Gervasio De Alba desmontó del caballo y ató las bridas en un palenque a unos metros de la comisaría. Las luces de la construcción estaban encendidas y escapaban a la noche a través de cristales sucios sin cortinas...
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Gervasio De Alba desmontó del caballo y ató las bridas en un palenque a unos metros de la comisaría. Las luces de la construcción estaban encendidas y escapaban a la noche a través de cristales sucios sin cortinas. Golpeó las manos y no necesitó esperar mucho tiempo para que el comisario y otros oficiales se arrimaran a la puerta y luego unos pasos más.
-Don Gervasio. ¿Qué lo trae a estas horas?
Un ventanal dejaba ver un hombro herido al que asistía con vendas un enfermero improvisado. El aroma del comadreo se hacía sentir fuerte y el joven supo que ya estaban bien al tanto de lo sucedido.
-Acabo de matar a un hombre, Manuel.
El comisario se permitió un gesto afectado en el que se desvanecía una esperanza pobre.
-¿Cómo es eso, don Gervasio?
-Le pegué un tiro y lo maté. –dijo sin más explicación
-¿Y eso por qué?
Gervasio le entregó el Winchester.
-Porque se metió armado en mi casa, Manuel y nadie tiene porque meter sus narices en donde no lo llaman.
-¿Y quién es?
-No lo sé. No pregunté, Manuel. Le pegué un tiro sin ningún preámbulo. A él y a otro que herí en el hombro y huyó como un cobarde. Para este momento ya debe estar a salvo. -expresó sin volver la vista hacia el cristal que lo denunciaba.
-Seguramente.
-He venido a ponerme a tu disposición, Manuel.
El comisario apagó una sonrisa satisfecha.
-Ahora mismo vamos para su casa, don Gervasio. Veremos de qué se trata y luego decidiré que hacer con usted. Si ha sido usted el que disparó el arma no puedo prometerle que…
-He sido yo, Manuel. Haz lo que tengas que hacer y ya.
El comisario no pudo sostenerle la mirada. Asintió sacudiendo la cabeza y llamó a un sargento con voz bien alta. Frente a él, con el cabello largo arremolinado por el viento, creyó por un segundo que De Alba era una aparición, mitad humana, mitad otra cosa, antigua orgullosa y sin nombre.
Había cabalgado el alazán lo que duraba la noche. Ahora el amanecer le regalaba una senda profunda que desgajaba en un lago de aguas quietas. Ya había estado en ese lugar otras veces y siempre parecía como si fuese la primera. Los árboles patriarcales conversando en su lengua secreta, el rumor de los halcones, la mirada escondida de los zorros y los pumas. Mora Micuna lo llamaban y su nombre era tan antiguo que nadie sabía muy bien el por qué. Era posible que sus ancestros, aquellos que dominaron las montañas hasta el Pucará del Norte, hubiesen llegado alguna aurora para cobijarse entre sus selvas y luego se hubieran desvanecido en el sopor de las leyendas.
Santiago Ávalos descendió del alazán y le acaricio el pelaje. Nunca antes había montado un sillonero como ese, soberbio y leal, de carácter compañero pero no sumiso. Gervasio De Alba se lo había dado a pesar de su resistencia. No era propio montar el sillonero de otro, pero el muchacho había insistido: No hay mejor animal, Santiago. Llévatelo y deja que él te cuide como me ha cuidado a mí. Al final el caballo lo guió en la noche hasta su meta atendiendo que el cansancio no lo dejara caer de la montura y, cuando el sol era una llamita sobre el horizonte, lo entregó al lago escondido en el follaje.
El agua, una pátina plomiza, se perdía en una grieta profunda que horadaba la montaña. Allí, en esas cavernas sin fin, dormían viejos dioses de nombres furtivos y sus paredes narraban historias dibujadas con tinturas que habían vencido a los siglos. Pocos se animaban hasta ahí. Las deidades antiguas se refugiaban en aquella brecha para perdurar. Pero los hombres no eran capaces de entender y en cambio confundían sus palabras arcaicas con maleficios y les temían con la potencia de demonios. Los demonios eran divinidades lozanas nacidas de un tiempo en que el hombre ya no era responsable por sus acciones sino víctima de la sugestión de fuerzas superiores. En la caverna persistían en cambio los sobrevivientes de una época cuando el hombre era responsable por lo que hacía.
