Dubinet expuso la verdad en detalles y la verdad revelada luego a los jueces fue desechada sin vergüenza. Ni Aguijedo, que aún sabiendo las consecuencias de sus actos insistió hasta el final, pudo revertir el olvido. La semana que viene, el final.
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Dubinet expuso la verdad en detalles y la verdad revelada luego a los jueces fue desechada sin vergüenza. Ni Aguijedo, que aún sabiendo las consecuencias de sus actos insistió hasta el final, pudo revertir el olvido. En vano protestó enérgicamente guiado por un sentido del honor que lo perseguía en la forma de un recuerdo: la de un mocoso encadenado y putrefacto en una torre donde moraban las ánimas sin reposo. Una tarde no muy lejana fue transferido al Pucará del Norte como premio a su desempeño.
-Te lo dije, Dubinet. –expresó Valmorás bajo la escolta de don Alejandro una tarde en el camino que llevaba a La Arrosera.- Las fuerzas a las que te enfrentas nos superan en potestad.
Basilio Dubinet le regaló un chasquido suave, un golpecito a penas de la lengua contra los dientes. Luego agregó con la dulce sencillez de un dogma:
-Ni siquiera esas fuerzas superan en potestad al decir de los fogones.
Si Rodrigo de Valmóras no entendió lo que decía, don Alejandro a unos pasos sintió que las palabras le atravesaban el alma, frías y mortales.
Y es que ese nueve de junio, cuando regresaron, cuando el dolor pudo macerarse un poco, un fuego alto ardió en el patio del Chalet de Gervasio De Alba para reunir a un pueblo consternado y sediento de verdad. Ese nueve de junio Dubinet no reveló los hechos al fiscal que se hallaba presente, ni a la policía, ni a los aristócratas, sino a los hombres y mujeres sin nombre que rodeaban las llamas hermanados en el vino, para que la leyenda obrara el castigo, para que el relato durara generaciones enteras y los nietos de los nietos, cuando el imponente bastión de los D´Elissalde no fuera más que un montón de escombros y follaje, repitieran señalando con el dedo: Allí vivió el hombre que mató a Oliverio Puebla. En ese mismo sitio.
-Para entender lo que sucedió –decía Basilio excepcionalmente animado al discurso – debemos retroceder en el tiempo una veintena de años, cuando Félix D´Elissalde, único heredero de un feudo que no conocía fin, una fiesta de carnaval, con la ayuda de una máscara supo hacerse confundir y engendró un hijo. Lo supo tarde, cuando el vientre abultado de la mujer delataba a una criatura con ganas de ver la luz. Lo supo y guardó silencio y por eso mismo al nacer se lo nombró con el apellido de su madre: Puebla, Oliverio Puebla. Aquel pecado de carnaval que supo cobrarse una vida para entregar otra, fue una espina que punzó al hacendado desde siempre y aún cuando veló porque nada le faltara, no le concedió lo que por derecho de sangre le correspondía: su nombre.
“El tiempo pasa, el rumor de la sangre mitad noble del chico suele encontrar asilo en unos ojos brillantes que ningún miembro de su familia materna posee y que resaltan sobre la piel de cobre como la sangre en la nieve. ¿Quién sabe qué razones ablandaron el corazón de Félix D´Elissalde? Hay misterios que los hombres se llevan a la tumba. Tal vez la vejez que conversa con la muerte, ayudó a florecer una culpa que siempre tuvo y un día decidió enderezar lo que había torcido. Así que lo llamó a su casa.
La voz de Dubinet fue luego la voz de otros en otros fogones, ardiente y cristalina ardía siempre que los hombres se reunían en torno a los leños.
-Así que una tarde lo llamó a su casa. Al hijo que siempre fue suyo pero que no supo nombrar cuando debía y le dijo extendiendo las manos para tocar con la punta de los dedos el contorno del mundo: “Yo corregiré lo que he torcido, mi niño. Tuyo será lo que miras, hasta donde se esconde el sol y más allá, tuyo será porque no pudo ser de tu madre.” Lo dijo con los labios y lo dijo con tinta, para que tuviera poder verdadero y nadie intentara arrebatárselo. Y Oliverio que había crecido sin otro legado paterno que un par de ojos de estrella, se convirtió un día en el señor de la mitad de un feudo que no conocía límites.
