La luna ardía en el cielo la noche del 9 de junio. Era una astilla de plata asomándose en el ventanuco del calabozo donde Gervasio De Alba había pasado la jornada y un aro argentino en el firmamento desnudo. El frío cortaba en tiras la piel y calaba hondo como un estilete hasta llegar a la médula y arraigarse.
La luna ardía en el cielo la noche del 9 de junio. Era una astilla de plata asomándose en el ventanuco del calabozo donde Gervasio De Alba había pasado la jornada y un aro argentino en el firmamento desnudo. El frío cortaba en tiras la piel y calaba hondo como un estilete hasta llegar a la médula y arraigarse. Era un frío profundo que lloraba con la brisa, los árboles y los búhos. Dubinet había llegado con la queda embozado en un largo sobretodo sin haber mencionado hasta ese momento una palabra sola. Escribió varios telegramas desde la estación previo a su partida y se acomodó en el asiento del vagón cavilando quien sabe qué pensamientos. En Aguilares se le informó de la muerte de López a quien rápidamente identificó como Ignacio Mayor para asombro del comisario que se abstuvo de hacer comentarios. Caminó hasta La Honorable Sociedad para el Fomento y el Progreso y en presencia de Aguijedo que ya le esperaba, pidió un mapa de la zona y lo estudió con calma huidiza.
-¿Va a explicarnos el asunto, Dubinet?
El majestuoso salón estaba atiborrado de aristócratas, burgueses, comerciantes, oficiales y curiosos que con la noticia de su llegada se apiñaban como moscas esperando conseguir alguna información.
-¿De Alba?
-En el calabozo hasta tanto se aclare el homicidio de…
-Lo necesito.
El comisario pidió con la mirada la venia al fiscal de instrucción y éste asintió instintivamente.
-Tráigalo –ordenó- No creo que sea un hombre que intente escapar de sus obligaciones. Ahora Dubinet ¿podrá explicarnos de qué trata este asunto? Ha levantado un revuelo sin precedentes en estas tierras y creo que merecemos una explicación.
-Necesitaremos antorchas y perros. Cuanto antes.
Aguijedo visó el pedido con un movimiento de cabeza.
Los D´Elissalde en un semicírculo de sillones frente a un hogar que explotaba en llamas, vigilaban sin decir palabras. Diez minutos más tarde Gervasio llegó escoltado por un agente. No vestía su larga capa, ni su levita negra y ajustada, pero lucía todavía más antiguo y noble con las botas altas y la camisa gris de mangas amplias, bajo un poncho azul de guardas rojas.
-¿Y bien, Dubinet? –el fiscal llamaba a la paciencia con suspiros hondos.
-No perderé tiempo dando explicaciones que podrá escuchar luego, cuando las circunstancias no apremien tanto. –dijo el viejo que en ningún momento había quitado la vista de los mapas- Todo me lleva a pensar señor fiscal que Oliverio Puebla puede estar vivo aún.
-¿Qué absurdo es ese? Usted y yo lo vimos muerto con un disparo en la frente hace casi un mes. Lo enterramos con anuencia de las más altas autoridades el 25 de…
-A quien usted y yo vimos muerto no era Oliverio Puebla, señor fiscal. Asumimos que se trataba de él por una serie de factores bien articulados que nos mantuvieron en el error durante demasiado tiempo.
-¿Qué? Explíquese.
-Quien realmente fue asesinado la noche del 14 de mayo en el pasaje Bertrés, fue un joven actor llamado Germán Laras, un pobre muchacho que asumió la personalidad de Oliverio durante dos años para preservar el más terrible y cruel de los secretos.
-¿Cómo dice, Dubinet?
-Las tengo, pero ahora no hay tiempo. Le doy mi palabra que se lo explicaré todo luego. Necesitamos iniciar una búsqueda inmediatamente si queremos…
-Nadie abandonará este lugar hasta que establezca un poco de cordura al asunto, Dubinet.
El viejo levantó por fin la mirada de los planos y preguntó ligero:
-¿Recuerda usted a Oliverio Puebla?
-¿Cómo?
-¿Lo recuerda?
-Claro.
-Descríbalo.
