media voz. –Ahora somos una página más en las miserables leyendas de este lugar.

Don Alejandro oteó el horizonte a través de los cristales y se imaginó extendiendo sus manos para tocar con la punta de los dedos las insondables plantaciones de caña, el monte,  las casas de barro, e incluso los arroyos y las montañas. El contorno de un mundo que le pertenecía, que sabía suyo por un derecho antiguo que alguien muy atrás en el linaje había ganado a fuerza de acero.

-De Alba ha sabido obrar bien para que Ávalos heredera como primo. –habló el otro hermano.

-¡Ávalos se fue a las montañas! ¡Qué los tigres se lo traguen!

El primogénito no pronunciaba palabra. Sentado en la poltrona con una caja de madera en la falda, escuchaba con la fastuosidad de un dios.

-Y le cedió sus tierras a la chusma. Generoso con lo que no es suyo tuvo la grandeza de rechazar frente a todos una herencia manchada en sangre. ¡Manchada en sangre! –gritó Evaristo- ¡La sangre que mi hermano derramó por nosotros!

-Lo hice por el honor de los D´Elissalde –la voz de don Alejandro ya no llameaba, estaba escondida en el recuerdo de una mazmorra a la que su ira lo encadenó por dos años.

-Lo sé. –dijo de repente el primogénito con dejo paternal. Sus palabras siseaban terribles- Lo sé, hermano.

Se levantó y depositó la caja frente a don Alejandro mientras le regalaba una mueca compasiva.

-Y ese honor te demanda una gesta más, hermano.

-Pero… -no supo cómo seguir.

-Siempre te estaremos agradecidos, Alejandro. Siempre.

Le volvió la espalda y fue por su abrigo largo como una túnica y el bastón de cabo de plata. Los otros se levantaron con él como en un cortejo y lo siguieron con pasos lentos hasta la puerta. Afuera las antorchas quemaban el aire.

-Dejaremos que la locura sea el río que limpie nuestro nombre. –expresó el primogénito sin volverse – Una locura que te abandonó el  momento final donde supo auxiliarte el honor.

Y se lo tragó el vació junto a sus hermanos.

Don Alejandro abrió la caja que chirrió sorda en sus pequeños goznes. Sobre la pana azul descansaba un arma antigua con el mango fileteado en oro y un escudo de armas. Apretó los dientes para no vomitar la impotencia. La presencia quieta todavía sentada a unos metros le impedía mostrarse temeroso.

-Usted hasta el final. –le dijo para convencerse de que era bravo- Una lealtad que ya no es necesaria.

Valmorás se puso de pie y se le acercó hasta el valor.

-Estoy aquí para cuidar que se cumpla la voluntad de quienes solicitaron mis servicios recientemente. Solo para eso.

Don Alejandro se permitió una sonrisa famélica. Tomó el arma y cimbrando el aire la fue llevando hasta la sien.

-No así. –le habló Valmorás como a un niño- Déjeme enseñarle como.

Con su mano sobre la mano de don Alejandro guió el revólver hasta la boca cerrada y dejó que el caño pidiera permiso para entrar en la húmeda cavidad. Don Alejandro transpiraba un odio que olía a llanto.

-Así debe hacerse, si quiere hacerse bien.

Un golpe ronco estalló en el recinto y viajó lejos, por entre los cañaverales, hasta las cilíndricas torres de ladrillos donde se balanceaba solitario el enamorado de sombrero alón y todavía más allá.

Para volver a ser ciega

Era una avenida larga con árboles de copas torcidas que se entrelazaban unos con otros para que el cielo no pudiese entrar. Un túnel pronunciado donde las hojas secas se arrastraban por la tierra buscando una salida que siempre les quedaba lejos. La noche del 14 de junio La Muerte vistió sus galas, el manto largo y pesado, la capucha holgada, la osamenta de plata y esperó. Estaba allí por propia voluntad desoyendo el mandato de sus señores más antiguos, estaba allí porque quería aunque otros no quisieran. Llegó temprano, sin apuro; para quien los siglos se miden en minutos las horas poco son.

Valmorás caminó el sendero cuando ni el eco del disparo sobrevivía. Jugaba con el bastón apuñalando hojas, sus pasos eran distinguidos y firmes y el largo sobretodo con capa volaba como si tuviese vida propia. Tampoco le importaba el tiempo, podía tomárselo todo, su trabajo ya estaba hecho.

Hacia un costado del camino un búho lo siguió con la mirada sin emitir sonido. Valmorás aquietó sus pasos y se permitió un pensamiento. Era de esos hombres que podían arrancar de las cosas sus más hondos significados y no tardó en hacerlo. Frente a él, La Muerte que se había escondido en la brisa, se dejó ver formidable en la mitad del pasaje. Valmorás vaciló un instante tan fugaz que pareció que nunca se hubiese detenido sino hasta estar frente a ella y más con extrañeza que con temor, la miró a la cara buscando en sus ojos sin fondo la razón del encuentro.

-No es mi tiempo –le dijo sin un temblor en la voz, como si conociera la extensión exacta de su hilo.

La Muerte no respondió de inmediato. Antes quiso, porque se le dio la gana, imaginarse sonriendo con la ternura de una madre, sin rencor, marchita como era.

-Yo haré que lo sea –le susurró.

Valmorás apretó los labios. Las hojas bajo sus pies ya no se movían, estaban muertas.

-Cortarás la hebra en la mitad.

-Antes. –le dijo La Muerte- Pero no estés triste. Primero piensa a cuantos les has sobrevivido.

Le acarició el rostro con el reverso de los dedos huesudos, mientras sonreía debajo de la capucha.

-Tú y yo, hijo, de algún modo hemos sido socios durante un rato, pero ya no más.

Valmorás asintió bajo el influjo de aquel tacto glacial que de a poco le iba escarchando el alma.

-¿Será con dolor?-preguntó con la voz de un niño.

-Dolerá de otro modo. –le respondió acercándose para besarlo en los labios y lo perforó con los ojos para que viera lo que Ella había visto y se le prendara el sufrimiento del mismo modo.

Valmorás intentó desprenderse de esa boca sin labios, quiso gritar y arrancarse la mirada y los oídos, para que callaran los gritos y se borraran los rostros, los miles de rostros que se escondían entre los pliegues de su manto desde que la vida floreció en el mundo. Lo intentó pero no pudo.

-Ya está. –le dijo La Muerte depositándolo sobre la tierra amoratada de hojarasca- Ya está. Después se erizó como un lobo para gritarle a la luna invisible tras la enramada y despertar a los muertos en los reinos perpetuos donde solo los de su estirpe tienen imperio. Y con un gesto sencillo, imaginándose hombre, se arrancó los ojos que nunca tuvo y ya no vio más.

Valmorás

A Edith Sesma, maestra y amiga, que supo vivir como los astros proyectándose profundo en el corazón de los hombres  y se extinguió como los soles, del mismo modo.

 Maurice Leblanc y Sir Arthur Conan Doyle mis sublimes influencias, mis sagrados maestros

A la ciudad de Aguilares que me prestó sus mitos.

A mi abuelo, don Laurindo, que me prodigó un destino y a mi amor, Cocó, que se arriesgó a caminarlo conmigo.

 


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