“Por aquel tiempo solo Alejandro, el tercer varón de la progenie de don Félix, habitaba la Villa de Aguilares. Los otros habían partido a ensanchar dominios, a las montañas, a la ciudad, a las planicies ondulantes, solo Alejandro permanecía al lado de su padre. Fue por eso que lo supo. Posiblemente lo escuchó oculto en la gran biblioteca a la que había llegado presa de la curiosidad que le despertaba la visita del muchacho a sus dominios, o tal vez alguien le acercó el rumor, o quizás simplemente su padre se lo dijo. El modo en que se supo portador de la verdad no interesa mucho. Don Alejandro jamás mencionó una palabra, ni de protesta, ni de aceptación, dejó en cambio que el odio le prestara una idea y aguardó el tiempo que la muerte le tomó llevarse al padre y entonces, con la asistencia de hombres sin escrúpulos, mandó a llamar a Oliverio y lo hizo cautivo con el fin de recuperar esa palabra escrita que lo despojaba de la mitad de su heredad.
¡Que importaba si aquella noche el relato de Dubinet había reconstruido tantos detalles de la historia! Los hombres y las mujeres los narraban entre los vahos del alcohol y Oliverio que había muerto pobre, sólo y abandonado, revivía en leyendas cada jornada, cuando el machete dejaba de pelar la caña.
Luego del entierro, coreaba la leyenda, una tarde en que agonizaba el sol, don Alejandro lo hizo llamar al bastión de la torre cuadrangular y en la alameda de copas puntiagudas cuyas ramas se entrelazaban para impedir que la luz gobierne, lo secuestró y se lo llevó a otra torre encerrada por mil lanzas, con la asistencia de un monstruo de cicatriz profunda.
Así lo relataban los viejos y las comadronas desgranando el maíz cuando el día se recostaba en la tarde. Dubinet esa noche lo narró de otro modo ¡Pero qué importancia tiene ya los modos que la verdad utiliza para hablar con los hombres!
-Hombre poderoso y de muchos contactos, D´Elissalde se hizo asistir por dos cómplices, fieros y leales: Mauricio Mayor a quien de aquí en más llamaremos López y Ferreira cuya verdadera identidad quizás no sepamos nunca. Con Oliverio en su poder debía hacerse de una estratagema que evitara toda sospecha, un plan que sin dudas había discurrido mucho antes, en los días que aguardó carcomido por el odio el deceso de su padre. Así que hizo correr la voz de que Oliverio Puebla, en busca de un destino mejor, como tantos otros muchachos a los que la vida gris del campo los agobia, había partido a la ciudad. Y para que ese plan no tuviese grietas, contrató a un jovenzuelo foráneo, un pobre actor desconocido, para que asumiera la personalidad de su medio hermano.
-Germán Laras -dijo despacito Gervasio con los labios demorados en el vaso de vino.
-Germán Laras. ¿Qué auspicioso porvenir se le presentaba a este chico que seguía vivo solo por la ilusión de lograr sus sueños? Y ahí estaba esa oportunidad de la mano de Alejandro D´Elissalde. ¿Cómo rehusarse? Tal vez para él no era más que un juego, el juego al que había aspirado siempre, el de ser otro. Y esta proposición en apariencia ingenua traía consigo la comodidad de una casa, buena ropa, un plato de comida caliente y dinero en el bolsillo. Luego, cuando todo eso terminase podría con lo ganado hacerse de su destino. Todo ese presente de lujos a cambio de fundirse en la piel de alguien que no conocía y olvidar por un tiempo que era Germán Laras para llamarse Oliverio Puebla. ¡Qué regalo del destino! Solo un tiempo, un lapso que se prolongó dos años. ¡Pero qué importancia tenía para él! Los jóvenes ven la vida como un camino eterno que viborea adelante. Antes de que pudiera tomar conciencia podría fundar con lo ganado su propia compañía teatral.
“Así fue como Germán Laras interpretó su papel maravillosamente. Su mejor personaje fue también el único. Y mientras debatía tardes enteras con sus pocos amigos sobre filosofía, mientras escuchaba las historias de su solitaria vecina, mientras paseaba con su bastón jugueteando en los charcos y enviaba cartas que su amo le exigía a personas que nunca conoció, el verdadero Oliverio yacía prisionero en La Arrosera, resistiendo día a día, hora tras hora la tortura, el hambre, el frío, tragándose la cápsula de plata donde persistía la voluntad escrita del que también fue su padre, para buscarla luego en el propio estiércol y volvérsela a tragar. Jornada tras jornada.