-¿Pero para qué…?
-Por favor.
-Piel blanca, nariz aguileña, ojos pardos y cabello castaño largo. ¿Le sirve?
-Ese no es Oliverio. –dijo Gervasio de súbito- Era cobrizo como la tierra con los ojos más celestes que pueda haber visto.
Aguijedo se quedó tieso. Por primera vez comprendió que la verdad revelaba precisiones que ninguna razón, incluso la suya sin demasiadas luces, podían discutir.
-Pero entonces… –la palabra quedó suspendida en el aire.
-Oliverio nunca dejó Aguilares, señor fiscal. Está aquí. La abuela lo sabía e intentó decírmelo. Lo intentó pero yo no supe desentrañarlo. Por eso la mataron y por eso intentaron inculpar a Santiago Ávalos y cazarlo como a una bestia.
Tragó salivo y agregó:
-Guardado por mil lanzas tragándose la verdad, eso dijo la vieja. ¡Ah! Mujer sabia ¿Por qué no supe escuchar si hablabas con la claridad del arroyo? ¡Mil lanzas!
-¡Caña! ¡Caña de azúcar! –exclamó Gervasio.
Basilio Dubinet asintió y regresó a los mapas.
-¿Qué lugar rodeado de cañas puede servir de prisión? ¿Qué lugar? Custodiado por mil lanzas, donde no muchos se atrevan. Debe existir por aquí…
-La Arrocera –gritó Lauro con su voz atiplada sin poder contener la emoción- No muchos se animan por ahí. Dicen que el ahorcado se aparece cuidando lo que es suyo. ¡Nadie se anima, patrón!
Una noche de otoño con sabor a invierno los descubrió en la búsqueda, a pie, a caballo, iluminando los senderos con largas antorchas que humeaban aceite, faroles de luces amarillas, linternas pequeñas, a la retaguardia de mastines que olfateaban huellas intangibles y asfixiaban aullidos. Un camino profundo ascendía encorvado esquivando álamos añosos a los que la estación no había podido quitarles las hojas. Y luego las lanzas, un millar de penachos verdinegros avanzando sobre el horizonte.
¡Oliverio!
Las voces anónimas gritaban su nombre con la ilusión de que respondiera, mientras los duendes de las cañas asomaban sus rostros pequeños entre los surcos y las hojas más bajas. Aquellos fuegos humeantes traían el aroma de tiempos arcaicos, cuando la tierra olía a arcilla y no a azúcar.
Los encontró un portón de quebracho colorado cerrando un camino tan diáfano que la luna se reflejaba en él. Luego el trazo de dos construcciones circulares majestuosas y solitarias a ambos lados de la avenida, soñando el luto perpetuo de un amo, que víctima de un amor no correspondido, decidió acabar con su vida ahorcándose en los tirantes de uno de sus graneros. Bajo esa claridad plomiza los hombres juraban ver de cuando en vez el cuerpo balanceado por la brisa con la levita larga y el sombrero de ala ancha. Por esa razón pocos se atrevían a transitar aquella ruta, aún cuando el retorno a casa les implicara un par de leguas más.
Atrás la humareda del ingenio intentaba manchar la luna, adelante, invisible aullaba Santa Ana con ojos de sangre. A unos pasos La Arrocera lívida en su aislamiento.
Dubinet quitó las cadenas que abrasaban el portón. Sólo unos pocos le siguieron, el resto navegaba en un mar de dudas. Ese era el dominio de un hombre que vivía por siempre amarrado a una cuerda, meciéndose con el viento. Era el territorio de un ánima que no debía ser perturbada en su deber inextinguible de llorar por un amor que no pudo ser.
Dubinet caminó decidido hacia el silo de la derecha. Leía en el suelo como si se tratara de un libro. Una puerta de hierro guardaba la entrada a aquella torre de piedra herida por los años. Estaba cerrada con llave.
-¡Un ariete!
¡Qué boceto fantástico! El ruido del madero al golpear contra el hierro, las antorchas en lo alto, los mastines aullando a la noche y los álamos de hojas eternas murmurándose unos a otros. La puerta cedió a los golpes del ariete, cedieron los goznes. La boca negra de la torre los invitó a entrar cuando la curiosidad se adueñó del campo.