Santiago sabía que en aquella cueva habitaban los dioses sin nombre y no les temía. Había observado las pinturas en las paredes de piedra, había palpado sus salientes con la yemas de sus dedos y había escuchado entre el murmullo del agua, sus voces sibilantes. Allí en ese resquicio antiguo estaría salvo, Gervasio había sido sabio al aconsejarle aquel sitio.
La luz se filtraba solo hasta donde los Sin Nombre se lo permitían. Luego las sombras lo abrasaban todo. Se sentó bajo la noche ilusoria. En otras épocas la noche no era sino el opuesto del día, reino de la luna y las estrellas, cuna de amores y cantos, antes que el demonio del hombre blanco la reclamara como feudo del mal. Pero allí el demonio cristiano no tenía potestad, en ese reducto al que no se le conocía frontera, dominaban las deidades innominadas.
Sentadito en la quietud, recordó a su abuela. El alazán estaría pastando en la espesura del monte donde nadie se atrevería a llegar. Si los hombres de la montaña supiesen como llorar lo hubiera hecho. Con la abuela se perdía el olor de sus quebradas. De pronto se sintió solo. Oliverio ya no estaba, se había marchado hacía tiempo para no regresar jamás. Alma gemela de piel cobriza y ojos claros, podía cabalgar el viento mejor que él. El día que obedeció al llamado de los Arcanos, Santiago temió no verlo más. Había un grito de quenas en la brisa y la abuela no bebió ni comió nada, envuelta en un mutismo negro. Aquella fue la última vez que supo de él. Lo vio partir con su pasito cansino llevando en hombros una ilusión que quemaba. Después le dijeron que se había marchado a la ciudad, en busca de una vida mejor, como tantos otros y que ahí vivía bien. Él se hizo el tonto y les dijo que les creía. Pero en el fondo tenía la certeza que se lo habían comido las sombras. No las que pululaban las cavernas de Mora Micuna, las otras, las que tenían nombres y caminaban incluso bajo el sol. Nunca lo habló con su abuela. No necesitaba hacerlo, la vieja guardaba la misma convicción. Sin embargo ella tenía esperanzas de verlo regresar una tarde, o una mañana, con su paso perezoso. A él también le hubiera agradado. Volver a cabalgar el viento con Oliverio, su primo mitad sangre Arcana.
Santiago levantó las manos hasta las rocas más alta de la pared y las acarició. Si salía bien parado de todo esto era posible que regresase a las montañas, al temblor de las cajas y el fuego de la luna, para cerrar el círculo que su abuela no había podido cerrar. Gervasio De Alba le había prometido que estaría bien, que no iba a pasarle nada, mirándolo a los ojos para que no hubiera lugar donde se escondiera el engaño. Él le creyó. No solía creer en los de su clase, pero los De Alba eran diferentes: humildes y nobles como las piedras. Herederos de un destino primitivo. Así los llamaba la abuela.
¿Qué había sido de Oliverio? Por las noches, cuando el alcohol les ganaba las venas temblaban cajas y desgarraban bagualas. A dos voces, como si fueran una, cantaban a la vieja usanza para espantar el dolor a gritos. La abuela los hacía callar cuando las horas se enterraban en la noche y ellos con una mirada cómplice se alejaban un poco y seguían cantando bajito. Oliverio sabía cantar mejor que nadie enseñando una larga hilera de dientes blancos. La pena le tenía miedo cuando cantaba, pero a veces lo encontraba taciturno y se le prendía fuerte, como la garrapata. Maldición de su sangre mitad Arcana.
La madre había muerto en el instante mismo que Oliverio escapaba a la vida. Conocía la historia de boca de la abuela. No le dejó más que gritos la tarde de un parto prolongado y una sonrisa postrera. Lo había concebido un amanecer de carnaval cuando las máscaras suelen ocultar a los Arcanos de los otros. Ella, que había reconocido al padre, guardó su nombre en silencio. Mucho tiempo después el Arcano de cabello blanco, un ocaso de alcohol lo nombró hijo con lágrimas en los ojos y mencionó las palabras que lo cambiarían todo: Yo corregiré lo que he torcido, mi niño. Oliverio lo contaba con la emoción trotándole la voz:
-Levantó sus manos para tocar con la punta de los dedos el perfil del mundo, abuela –relataba- y me dijo con la voz del lapacho: Yo corregiré lo que he torcido, mi niño. Tuyo será lo que ves, hasta donde se pierde el sol y más allá, tuyo será porque no pudo ser de tu madre.
¡Pobre Oliverio Puebla! Se marchó para no volver.
Santiago lo lloró como sabía: cantando bajito.
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