“Permítanse un instante para construir la escena: El silo húmedo y oscuro donde nadie sino los demonios se atreven a llegar y los ojos en llamas de Alejandro D´Elissalde, inflamados por un odio inagotable, reclamando a su medio hermano aquel documento que lo despoja de la mitad de su heredad, reclamando a fuerza de látigo, de golpes, de fuego y el silencio de Oliverio, un silencio que es combustible para el odio del otro. Alejandro ya no es un hombre, ha dejado de serlo, es un demonio que reclama desde la profundidad de su furia lo que considera suyo, con los ojos desencajados, día tras día, noche tras noche, dándose cita en aquella mazmorra durante dos años. La ira lo ha hecho olvidar que una sangre idéntica los liga. Y al regresar a El Solaz rumiando la impotencia y el rencor, los otros demonios que gobiernan la noche se esconden temerosos a su paso.
Hizo una pausa para que el vino le mojara los labios.
-Pero un 2 de mayo sucedió algo que lo cambiaría todo para siempre. Germán Laras, quien me arriesgo a pensar ignoraba la verdadera suerte de Oliverio Puebla, decidió hacer lo correcto. Qué rastros lo indujeron a presentir el mal que se escondía en todo aquello, nunca lo sabremos. Alguna información que descubriera en las pocas palabras que cambiaba con Ferreira cuando éste le acercaba el sobre con el dinero, una corazonada simplemente, o acaso algo mucho más atrevido: un viaje secreto siguiendo el rastro del verdadero Oliverio. Lo cierto es que Germán que ya casi había olvidado su propio nombre, escribió una carta. No importa que esa nota se la haya tragado el fuego, es indudable que estaba dirigida a Alejandro D´Elissalde y anunciaba su voluntad irremisible de abandonar la pantomima y hacerla pública. Nuestro pequeño actor tomaba al destino por las astas y comprometía sin darse cuenta la atroz maquinación. Esa acción fue su sentencia de muerte y el prólogo a toda la tragedia restante.
“La respuesta no se hizo esperar. Señor de recursos inmensos, Alejandro contrató con premura a un asesino de reputación impecable y lo hizo traer de la capital para que con ingenio silenciara a Germán Laras. Los detalles de estos hechos ya son de público conocimiento y no me detendré en ellos. Rodrigo de Valmorás para quien el homicidio es un arte, un 14 de mayo mató al muchacho de un disparo en la frente, construyendo una farsa de dimensiones colosales que debía mantener la mirada del público bien alejada de La Arrosera. Y una vez más el hecho portentoso: Germán Laras que había representado su papel como ninguno decidió conservar, desobedeciendo toda recomendación de sus patronos, un documento sin fotografía donde permanecía su nombre, su verdadero nombre. A veces imagino al pobre infeliz hojeando la escritura que le recuerda quien fue, el que ya no puede ser, bajo la luz de una vela, siguiendo cada elipse que dibujó la pluma para recordar su pasado, su familia, e incluso conjeturar su futuro. Valmorás que tiene a su lado los fieles de Alejandro D´Elissalde, toma conocimiento de esto. Prefiere sacrificar su farsa antes que arriesgarse a que ese nombre salga a la luz, es imperioso que Oliverio Puebla haya muerto para siempre ese 14 de mayo en el número 238 del pasaje Bertrés, porque muerto ese Oliverio el otro, el cierto, ya no tiene esperanzas, es un fantasma, un espejismo y su medio hermano puede someterlo con libertad el tiempo que el odio se lo reclame.
Dubinet enmudeció de repente. ¿Dónde navegaría su pensamiento mientras sus ojos piloteaban las llamas del fogón? Dubinet enmudeció de pronto y la noche entera se silenció con él.
-Pobres muchachitos –dijo luego hablándole a la nada- encadenados a una suerte idéntica. Cada uno atado a sus propios grilletes tragándose la verdad que los quemaba por dentro, muriendo solos, silentes y sin nombre.
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