Dubinet pasó primero. Era un cilindro vasto de ladrillos agujereado en el techo por una brecha que dejaba filtrar el cielo. El piso estaba cubierto de heno húmedo, de pastizales retorcidos que habían crecido sin el permiso del sol, de alimañas maliciosas que corrieron a refugiarse en huecos inaccesibles.
-¡Miren!
Nadie supo nunca quién dijo aquello, tampoco merece el recuerdo. Encadenado a la pared, acurrucado y pequeño yacía un cuerpo. Tenía la espalda apoyada en el muro y los brazos apretándose las rodillas, con las muñecas bailando ya huesudas en los grilletes. Su piel estaba seca como un pergamino, capturando un gesto lacónico y estremecedor y sus ojos eran cuencas que las arañas usaban de madriguera. A pesar del tiempo se leían heridas en su cuerpo, marcas de látigos, de fuego y de acero. Un olor pútrido inundaba el lugar y el excremento seco le servía de almohadón. Había una vasija con restos de comida y otra donde el agua persistía ínfima y pura. La Muerte ese 9 de junio no quiso vestir a Oliverio con sus galas y lo dejó con la más honesta y terrible de las formas.
Dubinet cayó de rodillas frente al pequeño y expresó con la voz quebrada por el dolor:
-Perdón, hijo, te dejé morir dos veces.-Y por primera vez rompió en un llanto mudo que fue goteando en el heno y el estiércol.
Atrás Aguijedo con un pañuelo cubriéndose la nariz preguntó aturdido:
-¿Es él?
-Es él. –respondió Gervasio.
-Entonces ya es tarde. Ya no hay remedio.
La luna viró un ápice para dejar que un rayo gentil cayera sobre el cuerpo de Oliverio. Bajo sus piernas una cápsula de plata no más grande que un camafeo fulguró de repente. Dubinet estiró la mano y la tomó con reverencia.
-¿Qué es eso? –preguntó Aguijedo.
Dubinet recordó la voz de la abuela mientras miraba las montañas con los ojos del pensamiento: Pobre mi muchacho solo y sin esperanzas guardado por mil lanzas, tragándose la verdad, día a día, tragándosela para que otros no puedan empuñarla.
-La verdad. –contestó sosteniendo en alto la cápsula de plata.
Era un cilindro pequeño que olía a rancio y se adivinaba hueco. Lo hizo girar hasta que se separó en dos partes enseñando una cavidad interna que ocultaba un documento. Parecía tan pequeño y de repente los dedos de Dubinet lo fueron desplegando hasta hacer visible palabras escritas con tinta y un sello, un sello rojo que brillaba como las estrellas. Dubinet vertía lágrimas mudas a espaldas de los otros.
-Cuantas noches te tragaste la verdad, hijo mío, cuantas veces tu cuerpo la devolvió a la tierra y la volviste a tragar. Para que otros no pudieran empuñarla.
-¿Qué dice ese papel?
Dubinet no necesitó leerlo. Se lo alcanzó al fiscal que detrás del pañuelo y el asombro seguía siendo la ley y éste sin meditarlo un segundo, leyó en voz alta las letras azules bajo la luz de la luna:
Yo en pleno uso de mis facultades y por propia voluntad, lego todas las tierras que se extienden desde el canal de Pedro Simón hasta la falda de las montañas a mi hijo, Oliverio Puebla. Sírvase a mis vástagos cumplir mi último deseo sin cuestionarlo y actuando con nobleza y afecto hacia su hermano.
Félix D´Elissalde
Se hizo un sopor negro y espeso como la bruma. Nadie quiso hablar durante un lapso que no supo como medirse. Después una voz entre los muchos hombres dijo empobrecida:
-Triste fin el de los suyos. Ya no queda nadie para recibir la dote.
Gervasio De Alba parado frente al cadáver de Oliverio Puebla comprendió por fin su destino en aquella cripta de piedra, potestad de las almas sin reposo.
-Queda uno. –expresó recordando la promesa a su abuelo y salió a la noche para aspirar el aire fresco del monte y verter sus lágrimas sin testigos.
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